Alegría. Nick Cave dice que el sentimiento que se escucha en Wild God, su nuevo disco, esa energía que contagian las nuevas canciones, es alegría. Joy, que en traducción se parece más a la palabra dicha. Una salida a caminar bajo el cielo azul después de años lentos y graves, de una depresión suicida en las canciones de Skeleton Tree (2016), de tristeza etérea en Ghosteen (2019), del intento de sacudirse la melancolía en Carnage (2021). Años que también consolidaron un lazo insólito: el que Cave estableció con sus fans –y, a esta altura, con quien quiera escribirle– en The Red Hand Files, que empezó como una experiencia de mailing en plan “pregunten lo que quieran” y se transformó en la más inusual de las comunicaciones –porque no es una newsletter– donde responde sobre el duelo pero también sobre poesía, sus pinturas favoritas, sus posturas políticas, drogas, veganismo, PJ Harvey, Johnny Cash, la muerte del rock, la relación con los ídolos.

La pérdida rodea a Nick Cave como una corona negra. Dos de sus hijos murieron en los últimos años. Arthur, de 15 años, en 2015 y Jethro, de 31, en 2022. De Arthur habla mucho: de Jethro casi nada, su madre prefiere que guarde silencio, y él la respeta. Aunque su música se volvió cada vez más atrevida y extraña, al punto de alejar a algunos de sus siempre caprichosos fans, y aunque diversificó su imagen y trabajo fuera de los Bad Seeds con merchandising de calidad, bandas de sonido para películas junto a Warren Ellis e incluso muestras de sus cerámicas –Cave siempre quiso ser artista plástico–, sus The Red Hand Files, sus shows y sus conversaciones públicas no dejaron de crecer y le dieron popularidad. También, dice, esas charlas, ese tratar de no encerrarse e ir en busca del otro lo salvó de una devastación arrasadora. Siempre recuerda que, en Brighton, la ciudad donde vive con su esposa modelo y diseñadora Susie Bick, fue muy raro salir de la casa después de la muerte de Arthur, que se cayó desde uno de los acantilados de la playa en la ciudad balnearia inglesa. Una tarde, él fue a comprar a un almacén vegetariano que visitaba seguido y la chica que atendía no le dijo nada cuando lo vio entrar. Y Cave se enojó, irritable como estaba y como es normal durante un duelo. Se calló la boca pero pensó: “Mierda, ¿no sabés lo que me pasó?”. Y después, cuando le dio el vuelto, ella le tomó la mano y se la apretó con ternura mientras le pasaba los billetes y las monedas. Dar la mano. El apretón, la caricia, el gesto. Eso es The Red Hand Files para Cave: un gesto hecho de palabras. Por supuesto, como el mundo es de los haters, mucha gente dice “qué, ¿se convirtió en un gurú del duelo este viejo punk?”. A Nick Cave no le importan los haters. Le pasaron demasiadas cosas y tiene demasiado talento como para preocuparse por la gente pequeña. La que se amedrenta es Susie, su esposa, que hasta hace poco tenía mucha presencia online con su marca de ropa, The Vampire’s Wife, una exquisitez que acaba de cerrar para siempre por motivos de financiamiento: ella le pide una discreción que a él ni se le ocurre.

Usar la primera persona me conflictúa porque soy vieja escuela y porque creo que en periodismo el protagonista es el otro. Esta entrevista, sin embargo, no puede evadir el yo al menos al principio. No me importa si un artista me decepciona o me cae mal. Tom Waits me maltrató en una entrevista pública que le hicimos con Martín Pérez en Buenos Aires –a él lo maltrató de una forma más insidiosa porque Martín hacía más preguntas que yo y es varón–, pero lo perdoné de inmediato cuando se sentó a tocar al piano “You Can Never Hold Back Spring”. Se me pasó. Ahora lo escucho y lo veo en las películas y jamás lo relaciono con ese señor sarcástico y tonto. Hay muchos más ejemplos, claro. Pero no quería arriesgar que ese vapuleo me lo diera Nick Cave. Porque soy fan desde los 13 años, porque The Birthday Party fue mi banda favorita antes de escucharla gracias a una nota de Alfredo Rosso, porque me gustan todos y cada uno de sus discos, porque escucharlo es tener un hogar, porque siento una afinidad tan profunda que, aunque sé que el arte no es el artista, prefería evitar el encuentro entre ambos. Así que no quería entrevistarlo. Y de pronto, en mis días de duda, de manera providencial, Nick escribió en sus Red Hand Files, a las que estoy suscripta, una respuesta sobre encontrarse con los héroes. Nombró a Dylan, a Patti Smith, a Johnny Cash, a George Clinton, a Nina Simone. Destacó, sin embargo, un encuentro con Bryan Ferry, quien lo invitó a su casa, una hermosa residencia de campo en West Sussex. Por la mañana, se lo encontró en la pileta y Ferry le dijo: “Hace tres años que no escribo una canción”. ¿Por qué?, quiso saber Nick. “Porque no hay nada sobre lo que escribir”.

