Hombre muerto (Argentina/2024)

Dirección y guion: Andrés Tambornino y Alejandro Gruz

Duración: 107 minutos

Intérpretes: Osvaldo Laport, Diego Velázquez, Daniel Valenzuela, Roly Serrano, Sebastián Francini y Oliver Kolker.

Estreno en salas

La toma panorámica muestra un paisaje montañoso y árido, pura estepa teñida por las primeras luces del amanecer. Siguiendo la idea visual de ir de lo general a lo particular para situar al espectador en el contexto geográfico, la cámara “baja” al ras de la tierra y detiene su movimiento horizontal en un rancho hecho de troncos, barro y chapa donde un hombre mira a su mujer embarazada durmiendo. Los modos, el estilo y la iconografía de esta secuencia introductoria –virtuosa y de notable factura técnica, como el resto de la película– son indisociables del western: allí están el carácter ínfimo del ser humano al lado de la inmensidad de la naturaleza, la lejanía de lo urbano, el aislamiento hecho norma y un hombre curtido y barbado con indudable pinta de forajido y cuyo silencio parece decir mucho más que mil palabras, entre otros elementos propios del género de las espuelas.

De esa tradición tan cara al cine estadounidense –y, por qué no, al de todo el mundo– se nutre buena parte del ideario de los directores y guionistas Andrés Tambornino (uno de los responsables de El descanso, de 2002, que vuelve a la silla plegable luego de años de dedicación exclusiva a la edición) y Alejandro Gruz en Hombre muerto. Pero no es un western como los clásicos, esos que transitaban la mitificación civilizatoria enfrentando al héroe de turno con la “barbarie” del lejano oeste, sino uno que transcurre en un pequeño pueblo del noroeste de la Argentina –el rodaje fue en la provincia de La Rioja– en la década de 1980 y sigue a un hombre que, se verá, de heroico tiene poco y nada.

Porque lo de Almeida (Osvaldo Laport) no es venganza ni una cruzada por la hegemonía cultural, sino la haraganería y la errancia. Ellas lo llevaron hace tres años a ese paraje que vive en derredor de una mina que dejará de explotarse porque el ingeniero que la compró (Diego Velázquez) encontró un destino más rentable para su dinero. El inminente cierre altera la dinámica de un pueblo donde se imponen las voces del comisario (Sebastián Francini), el dueño del bar (y también suegro de Almeida, a cargo de Daniel Valenzuela) y el párroco (Roly Serrano). Mismo pueblo al que llega un hombre que quiere contratar a alguien para que mate al Ingeniero, una propuesta laboral habitual en el western. El elegido para realizar el “trabajo” es, claro, Almeida.

Estrenada en el marco de la Competencia Argentina del último Bafici, Hombre muerto desandará a partir de all, un camino distinto al que parecía predestinada. No es que Gruz y Tambornino desconozcan al western ni que renieguen de él. Al contrario: es visible que han visto cientos de ellos y asimilado sus códigos a la perfección. Sucede que el vuelco hacia lo cómico y farsesco a raíz de un viaje conjunto de Almeida y el Ingeniero en el que descubrirán que son mucho más parecidos que lo que suponían lleva la película a una suerte de costumbrismo rural, confabulando contra el trasfondo dramático de una historia cuyo tono hasta entonces era seco y distanciado.

Más allá de esa excursión hacia los terrenos del “pueblo chico, infierno grande” y los consecuentes ruidos por el choque tonal, Hombre muerto sostiene su interés principalmente por la notable performance de su dupla protagónica. Laport está perfecto como ese hombre que rehúye al trabajo con la misma velocidad que un gato a un baldazo de agua (“No puede ser que te deprimas cada vez que tenés que trabajar”, le dice su novia, harta de no tener ni para el azúcar del mate hace días). Rehúye también a la ducha, porque da la sensación que su último baño fue en tiempos del Virreinato. Que Velázquez esté impecable no es novedoso. Sí lo es una impronta mucho más extrovertida y afectada en alguien habituado a transitar personajes que camuflan con un rostro de piedra la tensión de sus pliegues internos.