Nuestro planeta tiene varios confines, varios finisterrae, según desde qué lugar se lo mire. Pero varios son indiscutidos para todos: por lo remotos, porque aún conservan áreas de naturaleza virgen, porque llegar sigue teniendo algo de aventura. Tasmania es uno de esos confines: esta isla triangular que en tiempos geológicos se desprendió del sur de Australia es el santuario de una flora y fauna única, con algunas especies exclusivas de estas tierras e incluso emparentadas con algunas sudamericana o neocelandesas por vías de ancestros que tienen millones de años.
Hobart, la capital, subraya esta sensación de lejanía. Aunque es una ciudad animada, famosa por sus restaurantes y bares (y en los últimos años muy especialmente por el museo MONA creado por el excéntrico jugador y coleccionista David Walsh), mira hacia la Antártida y el fin del mundo con un perdurable aire de pueblo pionero. A pasos del puerto, la réplica del refugio antártico del explorador Douglas Mawson –que encabezó la expedición australiana desde Hobart a Macquarie Island en 1912– subraya esa sensación. Pero Hobart, que también se convirtió en los últimos años en el punto de partida de circuitos por las fábricas de whisky de Tasmania y las granjas de productos orgánicos de la isla, será esta vez el comienzo de otra expedición, muy diferente: un crucero dedicado a descubrir, y muy especialmente a probar, la riqueza de los frutos de mar que viven bajo la superficie del Mar de Tasmania.
SEAFOOD SEDUCTION Salimos temprano de la pequeña oficina que la agencia Pennicott Wilderness Journeys tiene en Franklin Wharf, frente a los barcos pesqueros del puerto de Hobart, y junto con nosotros –un grupo de viajeros llegados desde Europa, Sudamérica, Nueva Zelanda y Hong Kong– embarca un cajón de vinos australianos que sin duda no está destinado a volver completo. Hay varios tour gourmet para elegir, pero este, bautizado Tasmanian Seafood Seduction, dura todo el día, es siempre a bordo y nos hará descubrir sabores que estamos destinados a extrañar para siempre.
El primer ratito de navegación empieza con un brindis de los 12 pasajeros, los dos guías y el capitán: espumante y ostras con limón son apenas el primer paso de un día que se revelará extraordinario en experiencias y sabores. El barco, con una cabina techada y un espacio al aire libre, invita a descansar sobre los asientos de cuero mientras pone proa por el Derwent River hacia las aguas protegidas del D’Entrecasteaux Channel, que rodea Bruny Island. Atrás queda la civilización; hacia delante espera un mundo salvaje. En el camino vemos una “granja de salmones”, de donde viene la materia prima del salmón ahumado que empieza a llegar finamente fileteado sobre tablas de madera.
Un ratito más y nos aproximamos a la Get Shucked Oyster Farm, donde Thomas –uno de nuestros guías– se sumerge en las aguas azules y frías en busca de ostras. Los 15 grados de temperatura del mar se le ven en la piel de gallina a pesar del traje de neoprene: pero con una enorme sonrisa, como si no hiciera esto gran parte de los días de su vida, Thomas se aplica a abrir con esmero las ostras, rociarlas con limón y ofrecerlas, mostrándonos el paisaje que nos rodea y diciendo: “Miren, esta es mi oficina”.
ERIZOS Y ABULONES A medida que la embarcación avanza hacia el sur, se acerca hacia las playas y costas de Bruny Island. Thomas está listo de nuevo: el barco se ancla, oscila suavemente sobre el mar que se pone grisáceo cada vez que el sol juega a esconderse entre las nubes, y él vuelve a sumergirse con su snorkel, esta vez en busca de erizos de mar que desprende directamente de las rocas. Mientras tanto nuestro capitán explica que “esta salida se hace todo el año, pero no todos los días, y cada vez Thomas puede tardar unos 20 minutos en encontrar los erizos. Pero es variable. En invierno estás deseando que todo termine enseguida, pero todo el mundo te pide una foto más”.
Peter es nuestro otro guía, y lejos de descansar está preparando otra parte de las ostras en una gran sartén con vino blanco. El desfile de delicias marítimas parece no terminar: a las ostras y los erizos, que también aparecen prontamente servidos con una copa de vino, combinados con mejillones y sashimi de salmón, se vienen a sumar los abulones, una exquisitez –también conocida como “oreja de mar”– muy apreciada en los países orientales. El que trae Thomas, recién sacado del agua, luce enorme y tembloroso: rápidamente se vuelve protagonista de incontables fotos. Terminada la hora de la pose, se convertirá en otro ingrediente de este día dedicado a los frutos de mar, minuciosamente fileteado por el cuchillo hábil del capitán. La conchilla que lo contiene, de una bella tonalidad nácar irisada, será primero la bandeja de la picada y luego el recuerdo que cada uno se lleve de este día de navegación. Pero aún falta, y el mar de Tasmania no terminó todavía de entregar sorpresas.
Distraídos con el paisaje y con espectáculo de un par de gaviotas empeñadas en robarse mutuamente una ostra caída al agua, escuchamos de pronto una exclamación sobresaltada: es Jenny, nuestra pasajera hongkonesa, que acaba de recibir en ambas manos sendos ejemplares de una gigantesca langosta. Es una rock lobster o langosta espinosa, que vive en los fondos rocosos de esta zona de Tasmania. Localmente se la conoce como crayfish y es un auténtico lujo que se exporta a todo el mundo. Peter y Thomas enseñan cómo agarrarlas para no llevarse sorpresas con unas pinzas que parecen tenazas y que en un apretón inmediatamente dejarían de ser simpáticas. El destino de la langosta en todo caso está sellado: en pocos minutos también ella aterriza en la bandeja, una carne liviana y casi transparente que encierra todo el sabor del mar entre el cascarón intensamente rojo. A esta altura del día, hasta los pasajeros más aguerridos en materia de frutos de mar –y de brindis sucesivos con vinos de Tasmania (de Pinot Noir a Sauvignon Blanc, Riesling y Chardonnay), espumantes y cervezas orgánicas– se dan por vencidos: son casi las cuatro de la tarde, la fiesta gastronómica llega a su fin y el mar de Tasmania entregó lo mejor que tenía para dar. El crucero regresa al puerto de Hobart y, sabedores de haber compartido un día extraordinario, nos despedimos con las últimas fotos de Peter, Thomas y el capitán de esta aventura australiana.