Luego Nick narra que ese encuentro siempre le sirve, que le da tristeza y disciplina, no le quita nada de su admiración por Ferry, al contrario. La humaniza. Ahora admira a una persona que estaba angustiada y aprecia mejor su propia capacidad de escritura.

Yo, la verdad, tenía miedo de que ejerciera su malhumor legendario y su mutismo selectivo. Mucha gente me insistía: “Eso es el pasado, ahora es un amor”. Pero una fan como yo vio cientos de entrevistas penosas, vio muchos Cave imposibles, de modo que no resultaba tan fácil convencerme. Al final me convenció Nick, con ese texto de The Red Hand Files que parecía una invitación.

Sin embargo, necesité decirle la verdad antes de empezar a hablar. “Soy tu fan desde hace casi cuarenta años, así que perdón si pregunto estupideces o me pongo nerviosa”, murmuré, en un zoom sin imagen.

Me contestó que estaba ok y, cuando le dije que hacía frío en Buenos Aires, me mandó a ponerme un saco.

En la grabación de Wild God (Foto: Megan Cullen)

UN DIOS SALVAJE

El nuevo disco de los Bad Seeds tiene, dice Nick Cave, batería y sección rítmica. Es un chiste pero es relevante: en los últimos dos la banda esta casi muteada, un poco como en el fundamental The Boatman’s Call (1997), pero por diferentes motivos. Ahora, en estas diez canciones –es un disco breve– los Bad Seeds tienen rienda suelta pero eso no quiere decir que estemos frente a una producción de los ‘90, cuando comandaba la banda Mick Harvey. Siguen los sintetizadores y el piano, el violín, los coros angélicos, esa sensación de improvisación llena de espacio y loops que se originó en la colaboración y luego doble comando con Warren Ellis, en esencia un músico silvestre y experimental, el líder de The Dirty Three, esa otra banda australiana arriesgada, atrevida y totalmente instrumental, un trío entre la errancia y la explosión. Ahora Ellis-Cave son el corazón de los Bad Seeds y Wild God es un disco de la dupla, pero también es un disco de la banda y está lleno de éxtasis, o lo que Cave llama alegría, que no suele ser una de las emociones centrales en Bad Seeds. Así como tampoco, hay que decirlo, es central la tristeza. Nick Cave siempre fue más sutil en su oscuridad y los Bad Seeds tienen canciones tristes, sí, pero tienden más a la desesperación, la paranoia –mucha–, el desenfreno, la ansiedad, la lascivia, la euforia, la derrota, la arrogancia, la agresión, la violencia: tanto en el ruido minimalista de sus primeros discos como en el gigantismo de Abbatoir Blues (2004). La música de los Bad Seeds es un arco iris negro de belleza y pensamientos temibles, de demonios detrás de las puertas, Elvis Presley en la tormenta, y pumas que merodean por colinas en llamas.

El título del disco es el de un personaje, un dios salvaje que está en varias canciones: Wild God ¿Cómo apareció?

–Fue la primera imagen que tuve cuando empecé a escribir. Todos mis discos empiezan con imágenes que insisten en aparecer hasta que entran en las canciones. Este personaje se movía de un tema al otro. Está en “Conversion” y en “Song Of The Lake”, está en “Long Dark Night”. La idea es la de un dios como personaje, o incluso como una persona, que busca a alguien que crea en él. Muchas veces se piensa que necesitamos algo en que creer, pero creo que lo que necesitamos es gente que crea en nosotros. La humanidad está muy desmoralizada y es muy difícil, con las cosas como están y cómo nos dicen que están en los medios y las redes, tener la sensación de nuestra propia valía. Lo mínimo que podemos pedir es alguien que crea en nosotros. Esta es una idea más grande, por supuesto, pero de alguna manera es de lo que se trata The Red Hand Files y mis conciertos. Como seres humanos somos de gran valor y gran potencial: tenemos que recordarlo y no desesperar. Este personaje es un dios humano que busca. Vuela y dice “¿dónde están todos, donde está mi gente?” También busca en su memoria porque es viejo: está encerrado en su memoria. Esto es la condición humana: estar encerrado en uno mismo, buscando a los demás.

