La imagen de Fernando Sabag Montiel gatillando un revólver a centímetros de la cara de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner es la materialización brutal de un largo proceso de violencia política y simbólica. El Poder Judicial tiene el deber histórico de investigar con seriedad lo ocurrido y encontrar a los responsables materiales e intelectuales del hecho. Pero quienes militamos y tenemos responsabilidades políticas tenemos un deber igual de importante: evitar que la violencia política se naturalice y sea moneda corriente en nuestra sociedad.
En la declaración que hizo Cristina en el marco del juicio el pasado de 14 de agosto, hizo hincapié en este proceso. Quedarse con el intento de asesinato como si fuera un hecho aislado sería un acto de miopía política. La expresidenta enfatizó en que el punto de partida de la violencia fue la arena de los medios de comunicación: dibujos de ella con un ojo morado, crucificada, masturbándose o aludiendo a una enfermedad mental, entre muchos otros. Es sabido que los casos de violencia de género que llegan a intentos de femicidio, comienzan con violencia verbal y simbólica. Con Cristina ocurrió algo similar: hubo una serie de agresiones que se fueron sedimentando en un odio y una violencia profunda en parte de la sociedad . El intento de dispararle no es obra de un “loco suelto”. Además de una posible trama política detrás de este hecho, hay una trama de violencia simbólica.
Es necesario mencionar aquí otro aspecto que tiene que ver con la comunicación y la labor periodística: la desinformación. El odio hacia la expresidenta se basa fundamentalmente en noticias falsas, en una batería de denuncias propagadas por programas de televisión, radios, diarios y portales que luego fueron cayendo de a una en el ámbito judicial, pero que fueron eficaces para lograr una demonización de su figura en una parte de la sociedad. La comunicación es la columna vertebral del denominado lawfare, un dispositivo de poder muy potente con el que cuentan los sectores concentrados para desactivar cualquier liderazgo nacional y popular que busque transformar de manera virtuosa nuestra sociedad. Lo sufrió Cristina, pero también la dirigente social Milagro Sala, el actual presidente de Brasil, Lula Da Silva, y Evo Morales, aunque en su caso con un golpe de Estado similar a los que sufrimos en Argentina en el siglo XX.
Las redes sociales aparecen en este escenario como otra herramienta clave. Pobladas de cuentas faltas y trolls manejados por distintos sectores –sabemos que el gobierno de Cambiemos dedicó grandes esfuerzos y recursos para operar por esta vía, y también lo hace ahora el gobierno de Javier Milei– sirven para profundizar la desinformación impulsada por los medios tradicionales, con el catalizador, además, de que no hay ningún tipo de control sobre la veracidad de los contenidos. Estos discursos terminan por construir y justificar un entramado simbólico y una conducta de rechazo a la diferencia, a lo ‘otro’ y ‘los otros’, que resultan acusados, perseguidos, violentados. Clausuran la posibilidad de tolerancia, de diversidad, de diferencia o disidencia, que es la base misma de la vida democrática.
Hoy tenemos en Argentina –entre muchos otros factores que vale la pena discutir pero que no son pertinentes para esta nota– un gobierno que es efecto de este proceso. Milei habla en el lenguaje de odio de las redes y se maneja de acuerdo a esas lógicas: su narrativa se basa en la destrucción del otro, el insulto, la denigración y la violencia. Aún siendo jefe de Estado, sigue usando las redes sociales para insultar y celebrar todo tipo de actos de violencia en esas redes. Siempre necesita de un enemigo a quien agredir, en eso se apoya su construcción política.
Desde el peronismo y el campo nacional y popular debemos empezar a dar respuesta a estos procesos: encontrar la forma de desactivarlos, porque en este escenario nuestra derrota está asegurada y así la posibilidad del pueblo argentino de tener una vida mejor, más digna material y simbólicamente. El intento de asesinar a nuestra líder política tiene que servirnos para entender esto de una vez: el odio y la violencia política son nuestros enemigos, más allá de quiénes encarnen esa posición en una u otra ocasión. Fue en este sentido que presenté el proyecto para declarar al 1° de septiembre como “Día nacional de la lucha contra la violencia política”.
La iniciativa apunta a la concientización, a hablar cara a cara con la sociedad y buscar la humanidad que hay detrás del odio y la violencia, escondida por el resentimiento –muchas veces fundado, dado que los últimos gobiernos no dieron respuestas efectivas–, el deterioro de la economía y las instituciones. Me gusta pensar este proyecto como una propuesta abierta a que pensemos, discutamos y pasemos a la acción en este plano. La identidad del peronismo siempre estuvo fundada en tenderle una mano al otro, en generar comunidad allí donde antes solo había explotación, en promover la organización colectiva allí donde reinaba la exclusión y el individualismo. Todos estos valores siguen teniendo la misma potencia que aquel 17 de octubre de 1945 cuando Perón fue liberado por el pueblo argentino y ungido como líder histórico. Nuestra tarea es levantar estas banderas en la coyuntura actual, con los desafíos políticos y comunicacionales que demandan esta época tan confusa.
La única forma de vencer al odio y a la violencia es con organización popular, con que el valor de lo colectivo prevalezca sobre el individual, con que la comunidad se erija en una relación estrecha con los otros. A diferencia con lo que ocurre con Milei –y con la derecha en general–, nuestra construcción política no se basa en el odio a un otro diferente, sino en el lazo comunitario, en el saber que Argentina es un país que funcionará bien solo si todos y todas tenemos un lugar en la patria. Hay una frase atribuida a Perón que siempre llevo conmigo a todos lados, está colgada en mi casa y también en mi oficina: “la organización vence al tiempo”. Me tomó aquí el atrevimiento de parafrasear para decir: “la organización vence al odio”.
* Diputada nacional.