Esta columna va escrita en primera persona y comienza por el siguiente registro: más nadie que muchos tienen presente lo sucedido hace dos años. O, más grave, una presunta mayoría de quienes lo recuerdan lo toman como un episodio casi cualunque. Esperable.
Me acuerdo sin esfuerzo, seguramente como una inmensa parte de los lectores, de que “si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar” no redundó en quilombo alguno.
Hubo la reacción de declarar al día posterior como jornada de paro y movilización, que se concretaron con emotividad y bronca… pero no más allá del “núcleo duro” de la militancia kirchnerista y de sectores progresistas alarmados.
También recuerdo que los efluvios por el atentado se extendieron una semana, dos como mucho. ¿Cuánto tardaron los medios denominados hegemónicos en establecer que sólo había sido un delirio de copitos? ¿Cuántos micrófonos y centimetraje le dieron espacio a las revelaciones de ocultamientos y desvíos de atención que siguieron al hecho?
¿Quién se escandalizó, después, por la cara de nada y la voz vergonzante de Gerardo Milman desmintiendo haber dicho en el bar Casablanca, horas antes del 1 de septiembre, que para el momento de Cristina asesinada él ya estaría tranquilo por algún lugar de la costa bonaerense?
Es más. Vamos a suponer que no hubiese prueba ni indicio firme alguno de las maniobras escandalosas capaces de haber borrado lo indesmentible del complot, cualesquiera fuesen los involucrados.
¿Acaso eso elimina también el clima de violencia propiciado desde prácticamente todos los medios de la oposición, contra la figura de Cristina en particular?
¿Acaso eso no significa al atentado como probabilidad de que en algún momento alguien intentaría matarla, y que por tanto resultaba lógico que sucediera porque el gobierno era un desquicio de corrupción, encierro en la pandemia, defección de las promesas de “volver mejores”, y que más tarde o más temprano “tenía que pasar”?
¿Acaso no es cierto que, desde los instantes inmediatos al disparo fallido, pudo escucharse a un coro periodístico deslizando suspicacias sobre la verosimilitud de las imágenes?
¿No fue veraz que Patricia Bullrich se negó a condenar la bestialidad, y que la inmensa mayoría de la oposición de entonces no salió a repudiar esa actitud execrable?
¿De qué hablamos, ergo?
¿De que hay dudas sobre los ejecutores materiales e intelectuales del atentado?
¿O de que no hay duda alguna en torno a que se propició esa violencia, para que redundara en unos “lúmpenes sueltos” o en manos (¿bien?) ocultadas que los proveyeran?
¿El fondo de la “discusión” es quiénes fueron realmente? ¿O que realmente no había forma de que algo así no terminara ocurriendo?
Sobre la negligencia en el manejo del celular de Fernando Sabag Montiel, hay una crónica extraordinaria escrita en este diario, por Irina Hauser, el 16 de agosto pasado.
Entre otras tantísimas precisiones, la colega detalla que, el día anterior, declaró otro testigo ante María Servini de Cubría: el exdirector de Inteligencia Criminal, Damián Neustadt, quien estaba en la sede de la Policía de Seguridad Aeroportuaria cuando llegó el teléfono.
Ese funcionario especificó que la custodia de la jueza María Capuchetti llegó a la PSA con el “sobre bajo el brazo”, “abierto” y “prendido”. El texto tenía un alerta de letras rojas y, a partir de eso, los peritos implementaron procedimientos para salir de esa pantalla e iniciarlo. Antes habían consultado al secretario del juzgado si seguían con ese accionar. Y la respuesta fue afirmativa porque el celular estaba allí.
El procedimiento culminó con “reseteado de fábrica”, como si estuviera en cero. Decidieron no tocarlo y nunca más se intentó obtener el contenido.
Ese dato es uno de los más espeluznantes acerca de la negligencia o complicidad con que se actuó desde las instancias iniciales. Todo está en manos del tribunal oral.
Hauser sostiene que la pérdida de información en las primeras horas investigativas, sobre el celular del principal acusado, está muy cerca de desatar un escándalo mayor. Una bomba de tiempo a cargo de Servini. Ella es quien debe desentrañar, precisamente, qué pasó con el aparato. Por lo pronto, ya hay un pedido de juicio político, presentado ante el Consejo de la Magistratura por diputados de Unión por la Patria, contra la jueza Capuchetti.
Ojalá Irina tenga razón porque, al menos, serviría para dejar casi completamente desnuda la trama de barbaridades implementada, en un caso que en cualquiera de “los países serios” ya hubiera provocado de mínima un terremoto mediático (siquiera por razones de pudor institucional).
Sin embargo, lo que en toda hipótesis parece quedar cada vez más lejos es la probabilidad de desenmascarar a los autores intelectuales del atentado. Entre otras cosas, hay demasiados Caputos de por medio como para que eso suceda.
Y hay una relación inversamente proporcional entre lo que a “la gente” le interesa del tema y las chances de que se presione para encontrar la verdad.
Dicho de otra forma, la muy mala imagen que resultó del Frente de Todos -incluyendo por supuesto a la propia Cristina- provoca que semejante asunto se ningunee, relativice, o que directamente no importe de manera masiva.
Me temo que eso, como se dice ahora, debe “interpelarnos” como sociedad.
¿Un intento de magnicidio que recorrió el mundo, con una pistola gatillada en la cabeza de la vicepresidenta a centímetros de distancia, pasará así como así a un baúl de recuerdos difusos? ¿O, peor, como una suerte de acting que habría perpetrado el kirchnerismo para victimizarse?
Es lamentable pero, si quieren un ejemplo de comunidad rota, indiferente o desconfiada respecto de todo cuanto provenga de “la política”, acá tienen un ejemplo demoledor.
La historia continuará porque los procesos sociales nunca se detienen completamente. Pero tomemos conciencia de que deberá trabajarse mucho, demasiado, para reconstruir las memorias imprescindibles.