La canción explota al final en un gospel desquiciado.

–Si, hace erupción. Como muchas de estas canciones, se mueve de un estado a otro estado de ser. No quiero ser pomposo: cuando hablo de conversiones, como lo hago en muchos temas, no hablo tanto de religión, sino de ese movimiento de transición.

En Carnage, el disco anterior, el leit motiv era el reino en el cielo. En Wild God es que ese espíritu vuelva a la tierra, a la carne. Creo que hay más sensualidad y quizá tenga que ver con ese regreso a lo orgánico, a la banda, a la distancia con los fantasmas.

–Puede ser. En Carnage además, el reino en el cielo se transforma en una especie de cliché religioso. “White Elephant” es una canción muy violenta, problemática para decirlo en términos modernos, que se vuelve una canción cristiana e irónica. Este disco tiene humor, pero no ironía. Y lo erótico aparece en seguida con “Song Of The Lake”, la primera canción, y el viejo dios que mira a una mujer bañarse en el lago.

Los Bad Seeds siempre tuvieron humor, a veces en discos enteros, como Dig!!! Lazarus Dig!!! (2008), por ejemplo. Tu novela La muerte de Bunny Munro (2009) es una sátira que tiene un fondo trágico.

–Siempre fue difícil hacerle llegar a la gente el elemento absurdo de mi música o la idea de que, a veces, puedo escribir comedia. Wild God es alegre. Cuando me dieron el disco, mezclado y masterizado, me encontré sonriendo un montón. Me sentí muy feliz escuchándolo. Salvo en momentos puntuales de mi carrera, cuando no había lugar para divertirse, creo que mi personaje y los Bad Seeds tienen un fuerte componente de juego. Solo que el componente lúgubre a veces gana.

O el religioso.

–También.

En religión, sin embargo, el amor romántico o el erotismo no suele ser la forma de amor que se encuentra en la más alta consideración. Y sin embargo, muchos artistas interesados en lo religioso, como vos, como Leonard Cohen o Bob Dylan, elevan la sensualidad a lo sagrado. Lo hiciste toda tu carrera y en este disco vuelve a tener una presencia central.

–Hay una tradición en la poesía religiosa relacionada con la metáfora sexual. San Juan de la Cruz, por ejemplo, va al encuentro con Dios como va hacia un amante en “la larga noche del alma”, que yo usé como inspiración en este disco para “Long Dark Night”, aunque el poema y la canción se traten de cosas distintas. San Juan dice que camina en la noche “guiado sólo por la luz de mi corazón”. Santa Teresa tiene versos eróticos con hermosas líneas: “Mis flores con sus pétalos/ acarician tu rostro/ y te dicen que es tuyo/ todo mi corazón/ De mi rosa en deshoje/ tú entiendes el lenguaje”. Hay una extrensa herencia muy interesante. Está eso pero, desde mi punto de vista, siempre es difícil desarmar en mis canciones qué es sagrado y qué es profano. Quizá porque siento que ambos son de la misma condición. “Long Dark Night” no es una relectura de San Juan, pero tiene momentos eróticos, como cuando él se peina su largo cabello, o me toca el cuerpo con las puntas... Son herramientas sensuales que robé para mi humilde canción.

Contaste que te llevaste de vacaciones El reino, de Emmanuelle Carrere. ¿Lo leíste? ¿Te gustó?

–¡Lo leí! Y aprendí mucho. Hubo aspectos que no me gustaron, cierto elemento disruptivo en la narrativa que me sacaba de tema, incluso me irritaba, pero lo disfruté.

