El tuit es del 9 de agosto. Cuando empezaron a trascender las imágenes de Fabiola Yáñez plagada de moretones, tras su denuncia de violencia de género, Cristina Fernández de Kirchner escribió en X un largo posteo que terminaba así: “En lo personal y como mujer que ha sido objeto (y lo sigue siendo) de las peores violencias verbales y políticas, hasta la máxima experiencia de violencia física, como fue el intento de asesinato del 1 de septiembre de 2022, expreso mi solidaridad con todas las mujeres víctimas de cualquier tipo de violencia, sin olvidar las palabras que Francisco me dijo al día siguiente de aquel hecho: ‘toda violencia física siempre es precedida de violencia verbal’”.
CFK repitió esa línea argumental cuando declaró en calidad de víctima el 14 de agosto ante la jueza Sabrina Namer. Le sumó la condición de mujer que, como presidenta, recuperó YPF y creó la Asignación Universal por Hijo.
Sin embargo la diferencia entre la denuncia de Fabiola Yáñez y el atentado a Cristina no es de gradación en la violencia de género. Es cualitativa. Son fenómenos distintos.
La gravedad institucional de las denuncias de Yáñez deriva de que Alberto Fernández era el Presidente de la Nación. Pero no había riesgo de conmoción interior.
En cambio, el atentado contra una vicepresidenta en ejercicio y dos veces expresidenta sí constituye, lo logre o no, un tema de conmoción interior. Ni hablar de lo que habría pasado si la bala hubiera salido de la recámara e impactado en la cabeza de Cristina Fernández de Kirchner.
El asunto es tan grave que el artículo 23 de la Constitución Nacional, sobre el estado de sitio, lo justifica tanto “en caso de conmoción interior” como de “ataque exterior”. O sea que coloca las dos eventualidades en un mismo nivel. Pueden poner en peligro "esta Constitución y (...) las autoridades creadas por ella”.
No hay duda de que atentar con una vicepresidenta pone en peligro a la Constitución y a una de sus autoridades. Tampoco hay duda de que si el atentado hubiera sido exitoso el peligro para la Constitución habría sido de alcances inimaginables, por la supresión de la vida de una de las autoridades creadas por ella.
La exvicepresidenta es una política experimentada que seguramente participó de la línea elegida para sus declaraciones, tanto desde el punto de vista político como jurídico.
Pero lo más importante desde el punto de vista de la salud de la democracia no es la estrategia de CFK y sus abogados sino las cosas que la jueza María Eugenia Capuchetti dejó de investigar.
Una parte de lo que la Justicia no hizo ya fue denunciada por CFK y prolijamente contada por Irina Hauser en su libro Muerta o presa. La trama que hay detrás de Fernando Sabag Montiel, por ejemplo. O la sospechosa ruptura de la cadena de custodia del celular.
Pero hay algo más que Capuchetti no hizo, y tampoco hicieron administrativamente el gobierno de Fernández ni el de su sucesor, Javier Milei: examinar el sistema de prevención y protección en torno de la vicepresidenta.
Cuando se produjo el atentado a Donald Trump, el Congreso convocó a la directora del Servicio Secreto, Kimberly Cheatle. Ella dijo que se sentía “avergonzada” por el atentado que cometió Thomas Crooks, abatido recién después de disparar, y renunció. Las cadenas Fox y CBS informaron que como mínimo cinco miembros del Servicio Secreto fueron retirados. El punto clave es cómo Crooks pudo acceder a la terraza desde donde accionó el rifle sin haber sido detectado antes por los contra-francotiradores. Aquí todavía es un enigma la razón por la que a ningún organismo del Estado le llamó la atención la presencia, en un lugar sin niños, de un grupo de vendedores de copos de azúcar.
La Argentina tiene un organismo con funciones similares a las del Servicio Secreto: la Casa Militar, dependiente de la Secretaría General de Presidencia.
El 17 de marzo de este año la periodista Luciana Bertoia publicó en este diario una nota sobre el recambio en la Casa Militar. Ese día entró como jefe el coronel Sebastián Ibáñez en lugar del coronel Alejandro Guglielmi. Lo impactante es que Guglielmi surcó las presidencias de Mauricio Macri, Alberto Fernández y, hasta marzo, también la de Milei. El segundo elemento notable es que Guglielmi es hijo de un militar que, informa Bertoia, figura en la lista de represores de la Conadep. Se llama Carlos Alejandro Guglielmi y fue socio de Horacio Estrada, jefe de un grupo de tareas en la Escuela de Mecánica de la Armada, hombre vinculado al tráfico de armas en tiempos de Carlos Menem y muerto de un balazo en la cabeza. Ningún hijo es sospechoso por simple filiación, pero aquí se trata de una cuestión de confianza: ¿había obligación de mantener a un oficial de confianza de Macri? El tercer punto que parece increíble es que Guglielmi había sido conservado en su puesto después de un desastre que pudo haber sido trágico: en noviembre de 2020 Diego Armando Maradona fue velado en la Casa Rosada, el homenaje se desmadró y la policía gaseó afuera y adentro, a gente que llegó hasta el Patio de las Palmeras.
El Mapa del Estado dice qué objetivos tiene la Casa Militar. Basta con citar el primero: “Proveer la seguridad del Presidente de la Nación, del vicepresidente de la Nación, de los exmandatarios y de sus familiares directos". Y el quinto: "Entender en la coordinación de los efectivos de la Policía Federal Argentina asignados a la división Custodia Presidencial, quienes actuarán bajo la dependencia de Casa Militar, a través de la Agrupación de Seguridad e inteligencia actuando de conformidad a las leyes y reglamentos que rigen su accionar".
El texto ya es tajante. Las primeras tres palabras son “proveer la seguridad”. Y entre las autoridades a proteger está la persona que ocupe la vicepresidencia.
Y hay algo que el Mapa no dice pero que es una realidad y fue chequeada por este diario con tres funcionarios de primera línea de las distintas presidencias: la Casa Militar tiene la tarea de articular tareas de inteligencia y prevención con la Secretaría de Inteligencia de Estado, ahora, y antes con la Agencia Federal de Inteligencia, como se llamaba el día del atentado. ¿Funcionó la prevención todo lo posible? ¿Funciona?
Un magnicidio es la expresión más alta de la violencia política. Un intento de magnicidio también. Ampliar el tablero y pensar nuevos elementos no suprime ninguna investigación judicial ni anula ninguna culpa. Significa, simplemente, tomarse en serio un tema de Estado.