A los 90 años festejó la Navidad y al otro día, murió. Era 1983. No sabemos qué dijo en ese exacto momento, pero sí lo que le hubiera gustado decir, tal como Joan Miró lo confesó en una entrevista: “Me gustaría morirme diciendo mierda”. El hombre que pintaba mujeres, flores, pájaros y estrellas decía buscar la violencia en la pintura, porque pensaba que eso es lo que ayuda a las personas a salir de su letargo. Detestaba por sobre todas las cosas lo que él llamaba la pereza mental, la actitud de hastío ante todo, el conformismo. “Cuanto más envejezco, más fuerte es la tensión. Esto inquieta a mi mujer. Cuanto más envejezco, me vuelvo más loco, agresivo o malvado, si usted quiere.”
Básicamente, hasta 1924 nadie hablaba de Miró, quien era un completo desconocido. En 1925 pinta sobre un fondo azul un minúsculo círculo arriba a la izquierda y lo titula “Peinture”. Cuando le preguntan, contesta: “Quería obtener, con un mínimo, el máximo efecto”. Se refería al máximo de pureza. Es cuando cumple 32 años que empieza a circular su nombre, asociado al misterio. “Misterio Miró”, lo llamaban sus amigos y conocidos, incluído Picasso. Su mejor amigo, el coleccionista Joan Prat decía: “Sabiendo todo de Miró nada sé de él”. Uno de los responsables de su fama fue su representante, el hijo de Matisse, Pierre, quien logró que el pintor tuviese muchísimo éxito en las ventas y repercusión en Estados Unidos. Pero es en 1954 cuando empieza su consagración, con el Gran Premio de Grabado de la Bienal de Venecia. Miró tenía 61 años y a partir de allí, su carrera sería imparable. Miró: la experiencia de mirar, reúne la obra que el artista hizo a partir de ese momento. Son veinte años de frenética producción de obra, de las cuales se pueden ver en el Museo de Bellas Artes media centena. La exposición –que viajará en marzo de 2018 al Museo de Arte de Lima– presenta 18 pinturas, 6 dibujos, 26 esculturas y dos filmes: Miró parle (Miró habla), de 1974, del fotógrafo y realizador francés Clovis Prévot y el cortometraje Miró l’altre (Miró, otro), de 1969, dirigido por Portabella, una de las piezas más importantes de la filmografía dedicada al autor.
La masificación y el consumo posterior que generó su obra a partir de la década del 50, opacan la libertad revolucionaria en la que el artista catalán buceó hasta encontrar su personal alfabeto pictórico. Es que su inventario no es hermético: signos de pájaros que son mujeres, estrellas que son lunas, puntos que son células, líneas negras que son vuelos de pájaros. Decía Miró: “Mi pintura no es de ningún modo una diario secreto. Es una fuerza atacante, que se exterioriza.” No hay secretos en sus tesoros. Son los tesoros de casi todos. El placer del erotismo, el misterio pacificador de la noche, la belleza de una piedra, la gracia del vuelo de los pájaros, la potencia infinita de una mirada. Las pintura expuestas presentan ese universo. El cuadro Personajes, pájaros, constelaciones a pura manchas y silencio nos abre un cielo entero, o Paisajes de 1976, azul, rojo y negro, tres puntos, una línea y una estrella. Y así Miró nos regala un horizonte inmenso, repleto de tierra y cielo. Del mismo año, el acrílico sobre lienzo Pájaro en el espacio, donde una pincelada entrecortada pero continua nos hace visible ese trayecto imperceptible.
Su infancia no le permitió navegar por la indiferencia, el letargo que él decía lo fastidiaba. Entre los ocho y los diez años, los domingos a la mañana iba solo al Museo de Arte Románico. El artista que sería legendario por sus silencios, y cuya religión sería Montroig –la tierra de la casa de sus padres– dibujaba sin parar desde que tuvo conciencia. No era un juego, explicó. Era una necesidad física. Dibujaba porque se sentía sólo. Sus padres, con quienes sentía tener una gran barrera, no se ocupaban de él: “Sentí esa soledad de forma muy dolorosa y violenta cuando era muy joven, un niño, pero eso me ha dado fuerza”, decía un hombre que jamás se lamentaba. Como no se lamentó en su minúsculo y helado taller de París, en los comienzos de su carrera, cuando el hambre lo cubría todo. Lo sublimó en poesía, lo transformó en pintura: “En el ovillo de hilo desecho por los gatos vestidos de arlequín humo retorciéndose y apuñalando mis entrañas en la época de hambre que dio nacimiento a las alucinaciones registradas en en ese cuadro bellas floraciones de pez sobre un campo de amapolas anotadas sobre la nieve de un papel tembloroso como la garganta de un pájaro al contacto de un sexo de mujer en forma de araña con patas de aluminio al entrar en mi casa del 45 de la calle Blomet esa tarde”, escribió para describir una pintura.