Dijiste alguna vez que te volviste menos narrativo en las canciones. En el documental One More Time with Feeling explicabas que la narrativa te resultaba predecible y lógica. Que las historias ayudaban a sostener todo, y ya no creías en ellas, porque la vida no tenía estructura. Y que tus canciones, ahora, eran fracturadas y con una lógica errática que es mucho más real, o, decías, “cercana a cómo me siento respecto de las cosas”. Esa película se estrenó en 2016. ¿Seguís pensando lo mismo?

–No tanto. Uno escribe lo que necesita y de la forma que lo necesita. Cuando escribía las historias de Murder Ballads, por ejemplo, mi vida era un puto desastre. Era el caos. Y entonces esas historias que contaba y que escribía, que empiezan en un lugar, tienen un arco dramático y finalizan en otro lugar, las hacía para tener orden en mi vida, de alguna manera. Pero cuando Arthur murió la narración de mi vida se destruyó. Me sentía tonto al sentarme a escribir historias. Por otro lado, más allá de lo personal, encuentro que los relatos puestos en música, esas letras narrativas, son un poco aburridas después de un tiempo. Me gusta una canción que sugiera cosas distintas, que encienda el cerebro en diferentes partes, que tire ideas, no que las resuelva. Si puedo confiar en el autor, si sé que no está sólo jugando con las palabras y diciendo tonterías, que está buscando un sentido mayor más allá de esas ideas dispersas, es lo mejor. Hace entrar a quien escucha en una danza. El relato aleja al oyente, se le dan las cosas servidas, no se lo deja participar.

Tus discos empiezan de cero, sin muchas ideas y con ansiedad.

–Eso no cambia nunca. La sensación es de miedo, de pánico. Cuando empiezo un disco leo mucha poesía, porque no es una búsqueda de ideas, sino un reordenamiento mental, una manera no racional de pensar en las cosas. Esa es también mi atracción, en algún nivel, creativamente al menos, hacia la religión. Pide cosas de nosotros que están más allá de nuestro entendimiento y que son completamente irracionales. Encuentro que eso es excitante y también un lugar abierto desde donde escribir y trabajar.

A veces tus letras me recuerdan a la poesía de John Berryman: un personaje imaginario (en el caso de él es Henry, en tus canciones hay muchos), que ha sufrido una pérdida o un dolor irreparable y que se dirige a otro con una serie de frases desestructuradas pero plenas de sentido.

–Es una de mis influencias, especialmente 77 Dream Songs. Lo leí mucho y lo que más me gusta de Berryman es que le tengo confianza. Sé que cada línea tiene significado para él y realmente hay que sentarse con sus poemas, si a uno le interesa, y desarmar el rompecabezas del lenguaje. Toma tiempo y trabajo pero se puede, y al tiempo uno lo entiende y llega a lo que quiere decir. Es extraordinariamente difícil, pero me encanta. Yo, por supuesto, soy mucho más sencillo.

Por otro lado, ¡hay mucha agua en este disco! En “Frogs”, con la pareja bajo la lluvia y los sapos saltando –la canción suena torrencial, también–, a los personajes les llueve cuando están en la cama, el cierre con “As The Waters Cover The Sea” (Mientras las aguas cubren el mar), es como agua al duplicado, la canción del lago... ¿Es una metáfora, es por vivir frente al mar? ¿O es algo de lo que te diste cuenta después, como suele suceder?

–Definitivamente me di cuenta después, los discos son muy diferentes una vez terminados, sobre todo las letras, porque la música es más controlable. No quiero ser muy prosaico, pero lo que pasa es que empecé a nadar todo el tiempo, todas las mañanas. En lagos, en el mar, en piletas. Encuentro agua y me tiro. Hay un montón de imaginería que viene de ese simple acto. La verdad es que yo escribo sobre lo que está frente a mis ojos. Siempre lo hice, y más desde que conocí a mi mujer y me casé con ella. Mi primera preocupación es escribir sobre Susie y sobre lo que existe en la vida, los pequeños placeres y problemas de la vida, que en general interpreta mi esposa: ella es la persona que está más cerca de mi.

¿Y a Susie le gusta?

–Si, pero lo encuentra perturbador. Tiendo a tomar cosas que pasan en nuestra relación, detalles, a veces triviales, y los expando en una dimensión mítica, una exageración. En la canción “Conversion” por ejemplo, lo hago en extremo, pero tengo prohibido hablar de eso. Se trata de algo muy hermoso que le pasó a mi mujer, fue extraordinario, y cuando me lo contó, Susie me dijo “qué pasa si te pido que no lo conviertas en una respuesta de The Red Hand Files o en una canción. Que pasa si lo guardamos para nosotros”.

