Ángela Urondo preferiría no hablar del 17 de junio de 1976, el día en que mataron a sus padres y se la llevaron a ella. Tampoco de las semanas que pasó secuestrada o de su primer cumpleaños celebrado –es una forma de decir– con extraños. Pero sí quiere dar la discusión sobre la teoría de los dos demonios que proponen desde el gobierno nacional, especialmente la vicepresidenta Victoria Villarruel –embanderada de la familia militar y que esta semana propuso meter a “todos los montoneros presos”. “¿Qué es lo que estamos queriendo discutir acá? ¿La teoría de los dos demonios? Bueno, discutamos –propone Ángela. ¿Qué demonios éramos los niños? Nosotros fuimos atacados directamente por el genocidio. No está cuantificado ni siquiera sabemos cuántos chicos fueron secuestrados”. La discusión se plantea en una conmemoración que organizó la legisladora Victoria Montenegro –también víctima del terrorismo de Estado– para recordar el Día del Detenido-Desaparecido en tiempos en que desde el oficialismo se arremete contra los organismos de derechos humanos y los diputados que responden a la Casa Rosada se fotografían sonrientes con quienes empuñaban la picana.

Victoria Montenegro tenía trece días cuando la secuestraron con su mamá y su papá. Ella fue apropiada por un coronel de ejército, que se jactaba de haber conducido más de 1000 operativos, y restituyó su identidad gracias a la búsqueda de Abuelas de Plaza de Mayo. Hace tiempo que Victoria –que preside la comisión de Derechos Humanos de la Legislatura porteña– piensa que hay que recuperar las historias de esos niños y esas niñas que fueron atravesados por las desapariciones forzadas o los asesinatos. Por eso, eligió que el 30 de agosto se recordara a través de las voces de las infancias: de esos niños que vivieron con las ausencias de sus padres, de sus madres, sus hermanos o que ellos mismos estuvieron privados de su libertad.

“Padecemos todos los días cuestionamientos que atentan contra la memoria, la verdad y la justicia”, dice Montenegro. “Desde el Estado nacional atacan todos los derechos de nuestro pueblo porque quieren repetir la historia. Nosotros elegimos seguir encontrándonos y compartiendo”.

En el Salón San Martín de la Legislatura se cuentan distintas historias que pueden ser una misma historia: hay retazos de cada relato que se reiteran aunque los protagonistas cambien. Eso dice Alejandra Santucho. Ella tenía diez años cuando un operativo descomunal rompió para siempre su cotidianidad. Tiros, bombas y hasta dinamita contra una casa en la que había dos adultos y cuatro niños. A sus padres los asesinaron. Ella vio cómo cargaron los cuerpos en un camión. A su hermana Mónica, que tenía catorce años, se la llevaron. No volvió a verla. Supo que estuvo en la Comisaría 5ª de La Plata y después en el Pozo de Arana. Sufrió tormentos y abusos. La asesinaron y tiraron su cuerpo en una fosa común en el cementerio de Avellaneda. A Alejandra y a su hermano, de dos años, los dejaron en la casa de un vecino –de donde la rescataron cuatro compañeros de militancia de sus padres. “No sé si hubo infancia después”, dice.

Paula Bombara registra en un cuaderno, como buena escritora, lo que van contando los otros expositores. “No sé si hubo infancia después –repite las palabras de Alejandra. Mi papá desapareció. A mi mamá la tengo acá”, cuenta. “Así como desaparecieron a nuestros padres, desapareció la infancia que podríamos haber tenido”. En aquellos años en los que los pensamientos debían estar en los juegos o en los cuentos, ella solía despertarse con preguntas que la asaltaban. ¿Dónde está? ¿Qué le pasó?

“Es muy triste que las infancias tengan que preocuparse por cosas que no tienen que preocuparse”, resalta Raquel Robles. “Hoy en día es muy triste que las infancias tengan que preocuparse no por qué vamos a comer sino por si vamos a comer. Es una cosa muy brutal. Muchas infancias, en ese momento, tenían que preocuparse por dónde vamos a dormir, qué vamos a hacer, quién nos va a cuidar. Son preocupaciones que no deberían estar en una persona que está en crecimiento. Me parece que somos personas grandes ya, que hemos pasado esa infancia, y tenemos herramientas para compartir que tal vez otras personas no tengan”. Una de esas herramientas, dice la autora de Pequeños combatientes, es cierta “esperanza psicótica” a pesar de todo.

