No es fácil abrir y cerrar la pesada puerta de madera de una iglesia, especialmente para un niño de nueve años que está a punto de confesar sus pecados por primera vez. Y mucho más difícil es hacerlo sigilosamente, para no interrumpir el silencio sagrado y casi sepulcral que impera en este tipo de recintos.

Aquella mañana tan crucial, ingresé al templo y apoyé mi pulgar derecho en el pequeño pico de un águila de bronce, del que solía desprenderse una milagrosa gota de agua bendita. Cuando eso sucedía, yo me llevaba el pulgar derecho a la frente y realizaba, solemnemente, la señal de la cruz. Pero, esta vez, el pico del águila estaba tan seco como mis labios, que sabían a miedo, a terror. Dirigí mis ojos hacia el confesionario y advertí que mi compañera de catequesis ya no estaba allí. Ya había culminado su confesión y la vi caminando, como un pequeño fantasma y sin su habitual y encantadora sonrisa, rumbo al altar.

Era mi turno. Mis trémulas piernas comenzaron a moverse, lentamente, resignadamente. Llegué hasta el confesionario de madera, me arrodillé sobre una tabla y cerré mis ojos. “¿Te confiesas por primera vez?”, preguntó una voz desde el interior del habitáculo. Más que una voz, era un sugestivo susurro escondido, que parecía provenir de otra dimensión. “Sí”, respondí tímidamente. Luego, el cura empezó a inquirir sobre la naturaleza de mis pecados. Escuché atentamente su voz y me pareció que pertenecía al mismo sacerdote que daba la misa de los domingos a las diez, aunque su tono monocorde y aburrido había desaparecido. Procedí a contarle mis pecados. Dolorosamente avergonzado y con una culpa quizá nunca antes experimentada, confesé que solía pelear con mis hermanos e insultar a mis padres, que había colocado alguna que otra chinche de metal en el asiento de un compañero de curso, que de chiquito había agarrado a una gata de la cola y la había revoleado por los aires, que andando en bicicleta había chocado a una persona mayor (preferí no utilizar el término “vieja”) y le había hecho un gran surco a sus largas medias de nylon, y algún otro pecado que ahora no recuerdo.

Tras la confesión, mientras yo recuperaba el aliento y el ordinario ritmo cardíaco, se hizo un profundo silencio. Pensé que todo había concluido, pero la misteriosa voz me interpeló nuevamente. “¿Quieres confesar algo más?”, interrogó el cura, con un tono que denotaba una mayor severidad, como si un niño de nueve años le pudiera retacear información sobre algún crimen. Entonces recordé un confuso hecho en el que, luego de un disputado y caótico juego de bolitas, mágicamente había encontrado cuatro canicas ajenas en un bolsillo de mi pantalón. Nunca había logrado dilucidar si me había quedado con esas bolitas por error, si las había ganado en el juego o si se trataba de una vil sustracción. Pero ahora, arrodillado sobre una tabla de madera y sintiendo que los ojos de todos los santos de la iglesia se clavaban como agujas sobre mí, decidí declararme culpable. “Le robé cuatro bolitas a un amigo”, admití con el último hilo de mi voz, buscando el perdón definitivo.

Con mis ojos cerrados aún, me aturdió nuevamente el silencio. Finalmente, el sacerdote me dejó ir en paz, no sin antes rezar tres Padrenuestros y tres Avemarías. Más encorvado que nunca, me encaminé hacia el altar, me prosterné, bajé el telón de mis ojos y recé. Lo hice cuidadosamente, más lento que de costumbre, consciente de que el más mínimo error me podría alejar para siempre del reino de los cielos. Cumplida la penitencia, abrí mis ojos, me persigné y desandé el camino por el frío pasillo. Volví a tocar el pico del águila de bronce y su mirada ya no me pareció tan acechante. Abrí la puerta de madera y la sentí mucho más liviana. Solo cuando un rayo de luz se coló por la hendija, llevando vida a mis pómulos, comprobé que había obtenido el tan ansiado perdón.

Me marché flotando por calle Mendoza, desconociendo que aquella sería mi primera y última confesión. No sé muy bien por qué pero, tras aquella mañana tenebrosa, no jugué nunca más a las bolitas.