Es el secreto del disco.

–Si, y también es la tensión entre Susie y yo, el intento de guardar algo que es extremadamente privado. Ella es casi una reclusa y yo viajo y veo gente y escribo canciones y hago conciertos y hago eventos de preguntas y respuestas en el escenario y en cada cosa está nuestra vida juntos. Y las tragedias en nuestras vidas. Ella entiende por qué lo hago y mi necesidad de hacerlo, artística y personal, pero no es fácil la mayoría de las veces.

Recuerdo también cuando, en One More Time With Feeling, cuentan que ella mueve los muebles y que eso te molesta, porque reordena las habitaciones y no puede dejar la casa en paz. Y lo de mover los muebles está en “My Sorrowful Wife”, una canción de No More Shall We Part (2001). El director Andrew Dominik, que entrevista a Susie, creía que era una metáfora de la inquietud doméstica. ¡Yo también! Ella se ríe, pero le da un poco de vergüenza ser descubierta.

–Claro. No es que le cuento a la gente intimidades en forma de autoficción, pero el que conoce esos detalles sabe que son de mi vida. Es el alimento de mi creatividad. Estas pequeñas cosas extrañas, me gusta tomarlas y convertirlas en algo más grande. Pasa en la última canción de este disco también. Es deliberadamente intrusiva. Yo estoy en nuestra habitación escribiendo, y Susie está sentada junto a la ventana, durmiéndose con el teléfono en la falda, y hay sol afuera, y al final de la canción Cristo sale de la tumba y entra en la luz, y entra en ella cuando está durmiendo, y ella se despierta y dice “Todo estará bien”. Ese es un ejemplo de mi pobre mujer, que nada sospecha, y cómo la pongo en una picadora de carne, la de mi imaginación, para producir algo que tiene proporciones épicas. Y esta es una de las cosas horrendas que le suceden a la gente que tiene relaciones conmigo.

Nick en las teclas (Foto: Megan Cullen)

EL BLUES ALREDEDOR DE MI CABEZA

Wild God se grabó muy rápido. Producido por Cave y Warren Ellis, lo mezcló David Fridmann, colaborador de Flaming Lips y MGMT. El resto de los Bad Seeds, todos presentes en el álbum, son Thomas Wydler en batería, Martyn Casey en bajo, Jim Sclavunos en percusión y coros, George Vjestica en guitarras y Carly Paradis en silbido. Los invitados son pocos: Colin Greenwood de Radiohead, que ya estuvo de gira con Nick Cave y Warren Ellis, Luis Almau en guitarras y Anita Lane en un mensaje de voz de 2019. “Warren y yo fuimos al estudio, yo con mi piano, él con su sintetizador y no nos gustó el resultado. Le dije ‘esto, no es bueno, suena como lo que hacemos siempre’. No me quiero repetir, Warren tampoco. Necesitábamos traer a otros músicos en el proceso para no caer en los mismos patrones. Queríamos a Martyn Casey en bajo, pero no podía venir de un día para el otro desde Perth, en Australia, donde vive. Así que llamamos a Colin Greenwood, que es nuestro amigo. Mucho del bajo original es suyo, pero Marty toca sus partes desde Perth. Y tiene batería, lo que como decía es una buena noticia para algunos fans, que estaban furiosos con Ghosteen. Thomas Wylder volvió con nosotros por suerte: estuvo enfermo, pero ya se recuperó”.

Tres meses de escritura de letras terminaron con la banda reunida en el Soundtree, un estudio de Shoreditch, Londres. Hicieron dos sesiones de pocos días: algunas canciones salieron enteras, como “Joy”, y otras con mucha edición, corte y pega, como “Wild God”. Después retomaron en un estudio de Miraval, en el sur de Francia, pero no surgió nada nuevo, el disco se había armado en Londres. Para asegurar los cambios en el proceso, Cave y Ellis le llevaron las primeras mezclas a Fridmann en Nueva York. Él los sometió a un regimen estricto: una mezcla por día, y ni Cave ni Ellis podrían acceder al estudio mientras él trabajaba. Lo terminó en diez jornadas: una por canción. “Quedaron versiones muy viscerales, no es un disco sobreproducido: queríamos capturar que surgió de manera casi repentina”. Por eso la tapa es tan limpia y minimalista: el título apenas, sobre fondo blanco.

