Alguna vez, el crítico español Miguel Marías aconsejó: “Hay que correr detrás del primer Naruse que se ponga a nuestro alcance porque es uno de esos cineastas que cambian nuestra idea del cine”. Bueno, habrá que ponerse a correr, y por muchos días, porque a partir de este martes la Sala Leopoldo Lugones propone un ciclo denominado “Mikio Naruse, (re)descubrir a un maestro”. El programa está integrado nada menos que por dieciséis films del gran cineasta japonés, en copias 35mm especialmente enviadas desde Tokio por The Japan Foundation, con la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón. Para darse una idea de la magnitud del acontecimiento: es como si llegara directamente del Met de Nueva York “La ola” de Hokusai junto a otras quince estampas originales del maestro.
Casi desconocido en nuestro país, donde su obra se vio solamente en la misma Lugones hace exactamente dos décadas, Mikio Naruse (1905-1969) es sin embargo uno de los realizadores más importantes de toda la historia del cine japonés y su nombre sólo encuentra parangón junto con los de maestros de la talla de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. “Mis experiencias como ayudante de otros directores han sido escasas –escribió precisamente Kurosawa- pero entre estas la que más me impresionó fue el método de trabajo de Naruse. Tenía algo que es el don de los expertos. El método de Naruse consiste en colocar un breve plano tras otro, pero cuando los vemos empalmados en la película dan la impresión de formar una sola toma larga. El flujo es tan majestuoso que los empalmes son invisibles. Este flujo de planos cortos, que a primera vista parece plácido y convencional, luego se revela como un río profundo con una superficie tranquila, que disimula una rápida y turbulenta corriente subterránea. Su destreza en esto no tenía parangón.”
Naruse –una influencia determinante en cineastas orientales contemporáneos, como los taiwaneses Edward Yang y Hou Hsiao-hsien– se inició como asistente de Heinosuke Gosho, en los estudios Shochiku, durante el período mudo, y tuvo sus primeros éxitos como director en la década del '30. Pero fue recién a partir de los años '50, en una serie de melodramas para la compañía Toho, que alcanzó su verdadera culminación. Autor de sutiles transposiciones de la literatura de Fumiko Hayashi y Yasunari Kawabata, Naruse se convirtió también en el creador de varias de las más legendarias estrellas femeninas del cine japonés, las actrices Hideko Takamine, Isuzu Yamada y Setsuko Hara. Con ellas como estandarte, Naruse retrató el desmantelamiento de la familia patriarcal japonesa y el malestar conyugal, siempre desde el punto de vista de la mujer.
Mucho antes de la irrupción del feminismo, Naruse trató temas particularmente sensibles para el público femenino, como el dilema entre permanecer fiel a la familia tradicional o tomar un rumbo independiente. A diferencia de las mujeres inmortalizadas por Ozu y Mizoguchi, que solían aceptar su condición con estoicismo, las mujeres de Naruse son también víctimas del mundo masculino, pero se rebelan contra el sistema que las oprime y prefieren un camino solitario antes que resignar su libertad.
En un cine tan codificado como el japonés, donde cada director tenía su especialidad, la de Naruse era el shomin-geki, o el film contemporáneo de corte realista, con personajes provenientes de la clase trabajadora. Pero a diferencia del melodrama convencional, los films de Naruse nunca castigan a sus personajes ni el guion presenta un destino clausurado, inmutable. Por el contrario, su cine está siempre abierto, nunca termina con el plano final. Es más, se diría que la vida de sus heroínas –como la de La voz de la montaña (1954), sobre novela de Kawabata, que elige el aborto y la separación antes que seguir al lado de un hombre que no la ama– recién comienza cuando aparece la palabra fin.
El alcance, la trascendencia de un cineasta como Naruse se mide por su grado de modernidad, que hace que el cuerpo de su obra pueda seguir tan vivo, tan presente. Nada hay en él de pieza de museo. Es más, aunque el período de oro de su filmografía se desarrolló hace ya más de 70 años, se diría que –al margen de la nostalgia que provoca el blanco y negro o de la visión de una Tokio con un cielo todavía despejado, sin las torres y rascacielos que hoy la caracterizan– películas como Vida de casados (1951) y El relámpago (1952) le hablan al espectador de hoy de igual a igual, con una madurez y una actualidad sorprendentes. El crítico francés Jean Douchet –uno de los primeros occidentales en estudiar su obra– definió muy bien esta sensación cuando escribió que “Naruse proponía algo que es preciso calificar como moderno y que justifica la admiración que se le tributa en nuestros días. Naruse fue moderno por su extremada atención a los movimientos y pulsaciones más ínfimos de la vida. Su cámara se adhiere a cada instante del presente de sus personajes”.
Como en el caso de Ozu, parece difícil señalar cumbres en la obra de Naruse, tal es la calidad y la cantidad de películas excepcionales que prodigó. Pero la apertura del ciclo con Nubes flotantes (1955) es indicativo del consenso crítico que existe alrededor de esta obra maestra, título fundamental en el canon del cine clásico japonés, que trata el tema siempre sensible de los traumas de posguerra en una Tokio devastada por los bombardeos aliados. “Nubes flotantes –escribió en estas mismas páginas Horacio Bernades- es una de las seis películas que Naruse adaptó de su novelista favorita, Fumiko Hayashi, y otra seria candidata al máximo pedestal personal. Calificada por el crítico francés Jean Douchet como 'la versión de Vértigo de Naruse' y comparada por el mismo ensayista con el Bolero de Ravel ('por su estructura infinitamente repetitiva'), Nubes flotantes narra la interminable, obcecada persecución a la que una mujer somete al hombre que no la ama”.
Sobre el problema del canon, justamente, el crítico Miguel Marías señalaba: “Al menos dos de sus películas, La voz de la montaña y Nubes flotantes, y quizá una tercera, Cuando una mujer sube la escalera, me parecen tan buenas como las mejores películas de Mizoguchi, Ozu, Ford, Chaplin, Rossellini, Dreyer, Renoir o Hitchcock, es decir: comparables a las más grandes de la historia del cine”.
Y un título que el programador de la Lugones, Diego Brodersen, aconseja particularmente es uno de los menos difundidos de su obra, Lluvia repentina (1956), “una película extraordinaria, de una amargura tremenda a pesar de su aspecto de comedia matrimonial”. Están avisados: el ciclo Naruse es uno de esos acontecimientos que –como el paso de un cometa visible a simple vista desde la Tierra- suceden cada 20 años. Y no conviene perdérselo.