En el siglo XIX el doctor Ulysse Trélat relata una experiencia acontecida en un Hospital Psiquiátrico. El señor O, su paciente, al momento de la fecha, había invertido todos sus ahorros en su oficio de inventor. Según manifiesta en el Hospital, creía haber inventado el principio de un motor que prescinde de la corriente de agua y funciona, en cambio, a base de agua estancada. Para ser más específicos, cada cultura posee sus grandes problemas y sueña con resolverlos de alguna o de otra manera. Si antes los alquimistas buscaban, a través de procesos fisicoquímicos algo rudimentarios, obtener oro a partir de metales menos nobles, en la época del señor O la meta era inventar “un motor de movimiento perpetuo”, es decir, que no necesitara energía para su funcionamiento.

Como podría anticiparse, los psiquiatras objetaron su novedosa invención, calificándola de delirio sin más. Ante lo cual el señor O responde oportunamente: “Permítame decirle, señor doctor, que reconozco su perfecta competencia en medicina, pero que me es imposible concederle la misma infalibilidad en mecánica”. En una suerte de batalla argumentativa entre la locura y la razón, Trélat decide pedirle auxilio a una personalidad de la época cuya legitimidad no podría ser puesta en duda ni por el más insensato de los hombres. Así entra en escena François Arago, un destacado matemático, físico y astrónomo francés, una verdadera eminencia de su tiempo: “Conocíamos y estimábamos al señor Arago. Fuimos a visitarlo al Observatorio y le preguntamos si nos podría ayudar a curar a nuestro enfermo”.

Acto siguiente se produce el encuentro entre ambas figuras. Una vez que el señor O terminó la exposición de reciente invento, Arago impuso su autoridad con una sentencia categórica: “No hay movimiento sin motor señor. Es necesaria la mano del hombre, impulsada por la vida que procede de Dios. No conseguirá nunca hacer girar una rueda con agua estancada”. Finalmente, luego del enojo y el llanto, el señor O recupera la palabra en el hospicio para decir: “Es igual, el señor Arago se ha equivocado. No necesito su motor. Mi rueda, la mía, gira sola. Se mueve en agua estancada”. He aquí una anécdota histórica de la cual se extrae al menos una paradoja. Aunque Arago personifica y encarna las luces de la razón no puede evitar las referencias a sus propias creencias religiosas. Así, en última instancia, el motor del señor O funciona con agua estancada y el motor de Arago funciona gracias a una deidad.

En ocasiones, cuando se busca denostar a un adversario, es una práctica común calificarlo de delirante. Sin embargo, sea de un modo u otro, todos y cada uno hablamos de lo que no existe. Es sencillo percatarse que las creencias, por simbólicas que sean, tienen efectos muy reales y también necesarios a la hora de dar sentido a la existencia. Ahora bien, en función de la cultura que se habite, hablar de lo que no existe podrá tolerarse un poco mejor o peor según el tópico en cuestión. En el caso del señor O, dadas las características del tratamiento de la locura en Occidente, fue forzado a rectificar su punto de vista sobre los motores de movimiento perpetuo. Desde siempre se espera demasiado de la llamada “conciencia de enfermedad”. Hasta donde sabemos, resistió los embates.

En lo que atañe al recorrido de un tratamiento psicoanalítico, el despliegue de la palabra es lo que permite aislar y nombrar las fantasías inconscientes en las cuales cada uno sostiene su mundo, sea para bien o mal. Por ello el psicoanalista Jacques-Alain Miller llegó a decir en una conferencia: “Ante el loco, ante el delirante, no olvides que eres, o que fuiste, analizante (paciente), y que también tú hablabas (o hablas) de lo que no existe”.

 

*Psicoanalista. Fragmento de Rinoceronte, texto incluido en el libro Locuras silenciosas. Ensayo sobre la chifladura de todos los días. Letra viva ediciones. Del autor de la nota.