La novela Flora de perfil, de Carolina Esses, es un relato profundamente arraigado en las complejidades del deseo. Todo el libro está cruzado por los desplazamientos de ese deseo, que va enraizándose de formas diversas en cada personaje y en la escritura misma.

Deseamos ver a la persona que amamos, y cuando aparece, deseamos verla con menos ropa; al verla desnuda de frente, nuestro deseo se desplaza: queremos verla ahora de perfil. Esta necesidad de correr el deseo siempre hacia un nuevo horizonte provoca una doble decepción: la que implica enfrentarse a lo inalcanzable y la que suscita la sensación de la probable devaluación del atractivo inicial.

El título de la obra ya anticipa esta dinámica del deseo: Flora de perfil evoca la imagen de alguien que nunca se muestra completamente, que está parcialmente oculto, lo que despierta la urgencia de ver un poco más, de dar vuelta el foco, de correr el punto de mira o de volver a enderezar.

A lo largo de la novela, Flora es deseada por el narrador, por el esposo de ella, Aníbal y, de alguna manera también por Laura, la pareja del narrador. Cada uno de ellos ve en Flora un perfil diferente, pero ninguno parece capaz de aprehenderla completamente. Flora, sin embargo, se mantiene en el margen, se torna inasible, a veces de frente, y aparece una sola vez contorneándose de costado como “recostada contra el vidrio, con las piernas cruzadas sobre el sillón”.

El narrador es un empleado gris que de repente viaja al “corazón del color” gracias a Laura. Sus días, centrados en los números y el manejo de las finanzas en el Merval, funcionan como escenario preferido para mostrar cómo el deseo se desplaza constantemente en múltiples direcciones. En su caso particular, el blanco es Flora, que encarna justamente lo inalcanzable, como esas obras de arte, donde siempre hay algo más allá de lo visible.

La novela está impregnada de referencias al arte, especialmente a la pintura, lo que no solo refuerza la conexión entre el deseo y la dimensión visual, sino que también añade una capa de complejidad discursiva al relato. En este sentido, Flora de perfil entra en serie con novelas clásicas como Rayuela de Julio Cortázar, donde el arte y la cultura son medios de exploración existencial, y La señora Ordóñez de Marta Lynch, donde los personajes femeninos encuentran en las tertulias artísticas un alto en el transcurso de su día a día. Pero también dialoga con algunas novelas de escritoras contemporáneas, como las de María Sonia Cristoff y María Gainza, en las que el consumo cultural, los espacios de prestigio artístico y la reflexión sobre el arte juegan un papel central.

En la novela de Esses el arte se convierte, además, en una forma de sublimar el deseo sexual. Los personajes consumen cultura no solo para enriquecer sus vidas, sino también para encontrar en ella una válvula de escape de la monotonía cotidiana y tratar de canalizar por ahí sus deseos.

Las discusiones sobre arte, las visitas a exposiciones y las referencias a obras icónicas se entrelazan con las tensiones eróticas y los deseos latentes entre los personajes.

Un punto central de la novela de Esses es la puesta en marcha del transformismo en relación estricta con la dimensión artística en múltiples niveles. En primer lugar, la escritora construye un narrador masculino, que se dedica a asuntos tradicionalmente virilizados (las finanzas, el dinero) y que a medida que avanza la trama empieza a contaminar de arte su lengua coloquial y a adoptar una visión estética de mundo, es decir a transformarse literariamente por medio del desplazamiento de la voz del deseo. A la vez, concibe un personaje transformista encarnado por Aníbal, cuya identidad artística es la de Ardor Klein, quien, con guiños a Puig o Almodóvar por tomar dos casos célebres, se mueve en el mundo del under.

Por lo demás, la novela juega con la idea de que el narrador "trasviste" su propio lenguaje al prestar su voz a otros personajes, especialmente a Laura. En ciertos momentos, la narración en primera persona se diluye y el narrador cede el control de la voz a otros personajes, haciendo que sus perspectivas y deseos se mezclen con los suyos.

La novela deja entrever una dimensión trágica en relación con los problemas de la herencia y la repetición de patrones familiares. El narrador revela en un momento clave que su padre era un jugador empedernido que ponía en peligro la estabilidad económica de su casa.

La novela espacializa y temporaliza la trama: se construye una Plaza Italia evocadora, se representa un bar de firma Havanna, se delinean lugares que remiten en loop a una Argentina en crisis, cuyo trasfondo de desasosiego en lugar de limitar al protagonista lo moviliza, como sujeto deseante, a desarmar archivos sexoafectivos y a bucear en las memorias culturales.

La insatisfacción es un tema recurrente en la literatura contemporánea, pero en Flora de perfil adquiere una dimensión particular debido a la forma en que el deseo se entrelaza con el arte y la cultura. Los personajes buscan en las obras una respuesta a sus propios deseos, pero, al igual que con Flora, lo que encuentran nunca es suficiente.

Un ejemplo claro de esta dinámica es el vínculo entre el narrador y Aníbal, quien en su identidad como Ardor Klein, vive en la frontera entre lo masculino y lo femenino, lo público y lo privado, lo real y lo ficticio, el cielo y el subsuelo. Su relación con el narrador no solo es amistosa o de negocios, sino que está marcada por una tensión latente que nunca se resuelve. El narrador quiere ocupar el lugar de Aníbal/Ardor para medirse en su virilidad y brindarle a Flora lo que el otro no tiene para darle.

Otro aspecto fundamental de la novela es la construcción del trasfondo económico (la relación con La Bolsa o Quilito es evidente) en que se mueve el narrador, ese universo donde el valor de las cosas se mide en términos monetarios, en contraposición con la dimensión artística que le abren Flora, Aníbal y Laura. Esta tensión entre la economía y la cultura es uno de los motores de la trama, y el narrador encuentra la síntesis de su existencia en una pintura realizada con billetes, que se titula “Padre e hijo contemplando la sombra de un día”.

Si bien el erotismo atraviesa la novela, la autora elige una forma original de hacerlo ingresar en la trama y así no construye escenas de pasión desenfrenada sino que se ciñe a los pequeños detalles que funcionan como un prisma con aumento: una mirada de reojo, un gesto sutil, un roce accidental, una puesta de perfil, en los esbozos del fondo de las tazas chinas.

Ahora bien, la novela recién plantea al final esa pregunta que nos hacemos desde el ingreso a la lectura: ¿qué hacer con la tristeza? Sin ese sentimiento (concepto que Esses ya había explorado en su anterior novela, La melancolía de los perros), sin ese ingreso de la oscuridad hasta el último tramo de nuestro organismo, solo quedaría la muerte. Porque melancolizar es dejar una punta del hilo para seguir los rastros del deseo desplazado aquí y allá. En este sentido, la novela también puede leerse como un acto de resistencia ante la inevitabilidad del fin.