Una mano estirada, un apretón, un “bienvenido” y una primera pregunta: ¿cómo un parque con senderos, mariposas, restaurante, teatro, saltos de agua y hasta una capilla puede estar casi escondido –o ser poco conocido, para decirlo mejor– si tiene clavada en el centro una cruz de 80 metros de altura que se ve desde decenas de kilómetros? La respuesta, en realidad, no es tan necesaria: lo importante es tomarnos este día para descubrir de lado a lado el Parque Temático de la Cruz, en la cima del cerro Santa Ana –de 360 metros de altura sobre el nivel del mar– a unos 45 kilómetros de Posadas. Entre caminos de tierra colorada desde la capital provincial, metros y metros de ascenso en auto, mate en mano, chamamé en el aire, ruta 12, Candelaria, Santa Ana y bienvenidos.
CRUZ ABAJO El que aprieta mi mano, sonríe y saluda es Adelqui Meaurio, un platense guía de turismo que desde unos cuantos años atrás encontró su lugar en esta Misiones siempre atractiva, siempre visitada. Estamos a los pies de la cruz que veníamos viendo desde mucha distancia: primero como un punto en el horizonte, luego como una figura recortada con claridad, y ahora como lo que es, una imponente estructura de acero montada en la cima del cerro. Un enjambre de hierros sobre una base de hormigón de treinta metros de altura. Y sobre esa base nace esta cruz, con sus 52 metros metálicos hacia el cielo, y con unos brazos que alcanzan casi los treinta.
Esta figura da nombre al parque. Y para muchos, el parque “es” la cruz. Sin embargo, el monumento es también un llamador, un señuelo. Es que bajo sus pies se extienden casi 60 hectáreas de monte nativo misionero: una vez que la cruz captó nuestra atención y fue el anzuelo que nos hizo llegar hasta acá, hay mucho por descubrir. Y el que nos orienta, es Adelqui: estamos en un plomizo mediodía –en este eternamente húmedo litoral– y vamos a empezar a caminar un poco. El parque tiene dos posibles senderos autoguiados en los que se puede andar poco más de 600 metros dentro del monte, con distintas interpretaciones entre el descubrimiento y lo religioso. Lo bueno es que todo se puede hacer en simultáneo. Son recorridos ideales para conocer especies, moverse entre el verde profundo y el sonido de la vegetación. En estos caminitos estamos ya de lleno en el verde misionero: guayubiras, palmeras pindó, lapachos, y los güembés con sus grandes hojas. Todo va a apareciendo en los márgenes; también los saltos y cascadas, como los llamados Escondido y Acutí. Con un poco más de dificultad se puede llegar hasta el salto La Olla y a la Cascada del Picaflor, si tenemos un poco más de tiempo y energías.
Además, a cada paso el andar se puede transformar en religioso. El sentido místico de la enorme cruz se hace eco en una caminata con siete estaciones, que tiene una cartelería especial que va mostrando distintas frases, pensadas para la oración y reflexión que los peregrinos que quieran llegarse hasta este parque en un plan espiritual.
MARIPOSAS Y ORQUÍDEAS Ya de vuelta en el punto inicial –estamos a la derecha de la entrada al parque, frente al edificio base– volvemos a encontrarnos con Adelqui, que nos lleva hasta uno de los atractivos centrales: un mariposario, un lugar de cría de mariposas en el que se puede caminar entre sus aleteos y conocer todo el proceso. La cosa arranca en una doble puerta; una forma de acceso que permite recapturar rápidamente algún ejemplar que logre escabullirse aprovechando el movimiento. Una vez adentro, esta caja de vidrio es como una gran maqueta selvática en un lugar controlado. El calor es permanente, los colores brillantes y las mariposas vuelan a nuestro alrededor. Es casi una escena coloreada por Tim Burton. Y acá pasa todo: en el vivero se siembran las plantas que serán alimento de las mariposas, y allí las hembras dejan sus huevos. De esos huevos nacen orugas, y las orugas buscarán luego sus lugares para “pupar”: colgarse pasivamente a esperar renacer convertidas en estas mariposas de colores. Todas esas etapas están acá. Algunas en el espacio más abierto, algunas en el laboratorio. Las mariposas vuelan entre nosotros, se paran en los bebederos –parecen posar para las fotos– y siguen su viaje.
Apenas unos metros más allá, pegado al edificio del mariposario, la parada siguiente es el orquideario. Una pequeña casa de piedra con un trazado circular en el interior, en el que caminamos rodeados de plantas que suben desde el suelo o cuelgan desde macetas: están por todos lados. Esta es una selección, un compacto de ejemplares y variedades de la región, y la idea -cuenta Adelqui- no solo es exhibirlas, sino cuidarlas y regenerarlas para repoblar la zona. El trazado que planeamos al entrar al parque va marchando, y retomamos la vuelta hacia la base de la cruz. Pasamos por el anfiteatro natural (un escenario griego en desnivel, rodeado de vegetación) en el que se hacen presentaciones artísticas y culturales alternativas. Una parada en el restaurant Santero para recobrar el aliento con un asado a la estaca y mandiocas fritas, y a encarar el hit del parque: los 82 metros de la cruz.
CRUZ ARRIBA Ya a los pies de la enorme base –una construcción de tres mil metros cuadrados, que esconde una bonita y moderna sala para espectáculos llamada Teatro de la Selva– Adelqui propone ir a lo más alto de este mirador. Desde el punto cero tomamos uno de los ascensores (hay uno interno y otro externo, vidriado, en el que se puede disfrutar mucho mejor toda la subida) y llegamos hasta un primer alto. La estructura de la base es elíptica, por lo que también se puede ascender a los miradores a través de rampas. Algunos de los visitantes de hoy deciden detenerse acá. Claro, es una opción: quienes no son demasiado amantes de las altura bien pueden disfrutar de esta parada. Pero lo ideal es ir por más. Después de algunas fotos de rigor, montamos nuevamente en el ascensor y a seguir. Una buena cantidad de metros más arriba, la puerta se abre en un paisaje enrejado, donde el viento ya se siente diferente. Estamos en el corazón del “ojo de la selva”. Los 82 metros de la estructura más los casi 400 del cerro en todo su esplendor. Desde acá, la alfombra verde se extiende solo cortada por el cauce viboreante y marrón del Paraná.
El toque, el extra, lo ponen los brazos de la cruz. Podemos caminar a través de ellos, donde parte del piso es enrejado. Bajo los pies, el equivalente a un edificio de unos 25 pisos. Nada menos. Los autos se ven como juguetes y los visitantes como hormigas. Ningún lugar mejor para ver selva, parque y río en su esplendor.
Desde esta altura, Adelqui señala lo que solo es una pequeña construcción blanca en medio de la bruma de esta tarde. Se trata de la capilla, una joyita por la que no se puede dejar de pasar al emprender el regreso. Eso que a la distancia parece un punto al azar entre el verde, se transforma en otra cosa cuando lo visitamos: en esta capilla, la pared tras el altar es completamente transparente. No hay cruz. En cualquier celebración religiosa, detrás de quien la oficie, la cruz siempre será –a lo lejos– esta construcción metálica de la que ahora bajamos lentamente.