La noche del 1° de septiembre del 2022, a las 20:52, Argentina tambaleó en la cornisa. El destino quiso que la bala dirigida a la entonces vicepresidenta Cristina Fernández se negara a responder al gatillo de Sabag Montiel y el país esquivó volver a caer en el abismo de la muerte por razones políticas. Sin embargo, ese instante dejó marcas profundas. Fue un quiebre en nuestra historia reciente y el potencial latente que todavía sigue cargando exige una reflexión profunda que, lamentablemente, no todos están dispuestos a hacer.
El intento de magnicidio contra Cristina, una de las figuras políticas más importantes del siglo XXI, fue un acontecimiento sumamente perturbador, pero lamentablemente no inexplicable. Sintonizó a la perfección con el clima de persecución y violencia que meses antes, desde distintos sectores del gran aparato mediático, político, económico y judicial, se había empezado a promover de forma articulada contra su persona y el espacio político que representa.
Cristina fue -y sigue siendo- atacada en su carácter de mujer, de madre, de militante, de dirigente y referente política y social, de todas las formas imaginables. Todos y todas fuimos testigos de cómo los ataques discursivos y simbólicos mutaron lentamente en ataques tangibles y visibles con el correr de los meses.
A las tapas de revistas intencionalmente denigrantes y pedidos de “pena de muerte” —entre otras irresponsables expresiones de ex funcionarios— se fueron sumando amenazas y persecuciones en la vía pública por parte de grupos de ultraderecha a dirigentes allegados a la ex vicepresidenta; horcas, antorchas, guillotinas y bolsas mortuorias con su rostro en Plaza de Mayo; pedradas contra su despacho en el Senado, entre otros lamentables eventos.
A cuenta gotas pero de forma sistemática y legitimado por un sector de la política, el espiral ascendente de odio fue cumpliendo su función: mientras se la perseguía judicialmente, se corría lentamente el límite de lo socialmente permitido.
La saturación de microviolencias dio paso a la naturalización y a la anestesia colectiva. Mientras tanto, la descalificación y deshumanización de su figura, dentro y fuera de los tribunales, continuaba a toda marcha. La bala que no salió y el fallo que sí saldrá, titularía con posterioridad el “gran diario argentino”, una especie de profecía tan reveladora de la connivencia entre poder mediático y judicial, como escalofriante.
Cualquiera imaginaría que, dos años después de aquel atentado, todo el arco político debería haber reflexionado y problematizado las distintas agresiones que lo precedieron y posibilitaron. No obstante, no sólo no se problematizaron, sino que tampoco cesaron. Hoy en día nuevas formas de violencia son utilizadas como herramienta de construcción de poder por parte de sectores con terminales directas en el Ejecutivo Nacional. En los últimos meses el escenario virtual tomó protagonismo como usina inagotable de odio, estigmatización y desinformación; y las patotas digitales, promovidas en muchos casos por el Presidente y otros altos cargos, operan a la orden del día.
A la trama de violencia que antecede, atraviesa y trasciende el intento de magnicidio, se le suma una investigación judicial que no investiga.
La Justicia no avanza con la contundencia que debería en función de la gravedad institucional del caso. Las evidencias que hacen suponer estrechas vinculaciones políticas con el atentado —en cuanto a financiamiento y planificación intelectual— se acumulan en cajones y en el banquillo de los acusados, convenientemente, sólo aparecen los autores materiales.
La noche del 1° de septiembre del 2022, a las 20:52, Argentina tambaleó en la cornisa. Clausurar definitivamente el potencial latente de la caída al abismo exige no sólo una sociedad dispuesta a luchar contra la posibilidad de que el acto de violencia política más grave desde el retorno de nuestra democracia quede impune.
También exige salir del estado de parálisis y resignación en el que nos quieren los violentos. Hay que retomar la capacidad de respuesta democrática frente a la agresión que atenta contra la convivencia pacífica y busca ser instrumento para avanzar en una Argentina para pocos.
Porque no nos engañemos, la bala no fue contra Cristina como persona, fue contra lo que ella representa en términos de transformación social. Fue contra las ideas, contra un proyecto determinado de país, contra la posibilidad de tocar intereses para defender a otros. Como ella dijo el algún momento, "cuando uno decide jugar de un lado, sabe que no es gratis”.
* Diputada nacional.