Su trabajo era permanente y su disciplina, la de un monje laico. Cuando a Miró le encargaron las ilustraciones de Las Soledades de Góngora, tenía el libro a la entrada del taller, junto a la escalera. Todas las mañanas, al entrar, leía un fragmento muy breve. “Eso basta”, dijo en una entrevista, “todos los días. Un poco, como los monjes. Lo que leo entra en mi inconsciente.” Cuando más trabajaba era entre las 4 y las 7 de la mañana. Trabajo sin trabajar, en la cama, decía, por el estado de lucidez onírica de esas horas, para luego comenzar su día en el taller. Se levantaba todos los días (inclusive los fines de semana) a las 8 de la mañana, se bañaba y bajaba al taller, donde trabajaba hasta la hora del desayuno y luego trabajaba hasta las dos. Almorzaba, descansaba veinte minutos y volvía la taller. El estado mental allí era para el artista un estado espiritual, tan ensoñado y cósmico como el que se ve reflejado en los grafismos de su obra: “Yo nunca sueño de noche, pero en mi taller estoy en pleno sueño. Me duermo como un bebé. Cuando trabajo, cuando estoy despierto, sueño. Mi mujer me habla y yo estoy siempre ausente. Ni sueño provocado, ni drogas. El sueño está en mi vitalidad, no en los márgenes”, confesaba.
Cuando en 1977 el escritor y periodista Georges Raillard visita el atelier de Miró en Palma –donde trabajó los últimos años y construyó las obras que se ven en la exposición– en su taller había más de cien telas en curso. Miró trabajaba incansablemente: “Lo que me interesa es no frenar el impulso. No me puedo detener. Me siento cada vez más atraído, es algo mágico. Por la mañana bajo al taller, lo recorro y, altamente, siento que algo me atrae. No puedo evitarlo”, decía, como un animal que en su territorio alcanza la plenitud de su instinto.
Su obra es hija directa de la alta producción durante más de sesenta años. Su búsqueda fue su brújula: construir un vocabulario propio, marcar los lienzos con sueños, minimizar hasta lo inimaginable las figuras, logrando una geometría de una alegría y una fuerza tan austera como inaudita. Sus esculturas son testimonio de su logrado alfabeto. Mujer y pájaro, Cabeza en la noche, Muchacha, Figura, expuestas entre otras en Miró: la experiencia de mirar, son esculturas deliciosas de un minimalismo pero a su vez de una expresividad conmovedora. En relación a la figura de la mujer, que repetía una y otra vez bajo distintas formas, el artista dijo: “Para mi, lo que llamo Femme no es una criatura femenina, es un universo”.
Es que los ojos de Miró veían entre las cosas. Sus dos referentes máximos, Apollinaire y Rimbaud, fueron los brujos de quienes había obtenido la confirmación de que es necesario transformarse en un vidente. Encontraba destellos, que traducía a colores –sólo trabajaba con los primarios– con los que armó su alfabeto. Algo de esto vió Raymond Roussel cuando en 1925, antes de que Miró sea Miró, le compró un cuadro y dijo: “Esto va más allá de la pintura”.
Toda esa sutileza y minimalismo contrasta, o tal vez se refuerza con la potencia del gesto y con la vida misma del artista, del misterioso Miró. “Mi pintura es energía, violencia, una fuerza atacante”, repetía una y otra vez. Su mujer se quejaba de su modo, Matisse durante los últimos años de su vida no lo quería recibir en su casa y Dalí estaba apenado porque el catalán ya no lo visitaba. Miró no iba a fiestas ni a inauguraciones. Raramente se sentaba a comer con sus amigos. Tenía la vida de un ermitaño. Usaba escobas como pinceles y los limpiaba con gasolina. Les pedía a los pintores de obra de su barrio que le guarden las brochas viejas, porque las consideraba más vivas. Hundía los dedos en la pintura, en las tintas litográficas. No quería perder la frescura, esa violencia que él llamaba el rasgo que respira, como un latido de corazón. Atrás, o delante del enorme lenguaje que el artista creó, esas mujeres estrellas, esos pájaros cielos y esos puntos infinitos, estaba el enorme Miró.
Un día, mientras estaba en su taller, tuvo ganas de ir al baño. Hizo sus necesidades sobre los papeles de lija y después apoyó el otro cartón, “hermosa materia”, la llamaba. Varias cuadros salieron de esa placa con ocres. Famosos, vendidos, expuestos. Mierda.
La experiencia de mirar se puede visitar en el Museo Nacional de Bellas Artes de martes a viernes, de 11 a 20 y sábados y domingos, de 10 a 20. Hasta el 25 de febrero de 2018.