El almacén de Ramos Generales era la Cueva de Alí Babá. Barriles de aceitunas; damajuanas apiladas, bacalaos cadavéricos, dátiles, hormas de queso, jamones. Y tras el mostrador, los proverbiales pechos de doña Florinda. Todo se podía mordisquear y hasta robar un poco. Todo lo que entrase en un manotón. Erguido como un templo de olores y bienestar donde no entraba el mal ni las moscas, la enfermedad ni la muerte. Al borde de una pampa milenaria, resistiendo el progreso con empecinamiento, en la parada de los carros a caballo, con los motorman de la K que se refrescaban con una cerveza helada apurada de a pie para que el pasaje no los sospechara de borrachines y la luna no los cuarteara de un soplo, porque ya iba siendo verano y se hacía más lenta la llegada de la noche y había que devolver el tanque de acero andante justo en los galpones de Montevideo. 

Zito estaba lejos. Estaba buscando fortuna por tierras africanas. Había abandonado a la Florinda y lo que ella murmuraba eran relatos remendados, trapos viejos de una tela simulada pero que se llamaba abandono de hogar. Florinda se jactaba de dos hijas que nunca estaban pues estudiaban en la Docta, una para monja y la otra para contadora. También recitaba versos sobre buhoneros españoles que según su padre habían sido labradores antes de hacerse bandoleros por pleitos a cuchillo o impuestos descomunales y que asaltaban los caminos para luego acriollarse en las pampas oceánicas y como en un cuento circular volver a huir del juez de paz por una muerte o una jugarreta. 

Florinda cantaba con una voz dulcísima historias de arriendos y amoríos, curaba el mal de ojo y acertaba prolijamente, una vez por mes, una redoblona de quiniela que la ponía con el ánimo en punta y el obsequio de trozos de membrillo. Así iba llevando la vida, dando al fiado, con su peto blanco, carrozada de anís y labios rojos, feliz en su traje obsoleto de jovencita cuarentona que entonaba versos andaluces mientras levantaba la persiana y algo de su falda dejaba ver las piernas aún firmes sustentadas en unos tacos blancos. Nos ofrecía frutas abrillantadas y nos sermoneaba con el amor a la madre y a la santísima Virgen de la Macarena mientras señalaba un cromo de la Magdalena.

—La novia de Jesús, que la tuvo y vaya cómo —suspiraba como si se contara para sí un retazo de radionovela.

Un Domingo de Ramos la vieron acompañada por un jovencito. Era el hijo de la Delia, viuda de la esquina que jamás salía. Su hijo la visitaba alguna que otra vez en un auto amarillo patito. Los comentarios fueron desde “puede ser su nieto” a “habrase visto semejante cosa; mírenla a la fulana”. “Se lo tenía bien escondido”. “Qué dirá doña Delia, porque enterarse ya debe haberse enterado”. “Se va a morir de un disgusto”. Y algún comentario la absolvía de este modo: “¿Y qué puede quejarse el marido? ¿Hace años que se fue y pretende que la siga esperando?” La cuestión es que no fue sorpresa verlo a Marito, que así se llamaba el mozalbete, convertido en ayudante. 

¿Cuándo regresó Zito? Nadie lo sabe exactamente. ¿Fue de noche? ¿Sin aviso? ¿Tenía una llave? ¿Tenía derecho? ¿Estaban separados? ¿Él la había dejado y después se arrepintió? ¿Volvió cuando le dijeron que la Florinda estaba en yunta de nuevo? Pero el tal Marito nunca más volvió a pisar el barrio ni la casa de su mamá. Y don Zito, pleno, más gordo, ocupó la caja junto a su esposa, en quien no dejaron los acontecimientos huella alguna en su tez o su carácter. 

Alguien me dijo –ya pasados los años y borrada la esquina donde hoy subsiste un plan de ahorros– que se la escuchó a la Florinda susurrarle a un ex chofer de la M, confidente del estaño, que “no hay nada mejor que los celos para devolver lo que fue de una”. Eso ocurrió antes de que Zito apareciera en la calle Paraná cerca de las vías con un agujero del 38 en la nuca. Todos sabían que la Florinda tenía uno escondido en el estante, junto a la estampita de la Virgen, el rosario y el almanaque de gatitos. Pero ni las lauchas del almacén declararon algo en contra de ella. Y el Marito, que por precaución había abandonado a la Florinda llevándose unas joyas, pagó en Coronda la sospecha porque de aquella noche no pudo decir por dónde había andado, perdido en las botellas que lo habían seducido emborrachándolo de traición y de olvido. 

Los anillos y los collares que jamás aparecieron se los debió de quedar el comisario. Preso por ladrón y sospechado de crimen pasional fue el Marito a dar con sus huesos a la cárcel. Después llovió y llovió y llovió tanto durante días que al escampar el almacén ya no estaba, arrastrado en el silencio nocturnal por las aguas que caían como una cascada llevándose todo por delante. El agua del cielo que todo lo lava habíaselo devorado por siempre, para que no quedara huella alguna de lo que el almacén supo hacer florecer para luego sucumbir. 

Se dijo que Florinda había urdido la trama del enfrentamiento entre los hombres y que sólo había necesitado del empuje poderoso de sus pechos y un poco de ayuda de la correntada para derrumbar el almacén y quedarse con la plata del seguro. Juntaron algunos miserables que vivían en un pasillo lo que quedó de las provisiones, pero nadie carancheó nada ni tocó piedra alguna. Un halo de superstición dominaba la escena. La gente se cruzaba de vereda y un perrito amarillo que pasó por el frente recibió una estocada de electricidad que lo quemó como a un montoncito de hojas secas. Sólo una vecina se atrevió y se puso a barrer la vereda arrastrando los sobrantes fuera, lejos de este cosmos ya desbendecido por la tragedia y el acierto de una bala inexorable que hizo un agujero en la tranquilidad cerrando el almacén para siempre.

Y de la Florinda poco se supo. Dicen que la vieron subirse a un tren nocturno con destino al sur. Como sea, ella siempre supo manejar la flecha de cobre de la brújula con mucho arte, otro tanto de misterio y mucho de esplendor. Alguien contó que la reconoció despachando en un tugurio de marinos, pero ella ni saludó.

 

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