¡Oh God!, Icould be bounded in a nutshell,

and count myself a King of infinite space.

Hamlet, II,2

Miró a sus discípulos rectamente, con pasividad, como si los ojos estuvieran cubiertos de agua estancada. Y aseguró: "Se cuentan historias para que algo pase y luego, pasan. Todos los relatos devoran la realidad y persisten en el mundo". Después largó una risa dando el efecto de alguien sin pulmones, una corta carcajada crujiente. El viejo de pelo cano, de ropas raídas y barbas largas tenía un modo de hablar muy similar al de cuando mostraba las palmas de las manos. Las palabras parecían aflojarse suaves de los finos labios lentos por el vino.

El joven que lo oía con atención vibrante hacía poco que había llegado a la ciudad de Milán en busca del maestro Leonardo y por fin lo conocía. Había leído limitadas cosas sobre él y muchas las había escuchado. Sus inventos lo impresionaban tanto como sus escritos y mucho más que sus pinturas. Una vez en su pueblo un hombre viejo, de barbas blancas, vestido con harapos, que montaba una famélica burra, le aseguró, luego de beber unos vinos en la caverna, que el mismo polímita había confesado reiteradas veces el disgusto enorme que le provocaba pintar. Los cuadros que realizaba eran por encargo y eso lo enfadaba más, porque como todo cristiano necesitaba el dinero y se obligaba a hacerlo. El muchacho se llamaba Lucrecio y fue quien preguntó durante un breve silencio de los comensales, cuál era el motivo de un hombre para escribir historias inventadas. Luego el maestro se levantó y se disculpó diciendo que se iría a descansar.

Lucrecio dedicó la mayor parte de la noche a la escritura manteniendo los labios apretados por la concentración. Los bollos de papel se iban acrecentando sobre el desclavijado escritorio. El muchacho quiso ser escritor desde que había aprendido a leer. Estaba seguro de que habituar a un creador de múltiples sapiencias le daría el conocimiento suficiente y herramientas claras para su arte.

Lo despertó el bullicio asfixiante que entraba por la ventana. Se asomó y contempló el cielo con una textura floral rompiéndose limpia y lentamente a los brillos solares. Los ciudadanos ocupaban la calle, cada cual rebuscándose la vida. Lucrecio se cambió de ropas y salió en busca del maestro.

Lo encontró no muy lejos de la capilla en la que habían comido y bebido el día anterior. Leonardo ofrecía a un discípulo tres bolas de hierbas en cuencos diferentes. El adepto metió una de ellas en la boca y al poco tiempo de masticarla la escupió. El maestro ordenó que comiese la asada y el otro quejándose de lo horrible que sabía también la esputó. El viejo tomó la que restaba y con fuerza y estiró una cara colapsada y gritando insultos la empujó dentro de los labios cerrados del obstinado que terminó vomitando en las ropas del sabio. Mantuvo los agravios tenazmente con la vista hacia el cielo y luego se alejó con pasos apurados.

Lucrecio lo siguió hasta una posada. El viejo se acomodó en un asiento, sacó unas hojas y después de ordenar vino, comenzó a escribir con una concentración férrea que daba el efecto de chocar con el bullicio del lugar. Al mutismo de Leonardo cuando realizó el primer amague en sentarse, lo interpretó como permiso y se instaló junto a él.

El hombre parecía estar en trance, en otra parte; los gestos se unían a los materiales de los ensueños.

── ¿Qué escribe, maestro? ─preguntó el muchacho venciendo restos de timidez que delataba su cuerpo.

Leonardo lo examinó como si lo estuviera provocando, entonces Lucrecio pidió disculpas por haberlo seguido e informó que eran buenas sus intenciones, solo quería charlar del arte de las escrituras. La piel rosada del viejo parecía encenderse más; bajó la vista y dijo algo que el muchacho no entendió.

─Anotaciones sobre la nueva gastronomía, dietas que salvarán a miles y reformularán los hábitos en la mesa ─explicó Leonardo sin repetir las palabras anteriores. Y vio entre los débiles rayos solares polvorientos que atravesaban el salón la cara contrariada, deshechizada del muchacho. Bebió de un sorbo el resto de vino y ordenó a Lucrecio que lo acompañara.

Llegaron al taller del maestro. El joven con ojos extrañados como si algo le quemara una parte del cuerpo contempló: estrafalarios objetos hechos de madera y hierro, bocetos de artefactos voladores, maquinarias y herramientas a medio armar, pinturas y una extensa biblioteca a la cual se acercó. El maestro pidió que sirviera dos vasos de vino y señaló una jarra. Ambos bebieron en pocos sorbos el líquido y con un ademán el viejo reclamó más. Después empezó a hacerse paso entre láminas, maderas, pinceles secos, ropas ruinosas, levantando algo de polvareda. El muchacho lo miró hacer sin manera, con paciencia y con más alcohol en el vaso.