Para ella, si algo dejó en claro la dictadura es que hay una ética de la solidaridad y una de la crueldad. En esa sala, dijo, estaban todos del mismo lado. “Estamos los que estamos en el campo popular y los que no. Eso no se entendió muy bien. Pero quizá podemos entenderlo ahora”, propone.

Contra la crueldad

Lucía García Itzigsohn sostiene que es más necesario que nunca traer al presente el proyecto político que tenía la generación de sus padres y madres para pensar en todo lo que está pendiente. “La ternura no tiene por qué esperar para más adelante. En esta dinámica de la crueldad en la que nos ponen a funcionar, nos hacen muy difícil la tarea. Es increíble que estemos escuchando a una vicepresidenta que quiere juzgar a los montoneros. Bueno, que los encuentre”, contesta.

El martes, Villarruel hizo un acto en el Senado en el dijo que buscaría reabrir las causas por hechos de violencia ocurridos en los años ‘70 y que quería a “todos” los montoneros presos. La aplaudía a pocos metros Marcelo Cinto Courtaux, hijo homónimo de uno de los represores que se reunió con diputados oficialistas en el penal de Ezeiza.

“En esta época está en auge no solo negar los hechos ocurridos sino también haber cierta apología. No es negacionismo. El discurso político que hoy gobierna es apología y complicidad ideológica. Quieren equiparar el terrorismo de Estado con acciones –quizá criminales– que prescribieron. La mayoría de las personas a las que cuestionan fueron ilegalmente muertas y desaparecidas”, responde Urondo.

Ernesto Lejderman no nombra a la vicepresidenta, pero dice que hay negacionistas que hablan de la dictadura como si hubiese sido un cuento de hadas. “El terror está a la vuelta de la esquina. Yo quisiera decirles que seamos conscientes de esta realidad y que podamos establecer algún tipo de sanción para que estos discursos no sean permitidos”, reclama.

Ernesto tenía dos años cuando Salvador Allende fue derrocado por Augusto Pinochet. Sus padres fueron asesinados y él llevado a un regimiento militar y después a un hogar de monjas. Los militares prohibieron que el nene saliera a la calle. “Fui durante unos meses una persona detenida-desaparecida”. Finalmente, sus abuelos paternos lograron dar con él. Como ellos vivían en Buenos Aires, debieron armar un operativo para que el chiquito viajara desde Chile. Para eso, lo llevaron al aeropuerto escondido en una valija que tenía unos orificios para que Ernesto pudiera respirar.

El senador nacional Eduardo “Wado” de Pedro tenía previsto participar, pero no llegó. Envió un texto. “No dejemos que nos llenen el espíritu de odio y nos separen. Recordemos siempre que es con el que tenemos al lado con quien vamos a poder intentar ser felices y trabajar para construir el país que todos nos merecemos”, escribió.

Analía Kalinec, hija del genocida Eduardo Kalinec y referente de Historias Desobedientes, también leyó un texto. Y remarcó que ella podía decir quién era porque en el país hubo justicia.

Que no nos digan que no se puede

Alejandrina Barry presenció el asesinato de sus padres en Uruguay. Ella estuvo días secuestrada y fue usada por distintas revistas de la editorial Atlántida para hacer una campaña en favor de la dictadura. No tenía recuerdos de esos episodios. Recién en la secundaria supo que era hija de militantes políticos desaparecidos, y ella se dedicó a militar.

“Hoy tenemos que volver a contar todo porque hay un gobierno nacional que va a la cárcel con sus diputados para decir que los genocidas son unos pobres viejitos. Es un gobierno que quiere liberar genocidas y meter presos a pibes de trece años”, señala. “A nosotros nos decían que en Argentina no se iban a anular las leyes y se anularon. Que no nos vengan a decir que no se puede porque no los vamos a dejar. No van a pasar”, afirma.

A su lado, Montenegro asiente. “No aflojemos ni un poquito. No les demos el gusto a estos siniestros de vernos tristes”.