En el '84 festejamos la retirada de la dictadura, pero no era la primera vez. La historia decía que al tiempo regresarían. Raúl Alfonsín aguantó la crisis carapintada y la híper, pero después el menemismo hizo en democracia lo que no habían podido las dictaduras: deshizo parte de la construcción socioeconómica del peronismo. Con Néstor y Cristina fue el gran desafío, el decisivo. Si el sistema aguantaba procesos de justicia social en democracia, si aguantaba en paz que se afectaran intereses del poder económico, viviríamos en democracia. Pero en vez del Partido Militar, apareció el Partido Judicial, con los discursos de odio, el lawfare y las fake news, que instrumentaron la mano que gatilló en la cabeza de Cristina Kirchner. El atentado fracasó, pero quedó claro que el pacto de convivencia democrática de la posdictadura había sido enterrado.
Para los discursos de odio, el intento de asesinato de Cristina Kirchner fue simplemente una forma de hacer justicia por mano propia, como lo explicó su ejecutor, Fernando Sabag Montiel. Lo minimizan con el cinismo típico de los que promovieron el odio. Para ellos, fue culpa de la víctima. La justificación ya se sabe, pero el odio verdadero es porque para los dueños de la economía, un puesto menor, como el de Presidente, no tendría que cambiar nada a favor de los pobres.
Desde el '45, los discursos de odio se ensañaron con el peronismo. Y en este siglo, Cristina fue su blanco preferido. Para ellos, se merece el odio, por lo que hizo. Pero ellos reemplazan con insultos y difamación lo que en verdad los indigna. Así surgen las fakenews o las falsas noticias.
En la primera fase de ese proceso intervienen los servicios de inteligencia especializados en falsa información, en informes truchos armados con suposiciones y pruebas circunstanciales. Estas mentiras son difundidas en forma masiva por las redes. Las pruebas y el cotejo crítico con la realidad, como criterio de verdad, han sido reemplazados en las redes por la masividad. Si miles de mensajes dicen lo mismo, es verdadero. La información es tomada por las corporaciones mediáticas y por periodistas que amplifican la mentira. Y finalmente, un funcionario judicial, vinculado a esa trama, abre una causa y llega a una condena.
Los doce años de gobierno kirchnerista fueron los menos violentos de toda la democracia. No hubo violencia política. Sin embargo, cuando hablan de ese tiempo dan por descontado que fueron los años más violentos y corruptos. Cristina pasó a llamarse “La Chorra” a pesar de que nunca le encontraron un solo peso que no fuera legal y que no estuviera en blanco, ni declarado o justificado. Y no fue porque no buscaran, con ayuda de los fondos buitre, incluso. La ridiculez de hacer pozos en la Patagonia se equiparó con las farsas desopilantes de periodistas que se vestían de frac y moñito y montaban escenarios de cartón para hacer fabulosas denuncias que hasta ahora nadie comprobó.
Tendrían que haber perdido credibilidad. Pero como el criterio de verdad fue reemplazado por la masividad, los “cabezas de termo” fueron los que decían que no había pruebas, que todo era humo.
Las redes fueron desplazando a los medios tradicionales con su falsa intimidad y con su engañosa masividad. Pero la masividad es generada en forma artificial por miles de trolls, cuentas falsas y bots que finalmente desencadenan una reacción crédula. Los escraches y la violencia son parte de ese lenguaje, usado por Javier Milei, que es producto, en parte, de este fenómeno.
El lenguaje violento organiza la violencia. Alrededor de este discurso surgieron organizaciones como Revolución Federal y otras. Los “copitos” no son ningunos copitos, sino parte de una organización que se formó a partir del discurso de odio que fue estimulado por dirigentes de Juntos por el Cambio. Este grupo recibía orientación política y financiamiento que no fueron investigados por la jueza María Eugenia Capuchetti.
La violencia tiene su propia lógica.Tras el discurso del fiscal Diego Luciani, insultante y salvaje porque no tenía pruebas, se produjo el intento de asesinato. Hace exactamente dos años el poder económico demostró que no acepta cambios que equilibren la balanza, por mínimos que sean. Ni acepta perder el control. Toda la furia caerá sobre el que se desmarque, como Néstor Kirchner cuando dijo que no abandonaría sus principios en la puerta de la Rosada, o Cristina Kirchner cuando advirtió que no sería mascota del poder económico. Hace dos años, nuestra democracia expuso la infección que la carcomía.
El Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, son los tres poderes institucionales de una democracia republicana. Las redes, manipuladas por pocos, así como los medios de comunicación concentrados con situación dominante en el mercado, son poderes fácticos, igual que lo fue el Partido Militar y que ahora es el Partido Judicial.
Uso las palabras fakenews y lawfare en inglés, aunque a muchos les moleste, porque su origen está en Washington, el mismo lugar donde las cúpulas de las fuerzas armadas de los países latinoamericanos fueron cooptadas con la Doctrina de la Seguridad Nacional. Y así como las dictaduras militares infestaron el continente, esta metodología de persecución judicial se aplicó contra los movimientos populares de los países suramericanos. En algunos no funcionó pero en otros determinó que fueran condenados o depuestos líderes populares como Dilma Roussef, Lula, Evo Morales o Rafael Correa.
El ideal de democracia republicana es sólo una meta. En Estados Unidos se convirtió en un sistema de lobbies de grandes corporaciones y fondos de inversión y aquí está atravesado por el Partido Judicial que, además de jueces y fiscales, abarca medios de comunicación, periodistas y servicios de inteligencia. No es una democracia real. El mensaje que se emitió con el atentado a Cristina es que será aniquilado todo dirigente que afecte los grandes intereses del poder económico.
La historia reciente de los argentinos demostró que el único destino de las democracias chuecas y tuteladas, como la actual, es la violencia. El otro camino es profundizar la democracia y regular, reformular o neutralizar los poderes fácticos que la amenazan y tergiversan.