─Te vi llegar antes de que entraras a la ciudad ─dijo Leonardo mientras revolvía entre más cosas polvorientas.

─Perdón maestro, no lo entendí ─señaló Lucrecio luego de vaciar su vaso.

Leonardo levantó un baúl y miró a su acompañante evidenciando cierta excitación recóndita. Dispuso la pesada carga sobre la mesa y buscó más vino.

─En el interior del cofre están todas las historias, muchacho. Todas las mentes, todos los seres, todas las cosas, el universo. El carácter puro del relato, eso es lo que viniste a buscar y lo observé en el mejor de los inventos que está ahí adentro ─reveló con la voz como enfundada y las pupilas encendidas.

Lucrecio lo estudió por unos segundos con serenidad. Era fácil determinar que el otro estaba borracho, algo alucinado y exageraba en lo que decía. Calculó que habría un libro escrito por el maestro todavía no revelado y él sería el primero en contemplarlo.

─Ahí adentro está su libro, su última obra maestra ─se aventuró a exponer el muchacho.

Leonardo, luego de beber el vino de su vaso, con gestos de reto, de desafío juguetón entre padre e hijo, lo invitó a que abriera el baúl. Al hacerlo crujieron los herrajes. Sacó una esfera tornasolada y entre sus manos quietas la iluminación se duplicó hasta que comenzó a ver movimientos vertiginosos: en el vórtice del centro se configuraban constelaciones, observaba todos los puntos del universo; también, pasados móviles, muchedumbres, noches contraídas, tardes, cielos anchos, finos, desfondados, envueltos en llamas; después los mares, la tierra, más historias, una pupila gigante como espiándolo desde una cerradura que se alejaba de a poco y se convertía en un hombre viejo con bastón luciendo una especie de cuerda de tela ajustada al cuello que vestía una sola ropa entera, con el mentón ligeramente levantado, los párpados cansados, la vista como perdida en la oscuridad; lo juzgó ciego, lo escuchó hablar, contar. Lucrecio experimentó el futuro.

─ ¡Qué clase de encantamiento es esta esfera! ─bramó ondulando la voz.

El viejo con una sonrisa algo ladeada, mostrando las encías deshechas, aseveró que no era ninguna brujería, sino el invento puro.

─Toda imaginación está absorbida en esa esfera y nos delata los relatos del futuro- dijo, para luego agregar: ─En ella pude observar tu llegada y también sé que en poco tiempo nos atacarán ─bebió más vino y aclaró: ─Las tropas francesas se están organizando para invadir la ciudad. Es posible que el asedio dure tanto que nos quedemos sin provisiones, sin alimentos, y debamos acudir a nuevas dietas.

Lucrecio sintió como un burbujeo que llegaba de la parte de atrás de la cabeza con efecto soporífero, quiso formular preguntas, entender de una vez todo lo que estaba sucediendo, mostrar aplomo y seguridad, pero solo atinó a contener los leves sacudones de ardor etílico y excitación. Soltó el vaso y se tomó de uno de los bordes de la mesa. Vio mover los labios del maestro sin que le llegara voz alguna. Él también, algo sofocado, intentó hablar y no se escuchó. Miró de lleno la cara de Leonardo que iba perdiendo los rasgos, y súbitamente la realidad que lo rodeaba.

Se despertó en su habitación. Se sintió hundido en la cama, sofocado por las sábanas y frazadas. Los rayos solares, que se filtraban por la angosta ventana, daban el efecto de flotar como vahos coloreados. Le costó levantarse sin que el dolor en las sienes se intensificara. No dudó ni un segundo en salir y buscar al maestro y preguntarle qué había pasado, cómo había llegado hasta el cuarto.

En el trayecto cruzó al discípulo que había probado y vomitado las bolas de hierbas el día anterior. Lo detuvo y averiguó por el maestro; el otro respondió que durante las primeras horas de la mañana había abandonado la ciudad vociferando sobre un ataque inminente de las tropas francesas. Lucrecio consultó si sabía hacia dónde se dirigía.

─Venecia ─reveló con voz pesada y ruido de resignación en el fondo, el joven discípulo.

 

Lucrecio siguió andando y llegó al taller, sus pasos repercutieron en el lugar vacío. En un rincón vio un bulto oscuro. Muy rápido en él se puso a trabajar la incertidumbre. Se acercó a la montaña de ropas y la deshizo como alguien que se aferra a la existencia.