Querías que este fuese un disco de “los Bad Seeds”. Pero Ghosteen también lo fue y Skeleton Tree... Y después de todo, The Boatman’s Call también era un disco de los Bad Seeds y son casi todas baladas al piano.

–Fueron diferentes circunstancias e integrantes, pero si. Quién sabe qué es un disco de los Bad Seeds, finalmente, salvo un disco con espíritu de banda y hecho por todos nosotros, cada uno con sus ideas. Incluso cuando digo que es un disco alegre, que me da felicidad, ¡también hablo en el contexto y estilo de los Bad Seeds! En The Boatman’s Call, a diferencia de ahora, hubo muchas quejas de la banda. Era un disco personal para mi, como Ghosteen, pero con un dolor de otro origen. Por eso podían rezongar más, supongo. Blixa se la pasaba diciendo “qué hago todo el día acá, por qué estoy en esta banda” y yo pensaba “no sé”. De hecho era una muy buena pregunta. En fin. Ahora me tomé el tiempo para que los Bad Seeds tuvieran su lugar, esencialmente en su sección rítmica. Después Jim (Sclavonus) trajo buenísimas ideas, fue fantástico su trabajo en Wild God. Logramos la amalgama muy rápido. Nos sentimos como una banda.

Es diferente a los anteriores pero, mi opinión, la canción “Joy” me recuerda a Ghosteen.

–Pero tiene algo más triunfante. Se mantienen los loops pero es otra vibra, con ese fantasma de zapatillas grandotas, que es un aparecido muy cool. “Este chico flameante”, creo que dice.

Y también dice: “Ya tuvimos desdicha mucho tiempo, ahora es tiempo de alegría”.

–Esas líneas son mías, pero las primeras no. “Me desperté esta mañana con el blues alrededor de mi cabeza”, es un blues clásico. Mi versión favorita es de una cantante de los años ‘20 de quien no recuerdo el nombre porque tengo el cerebro medio muerto. (Nota: puede ser “Good Morning Blues”, en versión de Ella Fitzgerald). Pensé que era una manera hermosa y cruda de empezar una canción, y empecé a escribir desde ahí. Me gustó cómo va de esa idea oscura y profunda, blusera, hacia algo más cósmico y pentecostal. Al final es un viaje desde la más completa y abyecta desesperación hacia el triunfo existencial o religioso.

En vivo (Foto: Megan Cullen)

CON TODO EL CORAZÓN

En la mayoría de sus últimas entrevistas, en las sesiones de preguntas y respuestas en vivo y en The Red Hand Files, Cave habla mucho del duelo, al punto que mucha gente que no conocía su música ahora lo conoce como el padre que atravesó el dolor de perder dos hijos. Le ofrece a la gente respuestas muy pensadas, apacibles y positivas, aunque tristes. Se comprende que se trata de entender y compartir: una charla antes que una consulta terapéutica. Pero en el libro Faith Hope and Carnage (2022) habla de su propio duelo personal, no en abstracto, y aparecen cosas crudas y horribles. Por ejemplo, cuando tres meses después de la muerte de Arthur fue a París a grabar Skeleton Tree. Cuenta en el libro: “Estaba profundamente deprimido, sentía que caminaba contra el viento. Durante toda la grabación me sentí muerto... Estaba solo en una casa, a quince minutos del estudio, pasaba noches locas e insomnes, completamente exhausto, hacía ejercicios vocales, tomaba duchas heladas, trataba de, no sé, activarme. Caminaba hacia el estudio por un bosque. Todos los días así, y espantosamente lejos de Susie. La llamaba para ver cómo estaba, pero no debería haberla dejado sola. No tendría que haberme ido a hacer el puto disco. Susie se ocupaba de Earl, que era chico y había perdido a su hermano, y yo estaba haciendo Skeleton Tree, tomando pastillas y jugando con un perro”.

Me sorprendió leer esto: el libro iba a ser leído por mucha gente y tenías la decisión final sobre qué iba a ser publicado de esa charla con Sean O’Hagan.

