Juré que la revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde.
Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno.
En La revolución es un sueño eterno, Andrés Rivera le hace decir a Juan José Castelli, el orador de la gesta de Mayo, lo que se había prometido a sí mismo: sus convicciones no transarían con el poder de la Corona.
Las élites españolas no estaban dispuestas a aceptar una revuelta que cambiara las reglas del juego. El rey de España debía seguir garantizando una forma de vivir en la América salvaje y turbia, pero rentable como ningún otro paraje conocido. Las relaciones de poder, los modos de producción, la propiedad de la tierra, el lugar de la servidumbre. Las guillotinas francesas estaban demasiado frescas, demasiado cerca. Si los criollos querían cambiar las cosas podían hacerse ciertas concesiones. Algo a resolver rápidamente a la hora del té.
Juan José Castelli, Mariano Moreno, Manuel Belgrano y los chisperos de French y Beruti tenían otra idea en mente. Allí sellaron su suerte, y para uno de ellos un veneno propicio en alta mar. A estos revoltosos nada los detuvo. Crecieron al punto de fundar una Nación.
Frente a convicciones inalterables, el problema que se presenta ante los poderosos es lidiar con la propia impotencia. No hay acuerdo posible con los convencidos, su voluntad no se compra ni se vende, no se achica, no se detiene. Cuando esta realidad se hace evidente, el poder apela a los métodos de los que renegará en público. Ensuciar el nombre, embarrar la cancha, exterminar la utopía.
Esta es una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria, dice Juan José Castelli según la pluma de Rivera. La memoria puede ser tan poderosa como la utopía misma. Frente a este hecho, nada parece alcanzar. Entonces, el impotente echa mano al último recurso: la eliminación del que viene a trastocar lo establecido.
En la Argentina, a la última utopía la lideró una mujer. Este liderazgo se acrecentó por la muerte temprana de su compañero. Cristina Fernández de Kirchner, en sus dos presidencias, dejó atrás el infierno que se abrió bajo nuestros pies en diciembre del 2001. Diez años después éramos, bajo su gobierno, la Argentina del Bicentenario, de la asignación universal por hijo, de las notebooks, las universidades y la ciencia, de las casas de ladrillo erigiéndose en los barrios populares, de los líderes de la región caminando en plaza de Mayo, celebrando un logro llamado Unasur.
Este camino lo recorrimos con la mujer que los poderes no habían elegido. La mujer que Néstor Kirchner propuso obstinadamente. La que habían lapidado durante el conflicto del campo, la que renacía frente a cada ataque. Una voluntad infranqueable, imposible de doblegar, que los dejaba exhaustos.
Luego de dos mandatos y una despedida multitudinaria, esa mujer siguió en pie. Lejos del repliegue, ella presentaría la jugada con la que el peronismo regresaría al poder.
Nunca estuvo tan claro como en ese momento. Esa mujer era invencible. A lo largo de los años, la habían presentado en ilustraciones furibundas, habían excavado la Patagonia, habían denunciado a sus hijos. Pero era evidente que se necesitaba algo más. Un fiscal grita entonces un odio lapidario por cadena nacional. La estrategia les regresa como un boomerang. Un pueblo agradecido la acompaña desde el minuto siguiente, porque la memoria es tan fuerte como la utopía.
Frente a este escenario, queda una sola alternativa. Si los buenos modales de la democracia no sirven, si las tapas del gran diario argentino no le hacen mella, si tampoco alcanzaba con un fiscal desorbitado, entonces el asesinato es la única, última opción.
No hay debilidad más grande que la decisión de matar. Con Cristina Fernández de Kirchner se habían probado todos los caminos del olvido. Pero allí estaban las universidades, los laboratorios, las casitas de material, las jubilaciones, la notebook de un estudiante donde podía leerse Conectar Igualdad. La única solución a la vista fue apostar a su ausencia definitiva, para la que siempre habrá mano de obra dispuesta. En una sociedad de consumo frenético, rotos y quebrados sobran. Mano de obra que se pondrá al servicio de los que nunca empuñarán el arma, pero sí la orden.
Buscando la aprobación del amo o el instante de gloria, los perdedores del sistema estarán dispuestos a cruzar todos los límites. Nadie como ellos a la hora de consumar el odio. Una bala muy cerca de la sien, qué puede salir mal.
Si aquella tarde la bala no salió de la recámara, si el segundo intento tampoco logró su objetivo, seguramente tallaron la impericia del tirador y los designios de Dios. Y si bien sabemos que algo de eso hubo, me permito traer otra hipótesis a estas líneas: la furia contenida de sus enemigos, la incapacidad frente a la que nunca pudieron doblegar, les jugó una mala pasada. En la transmisión de la orden, en los intercambios por chat y los pagos a una extraña carpintería, en la sobremesa de Casablanca, en los merodeos frente a su casa, en cada bravuconada de la novia extravagante, se colaba la rabia insegura y la pequeñez. El terror a la mujer que no podían domesticar. El 1° de setiembre de 2022, esa impotencia apretó el gatillo y disparó su fracaso.
* Diputada Nacional (MC).
Integrante de la comisión directiva del Instituto Patria.