En una estación de Tokio, en 1977, un tren bala se detuvo, y los encargados hallaron un hombre muerto de 70 años en uno de los asientos. La autopsia reveló que el cadáver llevaba varios días dando vueltas sin que nadie lo hubiese advertido.
La soledad es un farol certeramente apedreado, decía el poeta Ángel González. Este hombre anduvo con su tan discreta muerte sin que nadie reparase en él.
De algún modo, todos somos el hombre solo y todos también el hombre común. El farol y la certera piedra. Esta es, la torpe tentativa de restaurar ese farol con una biografía conjetural. Quizá, devolverlo a la hermandad que le fue negada esos días de muerto errante.
Tempranas experiencias del desamparo forjaron un corazón más bien cauteloso. Solitario y taciturno, tenía pocos amigos que no frecuentaba. Se jactaba de su destreza en el gobierno del hacha y disfrutaba de contemplar durante horas un fuego inútil. Por una curiosa lealtad a remotísimos ancestros sin confort, prefería orinar en el patio. La mayor parte de su vida convivió con una mujer. Lo unían a ella, un amasijo de sentimientos inclasificables, aunque más que al amor, se aproximaban a una terca ternura.
Era austero para elogiar o desaprobar a los demás, tales juicios procedían de su cosmovisión, pobrísima y limitada, como la de cualquier hombre, decía, por tanto, era un ejercicio de poca relevancia. Solidario a este criterio, concluyó que los libros son un fragmento de realidad captado y organizado por el modesto entendimiento de los hombres, y así, abandonó la lectura, salvo, algunos pasajes singularmente bellos, inatrapados por las delicadas, espinosas y mediocres operaciones de la inteligencia, cuyo misterioso candor era díscolo a cualquier ciencia y encontraba en poquísimos autores.
Aborrecía el destrato de las prisas, por eso andaba despacio en sus asuntos, contrariando naturalmente las cadencias vertiginosas e inaplazables de un mundo que le resultaba cada vez más extraño. Por lo general, no renegaba de sus huellas indecisas, cada certeza es una claudicación, pensaba.
El vino no le resultaba un asunto cualquiera, sabía derivar en sus mareas y adentrarse en sus proposiciones, pero sin desmontar nunca, de una lucidez inagotable que iba donde él, asistiendo sus parcas expresiones y sus prolongados silencios. Solía beber solo, y en bodegones apartados, a veces, garabateaba alguna ocurrencia. Cierta vez, dejo escrito en una servilleta: “¿Quién, estremecido en la butaca del circo, no deseó tenazmente en algún lugar de su ser, que el trapecista falle?
Alguna vez se dio a la pretenciosa tarea de intentar retroceder a la pezuña lo más posible, de desbautizar los elementos del mundo, regresar de la voz al gruñido gutural, y ser una amable continuidad de la naturaleza. Con tenacidad buscó inhumanizarce, ser otro bicho más, pero al cabo de un tiempo desistió, vencido ante una implacable imposibilidad.
Con casi 70 años, cansado, con los ojos turbios y el ceño sin rebeldía y dulcificado por la resignación ante las circunstancias que se presentaban cada vez mas vigorosas e inhóspitas, se sentía descender más a ese destino de anciano, de león veterano y astroso, acosado por hienas famélicas.
Nadie lloró su muerte. Ningún corazón lo lamentó. Los pocos amigos que se enteraron al tiempo, como al camino que desaparece bajo el yugo del desuso, mansamente, lo destejieron de sus memorias.
Solo ocasionó una tímida alteración en las gélidas maquinarias burocráticas, donde fue transformado en un informe desalmado, mientras atareados empleados intercambiaban opiniones relativas a algo de poca trascendencia que brotaba de una radio en la oficina.