De todos los integrantes de la barra, el inglés era el único que llevaba doble vida. Arquero indiscutido en la canchita del costado de la vía durante los días de semana, pasaba sábados, domingos y feriados practicando un deporte raro, con dos letras hache en los extremos del terreno y una pelota deforme que había que patearla por arriba del travesaño para poder gritar un gol. No solo su apellido se escribía de una forma y se pronunciaba de otra, también el David de extramuros se convertía en Deivid dentro del club exclusivo para socios con mucha plata. Compañero de banco en la escuela fiscal del barrio, aprendimos a escribir juntos mediante una prolija letra cursiva algunas que otras verdades, supimos dejar constancia en los primeros cuadernos cosas simples como ser que nuestras mamás nos amaban o que era ese oso el que amasaba la masa. Progresivamente fuimos alternando los libros de lectura con el Billiken semanal. En ambas publicaciones la historia argentina no empezaba con un cabildo abierto en un día lluvioso, nos enseñaban sobre dos invasiones frustradas, aceite hirviendo sobre las cabezas de soldados ingleses y un virrey que se escapaba con el oro de la corona hacia las sierras cordobesas. A mi amigo, para hacerlo enojar, bastaba con decirle, “inglés, ¡devolvé las Malvinas!”. No sólo compartimos el viejo pupitre, también nos unía la misma medianera. Su chalet de dos plantas estaba protegido en el frente por un alto muro pintado de blanco, ocasional arco imaginario en dónde pasábamos horas probando al portero titular del equipo con pelotazos desde el medio de la calle adoquinada. Su abuelo, hombre metódico y detallista, nos obligaba a quitar del muro las marcas que los gajos del cuero mojado dejaban estampadas contra la red de ladrillos, lo pedía desde su sillón de cuero negro, moviendo sutilmente su vaso con whisky y pronunciando las mismas palabras de siempre, “tienen que acostumbrarse a limpiar lo que ensucian, a dejar las cosas como estaban antes.” Cuando el silencio asfixia, la proscripción aturde y la injusticia manda, los que se encargan de gritar palabras mudas son los sordos muros. “LUCHE Y VUELVE”, fue la primera leyenda que leí sobre el pizarrón callejero color tiza. Para bien de don Roberto, prolijo pintor de la zona, las inscripciones eran tapadas de inmediato, por una cuestión de limpieza y sobre todo por no comulgar con las consignas prohibidas por decreto, que parecían brotar por generación espontánea sobre la humedad de la pintura fresca, “PATRIA SÍ, COLONIA NO”, “CÁMPORA AL GOBIERNO, PERÓN AL PODER” y “PERÓN PRESIDENTE, LASTIRI QUE REVIENTE”, son algunas de las leyendas que recuerdo haber leído en aquella primavera. Una mañana lejana, algo extraño ocurrió, había una sola palabra escrita sobre el ángulo inferior derecho del paredón, en el sitio donde habitualmente firmaban con siglas las organizaciones responsables de los mensajes, una única palabra escrita en cursiva en forma inclinada desde abajo hacia arriba, un término tan anónimo como inentendible para mí que alguna mano invisible había copiado entre las sombras, más que un grito sonaba como una súplica aquella inscripción suplicando “lealtad”. Duró mucho tiempo el manuscrito, tal vez, los dueños de la casa estuvieron esperando que alguien completara el enigma para después taparlo, o en su defecto tomaron dicho grafismo como un detalle pintoresco para la fachada. Un poco por vagancia, pero mucho más por culpa de mi alma de periodista, antes que recurrir al diccionario prefería preguntar a los adultos conocidos el significado de todo lo que no entendía. Dicho método, que aún practico, me nutrió de muchas más acepciones que las aceptadas por la Real Academia, aprendí neologismos, metáforas y asociaciones varias. Doña Mercedes, mujer solitaria a quien solía hacerle mandados diariamente, no dudó en aclarar que lealtad era una virtud que sólo poseían los perros. “Pituco” Aguirre, engrupido galán, siempre vestido de punta en blanco, me aseguró que lealtad era sólo una cuestión de hombres, que no la buscara jamás en mujer alguna. No sé por qué, pero sus palabras me hicieron darle la razón a mi vecino Antonio, chofer de la línea 59 y cantor de tangos durante los fines de semana, cuando me dijo, “el Pitu es un gil a la gurda, un otario que soñó con ser un Macoco tirando manteca al techo en restaurantes parisinos y resultó ser un abombado que volvió vencido a la casita de los viejos después del primer tortazo”. Dicho vocablo ya no sólo estaba escrito sobre el paredón, también lo llevaba prendido en mi pensamiento. La tarde en la que descubrí que no sólo contaba con la misma cantidad de letras que la palabra amistad, también compartían la última sílaba, deduje de inmediato que la elección del inglés en atajar para nosotros todas las veces que invadimos su club, saltando los muros centenarios, con el fin de desafiar a los rugbiers en un partido de fútbol, no fue más que un acto de lealtad. Después, nuevos vecinos, entre mudanzas y ausencias, pintaron el tapial de rojo para demostrar que nada quedaba como antes. Siempre me negué a escribir sobre la tapia escarlata, cuando, como integrante de una generación testigo del espanto, decidí tomar la brocha y el aerosol para exigir una democracia con memoria, verdad y justicia, la palabra ahogada bajo un mar de cal nunca me lo permitió. Los efectos colaterales de la tecnología comenzaron a preocupar a las madres de los individuos incapaces de soltar sus muñecas endurecidas a causa de la digitalización. Mandalas, cuentos para pintar y apoyos escolares, son algunos caminos alternativos que intentan en forma desesperada para que sus hijos adquieran el hábito de escribir con un lápiz. Thiago, sin dudas, es mi mejor cliente y el mejor practicante de letra cursiva que conozco. La otra mañana, ante la falta de material disponible para ofrecerle, tomé una libreta de apuntes, escribí sobre una de sus hojas rayadas con una fibra negra la palabra recordada y se la regalé para que practicara repitiendo dicho sustantivo las veces que quisiera hacerlo. Tomó el obsequio, me agradeció y después de leerlo me preguntó, ¿“lealtad…qué es lealtad?”. Tal vez por haber aprendido que para hablar de igual a igual con un niño es menester para todo adulto dejar de mentir, no tuve otra respuesta para darle, “es una palabra que llevo escrita en un paredón de mi memoria”.
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