Si fuera por el espectáculo que ofrece el oficialismo, nutrido por escandaletes varios, debería suceder que la oposición aproveche aquello de no interrumpir al enemigo cuando está equivocándose. Pero distan de ser lo mismo los tropiezos del Gobierno y las (in)acciones del lado adverso. ¿En qué radican esas diferencias?

La gestión de Javier Milei y su Hermana en Jefe tiene el problema serio de que la economía en general y la restricción de dólares en particular no presentan visos reanimadores, como no sea a través de un empobrecimiento masivo si se lo mide en ingresos de bolsillo.

Esa ruta recesiva que, empero, baja la inflación de los números fríos, tiene olor al aguante que hubo en el primer menemismo. Antes de la convertibilidad. Se provenía del golpe de mercado contra la administración alfonsinista. Los intentos sucesivos de la caravana riojana para establecer una alianza con los otrora “capitanes de la industria”, o presunta burguesía nacional, no surtieron efecto alguno. Hubo una segunda hiperinflación y el Plan Bonex de Antonio Erman González.

Entonces llegó Domingo Cavallo y concretó el delirio del peso igual al dólar que, para los olvidadizos sin remedio, duraría varios años antes de su inevitable estallido. En ese lapso, y símil o idéntico a la tablita cambiaria de la dictadura hasta 1980, la clase media que regula el humor colectivo compró una fantasía inenarrable.

Milei -y así sigue- ofertó comprar otra que consiste en la magia de lograr equilibrio fiscal como solución a todos los males de Argentina y del mundo. Pero, al revés de la Plata Dulce resguardada por la primera etapa de financiarización del capital; y de Menem, que contó con la avalancha de divisas surgida de las privatizaciones, en la actualidad no hay ninguna zanahoria. Nada de nada, como no fuere el efecto que produciría ver reducida la inflación oficial.

“La gente” no percibe logros positivos en el día a día, mientras se transcurre el discurso de la luz al final del túnel. Tampoco, para los más interesados en cuestiones nodales, hay algún atisbo de modelo de desarrollo a largo plazo. Ni siquiera de crecimiento. En este mes volverán a acumularse aumentos en las tarifas de luz, gas, agua, transporte público, prepagas, colegios, peajes. Lo que iban a hacer en un único saque van cumpliéndolo en cuotas, cual si eso pudiera aminorar el deterioro de los ingresos.

Sin embargo, se impone la paciencia popular. Y de los propios sectores medios que ven derrumbarse sus criterios aspiracionales. No quedar asimilados al empobrecimiento, y menos que menos a los pobres. Hay malas noticias para ellos, según estarán constatando quienes dicen “qué va’cer, hay que aguantar”.

Es aquí donde entra a jugar el estado de la oposición, como factor inescindible del escenario de parálisis confrontativa. Hablemos, por ejemplo pero vaya ejemplo, de la anomia sindical (sugerimos la lectura de un muy buen artículo del colega Nicolás Balinotti, en La Nación de este sábado, acerca del juego a dos puntas de Milei y la CGT, que los ubica del mismo lado).

¿Puede ser que se haya asistido a gaspimentear jubilados y la CGT, para no abundar, gracias si se remitió a un comunicado de repudio, vergonzante, al día siguiente? ¿Puede ser que un hecho de esa naturaleza haya quedado perdido entre los culebrones de mileísmo y macrismo (y UxP), y las negociaciones sottovoce para integrar la Corte?

En forma reiterada, venimos afirmando que en la oposición (sólo) parece asomar una suerte de conglomerado, con base en Unión por la Patria y radicales variopintos, dispuesto a ponerle freno parlamentario a algunas de las brutalidades del “régimen”. Dejemos para otro momento discutir si hay que quitar las comillas.

Esas intentonas dan a inferir/desear que en la inmensa parte del vaso vacío hay, aunque sea, unas gotas resistenciales. No es un dato menor, teniendo en cuenta que, al fin y al cabo y por más obvio que resulte a dónde conduce este modelo, van a cumplirse recién nueve meses desde el comienzo de su ejecución.

Esto es: un plazo corto, acá y en cualquier parte, para que quienes le dieron apoyo en las urnas asuman su desencanto.

