En la Argentina, como en la mayoría de los países del mundo, el modelo abstencionista-prohibicionista es el que prevalece cuando se abordan los consumos problemáticos, una perspectiva que se centra en la prohibición de las sustancias, la lucha contra el narcotráfico y la penalización de la tenencia.

En marzo de este año, en el marco de la 67º reunión de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas, Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, destacó que las personas que consumen drogas se enfrentan con numerosas barreras para acceder a la atención médica que necesitan. Una situación que empeora por el estigma, la discriminación y las políticas punitivas que priorizan las sanciones penales por encima de las necesidades de salud pública.

En otras palabras: cuando el campo de la salud se subordina a una perspectiva jurídico-penal, es decir, cuando no se concibe a la abstinencia como parte de una estrategia sanitaria más amplia, se va en contra del derecho a la salud de los usuarios. Esto se debe al “fracaso” de aquello que se impone como condición del acceso a la atención: dejar de consumir.

En los equipos de salud, el efecto de esta perspectiva jurídica los convierte en un brazo ejecutor de las directivas prohibicionistas y estigmatizantes: no hay diferencia entre la policía, el equipo y la familia. Como consecuencia, los pacientes están condenados a la cárcel, al manicomio, a las comunidades terapéuticas sin profesionales o, más grave aún, al cementerio. En la última década, al menos 15 personas murieron en comunidades terapéuticas truchas, que carecían de control estatal y en las que el maltrato a los pacientes era habitual. Esos destinos de sufrimiento y muerte no son producto del consumo en sí, sino del estigma, la prohibición y la coerción en el tratamiento. Muchos profesionales no atienden pacientes con consumo problemático por miedo a tener problemas legales o a ser denunciados. Los hospitales, tanto públicos como privados, también los rechazan. Con este enfoque, los equipos tratantes están destinados al fracaso terapéutico.

Frente a este panorama, creemos que es imprescindible emanciparse de las lógicas punitivas. Eso solo puede lograrse si se efectúa un desplazamiento en la comprensión del problema: desde una perspectiva jurídico-penal hacia una propia del campo de la salud, que habilite repensar las prácticas y saberes que orientan la terapéutica.

A diferencia del modelo prohibicionista, la estrategia de reducción de daños tiene una mirada centrada en la producción de cuidados. Se propone aumentar la accesibilidad de los usuarios consumidores al sistema sociosanitario y asistirlos con un umbral mínimo de exigencia, sin imponerles la abstinencia como condición obligatoria. Este modelo no es una alternativa a la abstinencia ni se opone a ella. Por el contrario, permite reubicar su búsqueda como parte de una perspectiva sanitaria integral que contemple la singularidad de cada usuario, su contexto, su red, sus posibilidades y su relación con la sustancias. Consideramos que esto resulta central al momento de lograr la adherencia a un tratamiento.

A partir de nuestra experiencia en diversas instituciones públicas y privadas, y en dispositivos ambulatorios y de internación, proponemos este “Manifiesto ético para un abordaje posible de los consumos problemáticos”:

1. El problema no es la sustancia. La sustancia es la respuesta fallida al malestar que conlleva al consumo. Dado que el malestar no se puede acabar rápidamente, cambia la idea de fin y sentido del tratamiento: ya no se trata de evitar la sustancia, sino de acompañar al usuario en su malestar.

2. No militamos por la abstinencia. Promovemos que los terapeutas, la familia y la sociedad se abstengan de sus aspiraciones coercitivas, punitivas y normalizadoras. No se apunta a la abstinencia inmediata, sino a la adherencia de los pacientes al programa terapéutico, a través del establecimiento de un vínculo de confianza con el paciente y con la red.

3. Comunicación clara, honesta y responsable con la familia y/o red del paciente. Entendemos por familia a grupos de afectos compartidos, incluso para confrontar o disentir. Si la demanda inicial de la familia es que el paciente deje de consumir, si la demanda busca culpables, entonces no hay tratamiento posible. La comunicación permanente y transparente entre todos los actores involucrados es esencial para poder acompañar al paciente de la mejor manera.

4. Si el paciente tiene familia, esta tiene que estar igualmente implicada en el tratamiento. No pensamos la problemática en términos de responsabilidad subjetiva ni del paciente ni de la familia. La evidencia demuestra beneficios al involucrar la red cercana del paciente en el tratamiento, principalmente cuando las intervenciones apuntan a organizar y equilibrar su estilo de vida.

5. El centro no es solo el paciente. El centro es la familia, el paciente y el equipo. No hay un centro hegemónico de un marco teórico, actor o saber disciplinar sino que, por el contrario, hay un eje ético: la hospitalidad y el buen trato.

6. Es un dispositivo posible dentro de una red de dispositivos. No existe un único tratamiento ni una única verdad en el abordaje de los consumos problemáticos: cada paciente debe encontrar el que mejor se ajuste a su momento y necesidades.

7. Se trata de acompañar y aliviar siempre, aunque todo salga mal. Uno de los grandes desafíos para los equipos es acompañar a los pacientes en aquellas decisiones en las que no estamos de acuerdo. El miedo de muchos profesionales a que las cosas no salgan como lo esperan obstaculiza su accesibilidad al sistema de salud.

8. Hay condiciones para el tratamiento. Se plantea un encuadre que vuelva posible un tratamiento, pero lo suficientemente flexible para alojar la complejidad de las situaciones clínicas que se presentan, sin ser expulsivos. Hay que estar dispuestos a profanar los dispositivos.

9. Ampliar la idea de “normalidad”. Es preciso ampliar la idea de normalidad para que la diversidad, la singularidad y particularidad de las situaciones clínicas pueda ser alojada en los dispositivos de tratamiento.

10. Exigirle al más débil es romperlo, expulsarlo. Se busca generar dispositivos de bajo umbral de exigencia para los usuarios y de alta disponibilidad por parte del equipo tratante. Se mantiene un diálogo frecuente y regular tanto con el paciente como con su red, evitando el desgaste de los profesionales y preservando los límites de autocuidado a partir del trabajo interdisciplinario y horizontal.

11. Vamos a fracasar juntos. En el modelo abstencionista, las recaídas son vistas como fracasos. En cambio, proponemos que el principio terapéutico que estructure la experiencia clínica sea la cura a partir del acompañamiento. Se trata de recibir al paciente y a su familia no de forma incondicional, pero sí de manera perseverante y continua. Lejos de rechazar la noción de fracaso, la hacemos propia y nos proponemos “seguir fracasando” como un modo explícito de rechazar los términos en que históricamente se ha concebido el éxito mensurable en el tratamiento de las adicciones. La cura no existe como un absoluto.

12. No tenemos todas las respuestas ni las soluciones: las seguimos pensando.