Es el tercer libro de Maxi Falcone y con él consigue no solo la delineación de una obra -que incluye otros dos títulos: Esquizomedia (2019), Instagramsci (2021)- sino su historieta más pura; o como él mismo dice: “Quise honrar más al género”. En El último verano del rock -nuevamente con edición del sello local Rabdomantes-, Falcone articula vivencias, gags, adolescencia y crisis. Una sumatoria de situaciones que relatan una historia tan próxima como entrañable. A propósito, ¿cuál es el barrio por el que deambulan estos tres amigos?

“Creo que soy más guionista que otra cosa. Sinceramente, dibujaría historietas con personajes tipo palito; lo importante es que se cuente la historia. Me tenía adeudado salir del narrador omnisciente y honrar el género; para mí, el género historieta es una cámara central sobre el horizonte, donde los personajes se mueven y hablan, un personaje pisa una cáscara de banana, da unas vueltas en el aire y se cae. La historieta es eso, se creó así, con el propósito de acercar a los chicos a la lectura, y se le decía cómic porque era cómica, divertida. Y yo quise ser fundamentalmente divertido”, comenta Maxi Falcone a Rosario/12.

“Durante el 2020, en pandemia, salí un día a correr cuando nos dejaron salir a movernos. Me puse los auriculares con música de mi adolescencia, que era heavy metal, y lo primero que se me vino a la cabeza fue mi barrio en ese entonces. Pensando en esta idea de hacer algo cómico y directo, me dije: “Che, esas historias de mi adolescencia, esos amigos, estaría bueno hacer algo con eso. Creo que en los libros anteriores no había varios personajes interactuando, pero acá hay tres, y un cuarto personaje que es el barrio. Nunca lo nombré y me gustaría que la gente se dé cuenta de cuál es”, continúa.

El último verano del rock está lleno de pequeñas situaciones o historias mínimas, que entrelazan un panorama mayor. Según Falcone, “te diría que el 90% de lo que dicen esas historias es real. Por ejemplo, llamaban por teléfono a la casa de uno de mis amigos -los protagonistas somos mis amigos y yo-, y decían: ‘Remisería, ¿me mandan un coche?’; y nosotros, que éramos gente muy divertida: ‘Sí, cómo no, ya se lo mandamos, señora’. Volvían a llamar: ‘No me mandaron el coche’. ‘Uy, disculpe, señora, ya mismo se lo mandamos’. Volvían a llamar dos o tres días después: ‘Espero que esta vez me lo manden’. ‘Sí, cómo no, se lo vamos a mandar’. Esto es real, causa gracia, y así con un montón de historias”.

En este sentido, Falcone dialoga con otras obras y autores de calibre similar: “Tenía en la cabeza un par de historietas que me gustaron mucho. Creo que en el dibujo se nota un poco. Tenía muy fuerte la impronta de Peter Bagge y Hate, que está ambientada en los años ‘90, pero me empezó a quedar una especie de Aventuras de Jaimito antes que Hate. Es que a los 17 años éramos demasiado tontos. En cuanto al dibujo quise algo más simple, para salirme un poco de la influencia de Robert Crumb. En este sentido, el otro libro que tuve muy presente era Ghost World, de Daniel Clowes, donde también hay una historia adolescente, con unas chicas que están viviendo la aventura de crecer. En las primeras páginas hay diálogos larguísimos, de dos chicas hablando de chicos, y no pasa otra cosa. Después, el tono de la novela va cambiando, se hace muy compleja y oscura, eso me encantó; y me dije: ‘Yo podría hacer una historia con gags, divertida, donde honrar al género contando esas anécdotas de la remisería, hasta que, no sé, uno de los personajes empieza a estudiar. Ese personaje soy yo, eso fue real y provocó un choque con mis amigos”.

El título del libro remite al rock, y éste cumple un lugar sustancial: “Hay unas cuantas cosas un poquito oscuras en la adolescencia, que también quise tratar. Una es la autodestrucción: dos de estos personajes tienen la palabra muerte en sus remeras y en dos idiomas diferentes, no me había dado cuenta, es algo sobre lo que me llamó la atención un amigo. La historia transcurre desde diciembre de 1993 hasta abril de 1994, pero no pensé en los movimientos históricos ni en los ‘90, sino en mi entorno, en mi barrio, en mis amigos, y en la sensación que tengo de que en abril de 1994, cuando Kurt Cobain se pega un tiro, el rock se terminó. Por otro lado, en los ‘90 hubo una revisión de la música de los años ‘70 y también de la cultura rock, donde se empieza a recuperar un poco lo que fue el punk rock y el heavy metal, proyectos culturales donde la pulsión tanática estaba muy fuerte, con una vocación por la autodestrucción y la fantasía con el suicidio. Yo me acuerdo de que mis padres me retaban y me imaginaba muerto, tirado en la cama, pensando en cómo sufrirían por haberme retado. Además, el fin de la cultura rock coincide con el inicio de Internet: en el ‘94 empieza a hablarse de que en Estados Unidos están conectando varias computadoras, unas con otras, y que la gente intercambiaba información”.

Un fin del rock que es también el final para toda una etapa de la vida: “Cuando el 10 de febrero de este año escribí la palabra ‘fin’, ese mismo día todo cambió para mí. Lo cuento en el prólogo. Escribí esa palabra y me puse a llorar. Probablemente porque era una manera de cerrar un montón de cosas. Lo hablé con mi analista y me dijo, bueno, cerraste tu adolescencia; o sea, no voy a decir la edad que tengo, pero no tengo 18 años. Creo que el libro tuvo mucho que ver con todas las transformaciones que se produjeron. Crecer duele, y éste es un libro sobre gente que está creciendo, que está sufriendo y que lo está padeciendo, para transformarse en otra cosa”.