El polaco Jan Kott (1914-2001) fue un crítico y teórico literario. Se hizo conocido por Shakespeare, nuestro contemporáneo, un libro que analiza la obra del bardo inglés con una mirada moderna y provocadora. Mi libro favorito de Kott, sin embargo, es otro: El manjar de los dioses, dedicado a las tragedias griegas. Una constante en la obra de Kott es buscar qué hay de contemporáneo en la literatura clásica. Eso lo lleva a pensar los textos desde un lugar político que resulta muy estimulante. Su análisis de los cuerpos insepultos en la tragedia Áyax de Sófocles --un texto que Kott publicó en los años 60-- podría ser, tranquilamente, una mirada sobre los desaparecidos. El manjar de los dioses fue tan importante para mí que escribí por lo menos tres libros desde los conceptos que plantea Kott: Las griegas, 1982 y Los últimos días de Julio Verne.

Como ejemplo de las ideas de Kott sirve lo que aparece citado en la contratapa de una de las ediciones de El manjar de los dioses: “El único consuelo para quien ha perdido a sus seres queridos --si es que existe el consuelo-- es enterrar el cuerpo del difunto en una ceremonia sagrada. Aquellos que no son considerados dignos de esta bendición, aquellos que no saben dónde están las tumbas de sus madres, padres, hermanos, hermanas, hijos e hijas, si las hubiera, sufren muchísimo. La modernidad de la tragedia griega radica en la descripción de la crueldad del destino, la crueldad de la vida, la crueldad del mundo. Y consiste en negarse a aceptar este mundo, a quienes lo construyeron y a quienes lo gobiernan, a los dioses y a quienes tienen el poder”.

Si creyera en la magia o similar, le pediría a una médium que se contacte con Jan Kott y analice la realidad argentina. Me permito pensar que nos compararía con las tragedias griegas. Diría que la izquierda trotskista es Casandra, la heroína troyana, que tenía el don de la profecía, pero era incapaz de persuadir a los suyos. Casandra era la única que sostenía su crítica ante la inminente derrota, mientras el resto de los troyanos estaba en la pavada. La joven troyana había perdido el don de la credibilidad porque no aceptó el acoso de Apolo, por lo que sus profecías no sirvieron de nada.

Yo creo que Kott diría que el peronismo es como el resto de los troyanos: perdió a sus héroes, subestimó la fuerza de los griegos y está dispuesto a aceptar un regalo del enemigo que lo va a terminar destruyendo. ¿Qué es el coqueteo de Guillermo Moreno y José Mayans con Victoria Villarruel sino el intento de meter un caballo de Troya para desarticular cualquier propuesta progresista?

Ahora estoy leyendo la autobiografía de Kott, en la que cuenta, entre otras muchas historias, su vida en París en los años 30 --donde tuvo el raro y dudoso privilegio de jugar a las bochas con el asesino de Lev Trotski, Ramón Mercader--. La ocupación nazi lo encontró en Polonia y tuvo que pasar por mil aventuras para sobrevivir. Kott era judío no circuncidado y de familia conversa, por lo que había sido bautizado. Sin embargo, el peligro acechaba, sobre todo a partir de su afiliación al Partido Comunista, entonces prohibido. Según Kott, el miedo que nos imponen es humillante, pero no lo es el miedo a partir de lo que uno decide hacer. Por eso se afilió al partido y pasó a la clandestinidad: si iba a tener miedo que fuera por sus decisiones y no por el terror alemán.

Previo a la insurrección de Varsovia, Kott notó cierta liviandad entre sus coterráneos: “Estos jóvenes, que pasaban el tiempo tomando café o vodka, pertenecían seguramente a una de las muchas organizaciones clandestinas, pero esta nueva vida erótica, comercial y política me parecía de una normalidad repugnante”.

Y como Jan Kott siempre me trae al tiempo presente, aunque esté hablando de las tragedias griegas o de los polacos durante la ocupación alemana, me pareció que “normalidad repugnante” le iba muy bien a esta realidad que vivimos en Argentina.

Resulta repugnante el clima de normalidad en el que nos movemos. Nos enojamos, puteamos en las redes sociales, pero soportamos con mansedumbre las consecuencias de políticas miserables. Las vacas también mugen camino al matadero.

Normalizamos que el presidente se divierta en las redes sociales convalidando mensajes pedófilos o que humillan a los jubilados, cada vez más empobrecidos y precarizados en su nivel de vida. Normalizamos que el gobierno reprima una manifestación de gente mayor, que les quite los medicamentos y los obligue a pasar el último tramo de sus vidas en condiciones vergonzosas.

Aceptamos como algo normal que la vicepresidenta reivindique el terrorismo de Estado. Aceptamos como una opinión valedera las bravuconadas de una fascista, que se expresa pisoteando la memoria de las víctimas y que se sube sobre los hombros de torturadores y asesinos para clamar venganza.

Nos enojamos, pero no mucho, con las declaraciones del ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, atacando a la comunidad LGTBQI+ y las políticas de género. Criticamos sus ideas que atrasan siglos, pero nos parece normal que alguien de este gobierno las impulse y las quiera imponer. Es normal que Manuel García-Mansilla sea candidato a juez de la Corte Suprema, cuando ya expresó sus ideas contrarias a los derechos de las mujeres y rechazó la jerarquía constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos incluidos en la reforma constitucional de 1994.

Aceptamos cada vez más dócilmente el hambre de muchos, mientras el Ministerio de Capital Humano se niega a dar los alimentos que tiene guardados. Esa actitud canallesca forma parte de nuestra normalidad.

Es normal que, pese al rechazo legislativo, el gobierno ya haya usado 80.000 millones en gastos reservados, en un caso extraordinario de eficiencia a la hora de ejecutar el presupuesto. Nadie se preocupa por saber adónde fue a parar ese dinero. Si lo gastaron en sus esbirros mediáticos, si se lo dieron a servicios de inteligencia extranjeros, si se lo repartieron equitativamente entre ellos.

El silencio cómplice de gran parte del sindicalismo, las quejas de ocasión de la mayoría de los políticos, el apoyo desembozado de los grandes grupos mediáticos y empresariales, la falta de reacción de una sociedad que parece resignada a que le quiten sus derechos, sus libertades, todo aquello que consiguió ya no en los últimos cuarenta años, sino desde las leyes impulsadas por Sarmiento. La suma de todo esto es nuestra repugnante normalidad. En el futuro, algún historiador encontrará un nombre mejor, pero no menos bochornoso, a esta falta de reacción social en la que vivimos.

¿Podremos en un tiempo cercano darnos cuenta de que nada de lo que ocurre es normal ni aceptable? Tenemos que entender que el gobierno de Milei-Villarruel no va a terminar mañana ni pasado. Éste es el inicio de un periodo muy oscuro en lo económico, en lo social y en las libertades civiles. Lo que vivimos hasta ahora es solo el comienzo. Todo va a empeorar. ¿Vamos a seguir fingiendo que esta realidad repugnante se puede seguir soportando?