Una serie de investigaciones sobre conflictividad y violencias en las instituciones educativas realizadas hasta el año 2015 por el Observatorio Argentino de Violencias en Escuelas identificaba como problema a las "microviolencias" e “incivilidades”, en tanto formas tenues de manifestación. Luego de una década, y sin contar con herramientas centralizadas de investigación por parte del Estado, diversos agentes escolares perciben que las escenas revisten mayor gravedad.

En el caso que me ocupa, en el marco de proyectos de investigación UBACyT, se observa dicha tendencia: las situaciones identificadas por docentes y otros agentes escolares en el AMBA rebasan ampliamente los problemas de convivencia. A modo de ejemplo, relatan situaciones de desborde y violencia por parte de niños/as que irrumpen en el aula, escenas de hostigamiento severo entre pares por motivos de género, nacionalidad y discapacidad, discriminación institucional contra estudiantes transgénero, entre otras situaciones que se entraman con escenarios de vulneración de derechos. Si bien ya desde el año 2008 Silvia Bleichmar advertía que las nuevas formas de violencia no respondían a las “formas infantiles” comúnmente conocidas en las escuelas, la problemática se ha agravado luego de la pandemia covid 2019.

Por un lado, existen conductas “en serie” con manifestaciones públicas de carácter reiterado, discursos violentos que construyen imágenes y representaciones a partir de las cuales las personas interactúan, tal como ocurre, por ejemplo, con los discursos de odio. Pero en muchos casos, la correlación entre la violencia social y la conflictividad escolar no es directa, ni da cuenta de una copia o reproducción. Las escuelas suelen tener procesos propios, en el marco de un sistema de saber-poder que tensiona las lógicas de relación social “extra-escolares” creando otras imposiciones, muchas de las cuales serían objeto de otros artículos. Por lo demás, es innegable que las situaciones de alta precariedad laboral y desprotección social, junto a las dificultades de las personas adultas para acompañar procesos de escolarización de niños, niñas y adolescentes, crean un escenario de ruptura de lazos de referencia y contención, que a su vez debilita los mecanismos de autorregulación de los sujetos. Las instituciones escolares parecen quedar sometidas a una contradicción para la que no estaban preparadas: intentar incluir a aquellos grupos sociales a los cuales las políticas en otras áreas están excluyendo.

En ese marco, es posible identificar una tensión entre la incapacidad de la clase dominante para darle sentido a los procesos educativos en la actualidad y la dificultad de los sectores oprimidos de resignificar la relación escolar como instrumento de transformación. En tal estado de cosas, las violencias aparecen como emergentes de contradicciones que no encuentran una resolución en el marco de la relación escolar.

Las situaciones de violencia no son posibles de tipificar, dado su carácter heterogéneo y plural. Su delimitación es siempre objeto de debates. Sin embargo, existen algunas “figuras” o escenas con características compartidas y distinguibles. En algunos casos la violencia constituye una suerte de mandato, un “deber ser” para “hacerse respetar” en y entre los grupos. En ello, aparece como respuesta ante el vacío identitario que implica la pérdida de proyectos vitales y lazos sociales. En otros, la violencia se presenta como descarga de una afectación que no logra articularse con ninguna significación posible. Un ejemplo lo brindó una docente de La Plata: un grupo de adolescentes vandalizó los juegos de un jardín de infantes. Cuando las autoridades escolares los reunieron para sancionar los hechos y pensar las acciones reparatorias, ellos no pudieron verbalizar ningún motivo sobre su conducta, y no por resistencia, sino por no tenerlos. No se excusaron ni se defendieron, ni siquiera pudieron nombrar lo que pensaron o sintieron. Se limitaron a decir que “no sabían” por qué lo hicieron. En casos así, pareciera tratarse de una agresividad que no busca restituir nada, que no dispone de un “drama” para manifestarse, revelando quizá, limitaciones simbólicas impuestas por el modo de subjetivación dominante.

La complejidad de estas manifestaciones amerita desarticular los discursos que ofrecen soluciones inmediatas, normalmente pensados desde una lógica inmunitaria (Espósito 2005), defensiva, basada en la prevención y el control o bien, en el castigo y la punición como respuesta automática. Lógica en la que suele primar la idea de “puesta de límites” ante sujetos que ya se encuentran lo suficientemente limitados.

Desde hace tiempo que la agenda educativa enfrenta proyectos punitivistas. Pero la actual coyuntura amerita prestar atención en la revitalización de los discursos de la inseguridad en la escuela (Sibilia, 2012), que se reflejan en demandas de cámaras de vigilancia (que en el mejor de los casos permiten actuar post-facto), inspecciones de mochilas en el ingreso, uso de molinetes y detectores de metales, entre otros dispositivos que, en primera instancia, atentan contra el vínculo pedagógico. Según Espósito (2005) el principal problema de la lógica inmunitaria es su carácter iatrogénico, su potencialidad de acrecentar la violencia, en tanto socava la posibilidad de hacer lazo social.

Ejemplos de esa lógica son la judicialización y criminalización del “acoso escolar”, que no es un delito sino una violencia vincular entre estudiantes (Campelo, 2014); la patologización y medicalización de la infancia (Untoiglich, 2013) y la “justicia exprés” en su búsqueda de soluciones sin proceso (Brawer, Lerner 2018). En ellos, la incrustación de categorías del contexto penal o médico al contexto educativo es problemática. La escuela tiene el rol de participar pedagógicamente en el desarrollo subjetivo de niños, niñas y adolescentes. Y para éstos, no es lo mismo regular sus actos por miedo al castigo, que por la adquisición de un horizonte ético.

La escuela es lugar de filiación y reconocimiento, razón por la que muchas veces es también un escenario manifestaciones sintomáticas; porque todavía existe allí alguien para escucharlas. Convivir con otros/as es un objeto de aprendizaje que se produce a contramano del modo de subjetivación dominante y a través de acciones intencionadas, imposibles sin conflicto. La conflictividad es constitutiva de la relación social y, por ende, del desarrollo de una responsabilidad subjetiva y compartida. La responsabilidad es un logro cultural por parte de un sujeto y debe contar con los andamios suficientes para su desarrollo, lo que devela el carácter político de la acción educativa, que muchas veces, forja destinos.

Carolina Dome es Magister en Psicología Educacional Docente e investigadora UBA. Profesora en Institutos de Formación Docente.

Referencias:

* Brawer, M. y Lerner, M. (2018). Qué hace la escuela ante el reclamo de las pibas. Revista Anfibia. S/N fecha 16 de agosto de 2018. Recuperado de: http://revistaanfibia.com/ensayo/escuela-ante-el-reclamo-de-las-pibas/

* Campelo, A (2014): Bullying y criminalización de la infancia. Como intervenir desde un enfoque de derechos. Buenos Aires. Noveduc.

* Espósito, R (2005): Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires. Amorrortu.

* Sibilia, P (2012): ¿Redes o Paredes? La escuela en tiempos de dispersión. Buenos Aires: Tinta Fresca.

* Untoiglich, G. y cols (2013) En la infancia los diagnósticos se escriben con lápiz. La patologización de las diferencias en clínica y educación. Colección Conjunciones. Ediciones Noveduc.