Si digo la señora holograma, así, sin entrecomillados ni mayúsculas saben a quién me refiero. Si no, es muy fácil. Enciendan la televisión, busquen en las redes, descarguen los videos pendientes en la infinita cadena comunicacional de esas cortes populares llamadas grupos de whatsaap. El lenguaje es un virus del espacio exterior, dijo William Burroughs, y cuando lo dijo ni siquiera existían todas estas sofisticadas formas de contagiar.

Vayamos al asunto.

La señora holograma; mujer, cabello corto, robusta, en situación de calle quizá, con algún padecimiento psíquico tal vez (¿qué es un padecimiento psíquico después de todo?), repite a quien interactúe con ella o no, porque convengamos, la escena está recortada, imposible distinguir si la señora increpa o antes ha sido increpada, repite, digo: Sos un holograma, tomátela.

Cuando lo dice grita, escupe, se le rompe la voz. Su cuerpo macizo se agita enérgico, y en posición defensiva ahuyenta las risas, las provocaciones, las burlas, el desconcierto, el terror.

Veo y escucho debates sobre si la señora holograma es un chiste, está loca, hay que encerrarla, produce lástima o es una mujer violenta que debe ser castigada. En paralelo, a una velocidad superior, las imágenes se reproducen como plagas, y la idea del holograma cobra sentido incluso ante la potencial clave delirante que lo inscribe, porque claro; el espectáculo de la ira está instalado, nadie mejor que un holograma para observar el acto con la neurona apagada.

Pero la neurona importa muy poco cuando el público pide más y entonces descollan las comparaciones.

La señora holograma es presentada como una versión empobrecida de Furia. No el entrañable personaje de la película animada en el que Furia es un hombrecito con cara de fuego, sino el de ese reality show que llevó a picos de audiencia las batallas campales de una mujer encerrada en una casa con otros tantos rabiando hasta el desconcierto.

Y es que si se traslada con tanta facilidad la belleza de una emoción a la miseria de lo humano, cómo no delinear de manera veloz y liviana el paralelo entre la protagonista guerrera de una ficción con pretensiones de realidad y la señora que ve hologramas, o dice verlos, o, sencillamente, trata como tales a quienes la molestan porque al fin y al cabo, si sos un holograma, no existís.

Sin embargo, en la matriz del asunto, ocurren otras cosas, esas que no parecen generar tanto interés y que cuando son nombradas se olvidan rápido. Pensemos en los protocolos diseñados en los últimos meses para asistir a personas en situación de vulnerabilidad habitacional con el agregado de un padecimiento en salud mental. Guías para habilitar la internación compulsiva, para decirlo mejor.

La ciudad de Buenos Aires desarrolló el suyo ubicando el ojo en los obstáculos que impone la actual legislación en salud mental para internar a personas con padecimiento psíquico. Impedimentos solo aparentes, porque la legislación actual, tanto federal como provincial, incluida la ciudad autónoma de Buenos Aires, no prohíbe la internación; la limita para evitar, precisamente, su utilización como recurso de limpieza social.

La ciudad es un paisaje biodiverso, pero cuando lo diverso molesta el prefijo se torna hostil y es mejor eliminarlo. La operación es prolija, mediante la narrativa del cuidado y la siempre filantrópica sentencia de “hacer el bien”, calle se convierte en una palabra opaca y ubicua. Todo depende de quien la porte.

Si, para el caso, la porta una mujer con aspecto desprolijo, voz ronca, gesto iracundo y gruñón, la calle se transforma en un peligro y el sustantivo holograma huele a una alucinación.

Leí hace poco que en Uruguay también se aprobó una reglamentación similar. Me pregunto en cuántos lugares más y cuántos serán los escuadrones de la salud que saldrán a recorrer el paisaje urbano para rescatar a los dementes callejeros y aliviar la pesada carga del ciudadano racional.

Pero no únicamente esto. No nada más la calle y la hipotética locura con su vil impronta peligrosa; también está lo otro.

Si la señora holograma (bautismo mediático) efectivamente pensara que algunas personas somos hologramas ¿en dónde está el error? ¿por qué delirio?

¿No somos hologramas durante cada minuto insoportable de nuestra vida social? ¿No lo somos cuando apreciamos inconmovibles al que se cubre del frío con diarios y cartón? ¿Y que somos cuando paseamos por el carnaval televisivo que ridiculiza lo extraño, lo criminaliza al rato, y proclama lástima diez segundos después?

Al festival de la ira lo llevamos adentro. Cuando irrumpe algún motivo, incluso mínimo, que permite ubicarlo en otro lado, la mirada atónita inaugura un club de fans, cualquier lectura crítica de la situación deberá soportar el mote de mala onda.

Estrategias para quedar a resguardo. Maneras que adopta un holograma para subsistir.