No son muchas las representaciones del mito de Casandra en la ópera. Está el drama lírico que el italiano Vittorio Gnecchi compuso en los albores del siglo XX sobre un libreto de Luigi Illica. El diálogo que en 1987 terminó de componer Iannis Xenakis para barítono con falsete y percusión, basado en el Agamenón de Esquilo. La alegoría ambientalista de Bernard Foccroulle que el año pasado se estrenó en el teatro La Monnaie de Bruselas. Y no mucho más. Tal vez porque los contornos vaporosos de un personaje como la hija de los reyes de Troya, erráticos entre la sensualidad, la tragedia y la maldición, sean más propicios para concertar un elogio de la desventura que para trazar la parábola heroica, cuando no moralizante, a la que toda ópera de alguna manera aspira.

A la hermosa perdedora de Troya y a la vigencia de su destino se ciñe Kassandra, el monodrama protagonizado por una estremecedora María Castillo de Lima, soprano trans, que tuvo su estreno mundial el jueves pasado en el Centro de Experimentación del Teatro Colón. Con música de Pablo Ortiz sobre un libreto extraído de una pieza teatral de Sergio Blanco, Kassandra es el producto de la coproducción del mismo CETC con el Alternative Stage de la Ópera Nacional de Grecia. La puesta en escena es de Diana Theocharidis –directora del CETC– y del griego Alexandros Efklidis, la escenografía e iluminación de Gonzalo Córdova y el vestuario de Luciana Gutman. La dirección musical está a cargo de Eduviges Picone, al frente de un quinteto integrado por Lautaro Abrego en clarinete, Luis Alberto Mariño Fernández en violín, Alejandro Becerra en violoncello, Oscar Albrieu Roca en percusión y Héctor Valentín Basaldúa como asistente de electrónica.

Casandra aparece como la sacerdotisa favorita de Apolo, quien después de darle el don de la profecía, al no poder poseerla le escupió la boca, en venganza, para que de allí en más nadie crea en las palabras que de ahí salgan. De la tragedia contada por los griegos, en la Kassandra del CETC madura la condición de extranjera, marginada. La migrante en la tierra y en el cuerpo.

La puesta coloca la acción en un bar de madrugada –la indicación de tiempo podría estar en la música morosa, de notas largas y oscuras en el inicio, y en la escasez de parroquianos–. Entre las mesas vacías, sobre las baldosas en damero, Casandra juega. Evoca y desea. Es el inicio de un soliloquio torrencial y cautivante. Sin futuro que la escuche, la profetisa sin auditorio adivina el pasado y su relato retumba como una demanda de afectos cambiantes que es solo devenir, transcurso puro, deriva constante extendida hacia el presente que tarda en llegar. No tiene más idioma que un inglés improbable, roto, la lengua franca del “no lugar” globalizado. “No soy hombre, no soy mujer, soy Kassandra", canta la protagonista en el comienzo y enseguida liga su historia a la de su personaje.

Castillo de Lima comenzó a cantar como tenor –en esa cuerda concursò en el Teatro Colón en 2010– y acompañó su cambio de género desarrollando el registro de soprano. Su voz de cantante transgénero, como el destino de Casandra, es también producto de una migración. Eso reverbera de distintas maneras en la obra. Al personaje y a su voz, la música de Ortiz le construye una catedral de sensaciones. En el ir y venir temporal del relato, entre el mito y la actualidad, el compositor logra una síntesis dramática extraordinaria. Desde un prodigioso manejo de los instrumentos –clarinete, violín, violoncello, percusión y un empleo sutil de la electrónica con rasgos humanos– construye sutilezas dramáticas para secundar cada gesto vocal de Casandra, entre solemnidades barrocas, arrebatos vanguardistas y otros expedientes expresivos de la historia, capaces incluso de llegar hasta la alharaca rítmica del rap, por ejemplo.

La presencia escénica de Castillo de Lima es siempre inquietante y pone en juego una potencia histriónica que interpela al espectador continuamente. Solita en la escena, sostuvo una hora de música casi sin fracturas, dominó su voz maravillosamente impura para terminar con una emisión suave, tersa, de gran calidad sonora. Acaso la de una mujer de alguna manera reparada por haber podido decir lo que vino a decir. Hablar de guerras y libertades. Las ajenas y las propias. La social, la sexual, la familiar, la identitaria. Ser capaz de consolarse conversando con los penes de distintos tamaños y sofisticada silicona que en un momento extendió sobre la mesa del bar desierto –un catastro de amores y calenturas–; agradecer al conejo Bugs Bunny –alegoría de la suerte y la reproducción– que sorpresivamente recaló hacia el final en la mesa del fondo. Cantar.

En una versión bien lograda, que con superior sentido de la ópera conjugó, música, escena, texto e interpretación, Kassandra dijo lo que tenía que decir, desafiando maldiciones míticas. Quien quiera oír, que oiga.