Después de días de sudestada, glaciales y nublados, por fin esta mañana salió el sol y en el bosque el aire se fue templando. Salí a caminar. En una casa vi ropa tendida agitada por el viento que venía amainando. Me gusta ver la ropa tendida al sol y movida por el viento. Me gusta pensar en quíén usa esa camisa, esa remera, ese jean, ese polar, ese calzoncillo, esa toalla, ese repasador, ese par de medias, esa blusa y, especialmente, las sábanas al sol. Las sábanas tienen un encanto especial. Si uno le adjudica una historia a cada una de las prendas, las sábanas le sacan ventaja a cualquiera de las ropas tendidas: los cuerpos, los cuerpos amantes, los cuerpos solos, los cuerpos sufrientes y los regocijados. Las sábanas y sus secretos. Quiénes habrán dormido envueltos en ellas. Qué historias habrán cubierto. Y volverán a cubrir.

Entonces me acordé de un cuento de Anton Chejov, “El Beso”, donde el protagonista, Ribóvich, un oficial artillero, solitario y bastante tímido, durante la estancia de su batallón en una casa de alcurnia durante la recepción entra a un cuarto cerrado, a oscuras. “En aquel momento, de modo inesperado, se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido, una anhelante voz femenina balbuceó “¡Por fin!”, y dos brazos mórbidos, perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida mejilla se apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso. Pero acto seguido la que había dado el beso exhaló un breve grito y Ribóvich tuvo la impresión de que se apartaba bruscamente de él con repugnancia. Poco faltó para que también él profiriera un grito, y se precipitó hacia la hendija iluminada de la puerta”.

El beso lo ha perturbado, le hace sentir algo que deseaba sin saberlo. Pasa al salón. El festejo continúa, fluyen las copas, ríen los invitados, son seductoras y contagiosas las risas de las jóvenes. En la mañana siguiente, en la partida, al incorporarse a filas, en un costado de la casa, ve una ropa tendida. Le cuesta pensar en el milagro vivido. Un tiempo después, cuando la tropa de regreso, de noche, vuelve a pasar por el lugar, Ribóvich observa el paisaje. “Ante él se destacaban la caseta de baños y unas sábanas colgadas en las barandillas del puentecito. Subió al pequeño puente, se detuvo un poco, tocó sin necesidad una de las sábanas tendidas, que encontró áspera y fría”. Como siempre en Chéjov, cada detalle de la historia, propone un sentido imperceptible. El detalle siempre transmite algo, y Chéjov lo nombra apenas. Las sábanas se colman de significado. El cuento no va más allá, no le hace falta a Chejov extenderse: su literatura es así, indicial.

De modo que me vine a El Náutico, el parador de playa, y busqué los cuentos de Chejov en sus estantes. Lo único que sé es que si ese cuento me pegó es porque en algún momento fui Riabóvich: una fiesta, un beso inesperado y después la realidad. Apuesto a que entre la infinidad de lectores chejovianos varios deben haber experimentado ese instante, tal vez no exactamente en los mismos términos pero sí en su eco. Las sábanas al sol se agitan, parecen largarse a volar sujetas al alambre.

Estos últimos días estuve leyendo un ensayo de Thich Nhat Hanh, el monje vietnamita pacifista, compañero de los bonzos que se incineraban en las calles de Saigón bregando por la paz. Martin Luther King, Nobel de la Paz, en esos años de la guerra colonial, propuso a Hanh, que por entonces era profesor universitario en Berkeley, predicador contra la guerra, como su sucesor para el próximo Nobel. No lo fue. Luther fue asesinado. Thich llegó a integrar la mesa de negociaciones por la paz en París. Ningún acuerdo posible.

En su ensayo Estás aquí, Hanh escribe: “La realidad tiene dos dimensiones. Una es la dimensión histórica y, la otra, la dimensión última. Imaginá que estás contemplando el océano. En la superficie advertís que las olas aparecen y desaparecen. Desde el punto de vista de las olas existe realmente nacimiento y muerte, arriba y abajo, ascenso y descenso. Existe, dicho de otro modo, diferencias entre las distintas olas. Pero cada ola está hecha de la misma sustancia llamada agua. Es una ola pero, al mismo tiempo, es agua. Conceptos como nacimiento y muerte, arriba y abajo, y ascenso y descenso se aplican a las olas pero no al agua. La ola representa, pues, en este sentido, la dimensión histórica, mientras el agua se refiere, por el contrario a la dimensión íntima”. Esto leí y subrayé mientras el mar después de la tormenta se iba calmando.

Uno puede preguntarse qué conecta el cuento de Chéjov con el pensamiento de Hanh. En cierta forma, en la sutileza de la metáfora. Y por qué no, encontrar en esa condición de lo cotidiano, una levedad que nos explica. Se me ocurre también que la conexión entre ambos consiste en la manera de observar la fugacidad, un armisticio con nosotros mismos, un desapego consciente de la transitoriedad de la belleza. Escribe Thich Nhat Hanh: “Para convertirse en agua la ola no necesita morir. La ola puede vivir su vida como ola, pero también puede hacerlo mejor. Y cuando la ola se da cuenta que es agua su miedo desaparece”.

 

Es decir, ese es el momento en que el artillero que recibió un beso sorpresa en la noche ve luego las sábanas tendidas. Lo que transmite esa imagen congenia con la idea de la vida, la plenitud, y la muerte, pero el final que no es final: eso que pasa como milagro no es ningún milagro. Depende de nosotros que así lo vivamos.