A Rembrandt, a Víctor Zenobi, a papá Hugo y a la memoria del Dr. Rubén Darío Bertucci. 

Ahí está…

En ese espacio demarcado por cuatro esquinas, la iluminación se concentra en la mesa de trabajo, contra la ventana, y se difunde (apenas) hacia la escalera caracol. El resto del salón se encuentra en penumbra. En el ángulo opuesto al escritorio, una mano nutre el hogar brindándole una claridad anaranjada que no es constante. En ese misterioso escenario, el hombre de la inspiración piensa el mundo; su idea surge en las sombras y se eleva hacia la luz. Pero no es un filósofo como se puede suponer; comenzó escribiendo ensayos científicos y terminó haciendo ficciones. En la vejez, la verdad se le impuso y se dedicó a componer cuentos y pintar cuadros. Sin embargo, nunca dejó de ser estudioso porque para crear se necesita investigar y conocer, incluso los mecanismos de la fantasía. Su ocupación exige largas horas de silencio y asiento; por eso le molesta que lo interrumpan. Cuando un tema anda por su mente, Víctor no duerme; se pasa las noches enteras tratando de dar forma a la idea hasta que, después de meses, se convierte en una obra de arte. No es rico en términos materiales y tampoco le resulta cómodo vivir con la cola en la silla. Tiene las nalgas planas y una cabeza inmensa que nunca se detiene.

Ahí está...

El anciano está sentado en un rincón y no es una penitencia; ha entregado sus brazos a la comodidad del sillón y su mirada, al infinito. Los hombros le pesan y los codos descansan sobre los apoyabrazos. Tiene las manos entrelazadas sobre el vientre y la cabeza mirando hacia el piso, levemente vuelta hacia un lateral. Las pestañas permanecen en baja. Las cejas, algo deprimidas, caen presionando los párpados. La boca de labios finos, cerrada y comprimida, se pierde tras la tupida barba blanca. El estudioso no se mueve; tiene mucha facilidad para aislarse y volverse sordo. No pierde la audición, sino que se mete para dentro y lo que queda fuera, no le pertenece. Entonces se vuelve distante y frío, casi un mármol.

Antes conversábamos seguido, pero últimamente prefiere estar solo, aunque Víctor me diga lo contrario (que le gusta mi compañía). Visto de un modo natural, de lejos, sin demasiado detalle, puede decirse que el hombre está perdido (como de costumbre) en sus meditaciones. Sin embargo, mirándolo de cerca, un imperceptible movimiento de la pierna derecha acusa una preocupación. Por momentos, gira levemente la cabeza y mira con desconfianza el minúsculo tamaño de la puerta de la dependencia. El anciano no logra imaginar que esa sala puede haber sido (en otro tiempo) la habitación subterránea del enano del palacio. Siempre se sentó de espaldas a la abertura pequeña, pero ahora la presiente como una feroz amenaza. Si se incendiara el estudio, no podría escapar por la escalera y mucho menos, por la puerta. Las llamas lo atraparían en el sillón y comenzarían a explotar ante sus ojos, uno tras otro, los libros de la biblioteca. El cuaderno y las telas se quemarían, y se perderían para siempre todas las ideas. Esa fatalidad estuvo desde siempre en su fantasía; era la auténtica tragedia del estudioso y por eso ahora (ya gastado) alucina con más rigor.

Ahí está...

Una mañana, obligado por la necesidad de comer, el hombre de la barba blanca se movió del sillón y salió a ofrecer sus obras. Caminó entusiasmado, confiado en sus manos y pensando en un feliz destino. En la parada del transporte, fue testigo de una importante discusión. Un señor de bigotes y traje le cuestionaba a un joven que el arte no era un trabajo sino un pasatiempo, acaso un lujo innecesario para los tiempos que corren. El muchacho –que era artista– le insistía enérgicamente con que se trataba de una actividad sacrificada y defendía la necesidad imperiosa de la fantasía en un mundo calculador. "El arte no sirve para nada", atacó el bigotudo; "para ninguna cosa que a usted le interese", completó el joven justo cuando llegó el colectivo. Víctor nunca supo si esa charla había sido real o si se trataba de la representación imaginaria de su propio pensamiento... Observó que el mundo pasaba violento y apurado por la ventanilla, y se sintió extraño en su figura lenta. Cuando llegó a la oficina, lo sorprendió la actitud de su galerista de confianza quien esta vez le abrió la puerta con indiferencia. El hombre de negocios estaba concentrado comiendo un vigilante y se pasaba la lengua por los dedos para retirar el resto de azúcar que se le había pegado. Luego de unos minutos, le pidió al artista el muestrario de sus pinturas, lo repasó rápidamente y le sugirió cambiar el estilo o dedicarse a otra cosa ya que lo suyo “no era vendible”. Sin pereza, el marchante decretó que su obra había quedado vieja y sacó otra factura de la bolsa de papel madera, como si nada... El anciano lo miró con asco y se retiró enfurecido. En el camino de regreso, tuvo la visión empañada de un monstruoso fuego.

Ahí está...

El estudioso sigue ahí, en el rincón izquierdo, opuesto al sector donde estoy destinada. No soy la protagonista; mi presencia (casi onírica) es quizá una excusa para mantener el calor de la escena. Nadie en este recuadro es útil para nada, pero todos somos absolutamente necesarios para facilitar la vida. En realidad, Víctor no existe; hace años se mudó de la casa en busca de un lugar más ventilado. El hombre del asiento ocupa el centro de la atención y continúa pensativo; es el molde antiguo de una serie que sigue resistiendo. En su habitación, mi perfil huesudo parece un borroso fantasma, una figura apenas descifrable tras un sutil toque de luz; una mínima chispa de delicadeza que dice la soledad concurrida, incluso por la propia conciencia.

 

El fuego nunca se ve, brilla por su ausencia. Unas manos lo atizan. Fuera del marco, arde una llamarada azul como un esperanzado velo.