Otro elemento, más estructural, es que el núcleo antiperonista de la sociedad -ni hablar del antikirchnerista- no es duro. Es prácticamente monolítico.

La sola excepción fueron las elecciones que ganó Cristina en 2011. Ni en 1957, 1962 y 1966, con el peronismo proscripto; ni en marzo y septiembre de 1973, con Perón en vida y un clima de enorme agitación social, pudo quebrarse el alrededor de 40 por ciento de los votos que conforman ese grueso durísimo del “anti”.

Y si no se quiere ir tan lejos, incluyendo las elecciones de los ’80 y ’90 apenas son escudriñadas, ¿acaso se olvida que en el balotaje de 2019, en medio de la catástrofe cambiemita, Macri obtuvo el 41 por ciento de la voluntad popular siendo que enfrentaba al “moderado” a que debió recurrir CFK porque, precisamente, de otra manera no había caso para una mera victoria progresista?

Eso implica -de tan elemental hasta da pudor remarcarlo- que todo análisis y proyección política debe incluir a ingredientes muy afirmados en el pueblo argentino (salvo que sólo se estime a “pueblo” como una entidad homogénea, de “laburantes” sin más ni más, en la que apenas contarían las mayorías sufrientes y no sus subjetividades alimentadas, para peor, por el tiempo triunfante del individualismo extremo).

Pero también es cierto que la pérdida de identidad combativa no conduce a ningún lado beneficioso para esas mayorías. Las coyunturas y la sensación de un futuro próspero, o más relajado, mejoraron hacia ellas cuando hubo un liderazgo claro. Y preceptos básicos de un capitalismo menos salvaje, más integrador.

Frente a ello, puede optarse por asumir la realidad o por entrar a debates puramente teóricos, de inviabilidad epocal, acerca de lo intrínseco del salvajismo capitalista. Marcar este aspecto es o podrá ser imprescindible, pero a todas luces resulta inconducente para evitar las variantes más extremistas del sistema. En caso de que alguien crea lo contrario, que explique si Milei llegó a ser Presidente parido por un repollo.

En consecuencia, todo indica que “el campo nacional y popular”, entendiéndose por tal cosa a las franjas desde las que podría surgir una opción ganadora en el voto y eficaz para gobernar, debe descubrir lenguajes renovados. Menos olor a naftalina. Descartes de dedos cupulares. Recambio generacional de los dirigentes. Retome del cuerpo con cuerpo en la calle, en vez de militar nada más que en las redes y en los comunicados. Propuestas concretas que no se remitan a actuar constantemente a la defensiva.

Si después de todo eso y tanto más siguen ganando los de enfrente, vale la frase de Raúl Alfonsín cuando dijo que había que prepararse para un gobierno de derechas. Alfonsín. Un socialdemócrata de esos que repudia la ¿renacida? derecha peronista, agrupada hoy en torno al lado Villarruel y Moreno de la vida.

Que a propósito:

¿Así que el nacionalismo consiste ahora en depositar expectativas en una vicepresidenta que reivindica al terrorismo de Estado, que se implementó por vía de Videla y Martínez de Hoz para satisfacer los intereses del Imperio, que años después se formalizarían en el Consenso de Washington, que instrumentó el (neo)menemismo redivivo? Mirá vos.

Como decía un pasaje de una canción setentista, las cosas se cuentan solas. Sólo hay que saber mirar.

No se advierte que haya perdido vigencia. Sí que se trata de apartar combates de egos e internas irreductibles en el relato y acción de las corrientes y dirigentes que encarnan una visión anticolonial, eliminando pelotudeces tales como la dosis de peronismo en sangre (¿cuál peronismo?), lazos de familia en la construcción política y micro-climas tribales.

De lo contrario, los hermanos presidenciales y sus actores del Poder podrían seguir pochocleando con la vereda de enfrente distraída en el estallido de los bloques libertaristas, los tejes y manejes para aprobar o rechazar a Ariel Lijo en la Corte Suprema, los dichos neardentales del ministro Cúneo Libarona y el resultado de las milanesas entre El Javo y Mauri.

Que así no sea.