–Hay momentos hermosos en ese disco, como “I Need You”, que toco en vivo, pero para mi hay un vacío en el corazón de Skeleton Tree que es brutal. La gente dice que Ghosteen es triste, pero Skeleton Tree... no lo escuché desde que lo hicimos. No me gusta. Es extremadamente oscuro. Sean, que hizo el libro conmigo, me insistió acerca de hablar de los momentos extremos del duelo. Cuando hablo de duelo hoy lo hago desde el otro lado del abismo. No hablo de lo que de verdad sucedió, de lo que me pasó a mi. Creo que no sirve de mucho, pero además me cuesta. Sean me empujó: yo me sentía ambivalente, pero él creía que tenía que hablar de los hechos. Sacamos mucho, hay situaciones que no quiero que se sepan; era demasiada exposición y no quería despellejarme ante los lectores. Pero si sentí que tenía que narrar lo que había sucedido en la vida real, al menos algo. Y una de esas cosas fue irme y hacer mi maldito trabajo. Desde entonces, mi relación con el arte es diferente. La supremacía de mi trabajo ya no es tal. No pienso que es tan importante, como asumía cuando era joven, o en los últimos veinte años. Mi trabajo era todo, a expensas de lo demás, también de mi vida personal. Ya no es así y lo aprendí de la peor manera. Hoy es más importante para mi ser padre, amigo, persona. Entonces era típico de mi abandonar a Susie y a Earl para hacer un disco. Skeleton Tree sufre de mi presencia, se escucha que yo no estaba haciendo lo correcto. Por eso me parece un disco maldito, sin ningún glamour en el adjetivo.

En Wild God aparece otro duelo muy diferente: hay una canción para Anita Lane, que murió en 2021, la artista que escribió canciones para The Birthday Party y fue fundadora de los Bad Seeds, además de tu novia muchos años. “O Wow O Wow (How Wonderful She Is)” es, me parece, la canción más pop que hayan grabado los Bad Seeds. Es muy luminosa y bailable incluso. ¿Cómo lograste que apareciera la propia Anita, en un mensaje de voz? Se la escucha adorable.

–Nunca me siento a y digo “voy a escribir sobre algo o alguien”, solo empiezo. Y empecé con “O Wow” porque tiene simetría con las letras, es una expresión bonita y dulce. Cuando seguí me dije “esto es sobre Anita”. Ella, en sus mejores momentos, cuando era joven ciertamente, también después, era una criatura llena de alegría, risueña, hermosa, una visión de gracia entre estos hombres oscuros e intoxicados. Por muchos años fue eso. Con el tiempo las cosas se volvieron mas difíciles para ella, se enfermó, se recluyó. La grabé durante una llamada. Ella no lo sabía, para no perder lo espontáneo y así se la escucha. Necesitaba su voz para un documental, no se dejaba filmar en ese momento: era pura alegría pero nunca fue una chica fácil. Por supuesto, de inmediato le conté que la había grabado y me dio permiso para usarla donde quisiera. No le importaba, es la verdad. Esa canción se siente como ella, ¿me explico? Era alguien que elevaba toda situación en la que se presentaba. Hacía feliz a la gente. Era la mejor, la más brillante, la más inteligente de todos nosotros.

¿Qué cuenta en la grabación?

–Habla de cuando vivíamos juntos en Londres, en Brixton, cerca de la cárcel, y escribíamos canciones a principios de los ‘80. Estábamos en la cama e imaginábamos una escena en el piso de arriba: un tipo que caminaba y lloraba. La canción a la que se refiere es “From Her to Eternity”. Así la escribimos.

Me pareció muy emocionante verte tocar “A Rainy Night in Soho” en el funeral de Shane McGowan, y también en su cumpleaños unos años antes, con “Summer in Siam”. Sé que admirás mucho a Shane, ¿te parece que está poco valorado?

–No, en Irlanda es un héroe absoluto de la gente. En Gran Bretaña también. Para mi tuvo años en los que nadie le llegaba cerca, nadie escribía como él. Y nadie podía cantar como él esas canciones de The Pogues. Era magnífico. Fuimos muy amigos y seguimos siéndolo hasta el final, pero él se volvió una persona complicada. Perdió la capacidad de comunicarse con la gente en el nivel más básico, y eso fue extremadamente difícil de ver, y doloroso. Pero nos amábamos. Pasamos épocas alucinantes juntos. Salíamos, nos drogábamos, nos emborrachábamos juntos. Tuvimos una vida increíble.

Esas fotos que hicieron con Mark E. Smith de The Fall son inolvidables, dan miedo.

–¿Quién da miedo?

Mark, especialmente.

–Ah bueno, era un personaje difícil.

En un ensayo sobre tu trabajo, la escritora Darcey Steinke habla de su abuelo, el reverendo Steinke, y dice que los predicadores fueron las primeras estrellas de rock. Que conmovían, elevaban y aterraban. Vi tus últimos shows en Australia y, aunque eran muy cuidados, también parecían fuera de control y daba miedo. Caminar entre la gente gritando “el reino de los cielos”, la agresión de “White Elephant”: era una atmósfera eléctrica, una misa furiosa.

–No es peligro como con The Birthday Party, que era peligro real, porque en ese momento yo tenía una relación de confrontación con el público. Y esa confrontación duró mucho, aunque estar sobre el escenario siempre fue, para mi, una responsabilidad. Sucede que en los últimos años además siento el cariño de la gente, y fue algo sorprendente: en alguna medida ese afecto me ayudó en mi peor momento. O en gran medida. En los conciertos nunca nos tomamos las cuestiones livianamente. Vamos con todo el corazón y hacemos lo mejor para que la experiencia se eleve. Y esa experiencia de entrega puede ser un poco terrorífica, porque hay mucho contacto físico, mucha entrega. Nuevamente, es lo sagrado y lo secular. Quizá mas sagrado que secular.

Steinke también habla de la capacidad negativa, en la definición de Keats, de las canciones y de tu personalidad pública. La habilidad de aceptar e incluso abrazar el misterio y la incertidumbre. Y de poder tener en cuenta dos opiniones diferentes, o la capacidad de cambiarlas. No es tan común hoy, cuando la inmediatez de la certeza parece un reflejo; si no se tiene una certeza inmediata hay juicios, es casi una cuestión policial. Varias veces te atacaron por opiniones sobre la actualidad, o por decir que podés separar la obra del artista, o por canciones, como la supuesta violencia contra las mujeres en, no sé, Murder Ballads.

–En una época me interesaba escribir sobre violencia. Era uno de mis temas. Ahora también: “White Elephant” es pura agresión. Yo hablo desde The Red Hand Files, que es un instrumento fabuloso porque permite explayarse. Sin embargo, aunque entiendo tu punto, mucha gente dice “no puedo decir esto o lo otro”, y no es tan real. Hay extraordinarias conversaciones en podcasts, por ejemplo. Todas las semanas hay gente que tiene discusiones increíbles, entrevistas sin límite, en la misma red que en teoría condiciona las opiniones. Y charlas sobre cuestiones controvertidas en serio, opiniones y análisis sólidos, no hablo de lunáticos de derecha neo liberales. Opinar y decir cosas tiene consecuencias, hay que saberlo, pero creo que la gente lo acepta cada vez más. Hay un movimiento que se escapa de este estado policial mental y que es muy saludable. La conversación es la sangre fundamental de nuestra sociedad. Si no podemos hablar, si dos personas con opiniones diferentes u opuestas no se pueden sentar a una mesa a hablar, estamos de verdad perdidos. Me gusta escuchar a gente con la que estoy en desacuerdo. A veces termino diciendo: “al final yo tengo razón” y a veces pienso “bueno, esta opinión que tengo es demasiado radical y debería repensarla”. Las conversaciones y el conflicto son las cosas que mantienen las aguas de la sociedad revueltas y lo necesitamos para saber qué cosas son las verdaderas. O qué cosas están más cerca de la verdad. Un podcast muy bueno es The Rest is History de Tom Holland y Dominic Sandbrook. Es sobre Historia y muestra lo complicado que es todo, y cómo rara vez se puede trazar una línea sobre lo que está mal o bien.

¿Van a presentar este disco en Buenos Aires?

–Siempre la paso muy bien allá, pero no tengo idea, no decido dónde toco. Quizá el público no lo sabe, pero es cosa de los productores.

Ojalá entonces. ¡Y felicitaciones por tu nieto! Entiendo que Luke, tu hijo que nació acá en Brasil, fue papá.

–Si, Luke tuvo un bebé. Se llama Roman Cave. El bebé sudamericano. Ya tiene esa gracia, esa luz del Sur. Me hace increíblemente feliz.