En los últimos años, el turismo es un fenómeno del que se habla y se escribe mucho, porque se ha expandido de forma incontenible. El turista es un objeto de amor y de odio. Más bien de odio, porque se lo ama en tanto consumidor de cualquier cosa, y por lo tanto millones de personas en centenares de países viven del turista, que es un auténtico predador. La experiencia de observar a los turistas cuando uno mismo lo es, puede obrar como catalizador de numerosas observaciones y reflexiones que, de lo contrario, pasarían de largo. 

Mirar a los pasajeros es una satisfacción escópica quizá poco comparable con la de mirar el arte barroco o las pinturas de Francis Bacon, que muestran rostros desfigurados y cuerpos descompuestos. Pero es una verdadera satisfacción. 

Al salir del avión, del barco o del tren, un frenesí maníaco se apodera del turista. Muchos de ellos no tienen idea de dónde han ido, ni la tendrán. El neoturista -un producto de la sociedad de la pantalla- es un predador que consume. Mis favoritos son los de “10 capitales europeas en 12 días”, porque encarnan una radiografía del sujeto contemporáneo, que oscila entre la euforia vacacional y la caída. Ha fabricado una expectativa de satisfacción que es inalcanzable. Al volver a casa con los souvenirs de las 10 capitales, ya no recuerda dónde los ha comprado, ni cuál era para quién. Probablemente acaben en el vaciadero de la acumulación de basura. Esa que se llama “Deposite aquí lo que compró sin saber lo que hacía”. Hay una en cada esquina.

No pretendo decir que todos los turistas son iguales. Intento dar forma y contenido a un arquetipo actual. Por supuesto, yo también viajé con mi móvil. Hice algunas fotos, pero he procurado mantener el viaje en el marco de la experiencia. 

La experiencia de viajar va desapareciendo a medida que el turismo aumenta. La mayoría de los sujetos turísticos no pueden sentir los olores de una calle, los sonidos de las lenguas, el murmullo del agua en los canales. ¿A qué se debe eso? A que todos ellos se lanzan a la epopeya del viaje munidos del smartphone, que en la mayoría de los casos es un escudo o un arma para no ver ni sentir nada, una exaltación idiota que no tardará en esfumarse en las brumas de la tristeza y la soledad. 

La selfie es la perfecta metáfora del sujeto contemporáneo. No hablo de nada nuevo, solo que en estos días asistí a la experiencia de la selfie. No de mí mismo: carezco de habilidad para hacerla y no se conjuga con ningún resorte de mis goces inconscientes. Convengamos en que puede ser un modo de realizar una crónica digital del viaje. Pero en la mayoría de los casos, el destino de la selfie es llegar a Instagram para que los otros vean y sepan. El autor de la selfie, el protagonista de la escena, sube al escenario sin tener la más mínima idea de por qué lo hace ni de lo que ha visto.

La selfie tiene una función muy precisa: se hace para no ver. Es el genial invento de esa sociedad de la mirada. Somos vistos y oídos desde todas partes. Cada clic de nuestro smartphone implica la cesión imparable de nuestros datos y servirá para que la condición de objeto a la que somos reducidos por las tecnologías, gire una vuelta más de tuerca. 

Si hubiese una aplicación especializada en el turismo actual, debería llamarse “Tontogram“: “Sonría para salir en Tontogram”. No digo yo que el sujeto vacacional contemporáneo sea tonto por defecto. Pero se aproxima bastante. 

¿Cómo entender las selfies de jóvenes sonrientes, algunos con el gesto de la victoria en los dedos y el fondo del campo de concentración de Auschwitz? Probablemente la mayoría no tenga la menor idea de lo que allí sucedió, o si la tiene -porque ha estudiado el tema o escuchado las explicaciones de los guías- le da exactamente igual. No querer saber nada es ahora el paradigma del sujeto. Lo ha sido siempre, pero durante muchos siglos, la inmensa mayoría de los seres humanos no habían viajado más allá de unos pocos kilómetros de su lugar de nacimiento.

La Edad Media sostuvo un discurso que empleó la religión para justificar el lugar de cada uno en el estrato social. De la religión pueden decirse muchas cosas, salvo que es un discurso de idiotas.

Ahora, por el contrario, la pasión por la ignorancia es la fórmula triunfante de cualquier política. La ignorancia va en ascenso y conquista a las masas. 

El viaje aventurero del turista está muy desprovisto de la vivencia. Auschwitz, un parque temático; un polígono industrial reconvertido en bares y discotecas: son imágenes que se suceden a una velocidad vertiginosa. La estructura de Internet y de la Inteligencia Artificial consiste en una sucesión algorítmica que no se detiene nunca. Cuando falta el punto de detención, todo se vuelve equivalente.

El sujeto actual ha sido mermado en su propia estructura subjetiva. Las tecnologías se apoyan en la eliminación de lo que llamamos “el tiempo de comprender”. El hombre contemporáneo no comprende nada, ni se plantea siguiera hacerlo. Como consecuencia, su experiencia vital está mediatizada desde el inicio por la pantalla. Es una experiencia que se independiza de toda relación con la verdad. De allí que en el fondo de la selfie veamos una sucesión de imágenes desprovistas de sentido: Auschwitz, y al lado la fábrica de cerveza, y al lado… ¿qué había al lado? Uno ya no se acuerda, pero no tiene importancia. Diez capitales europeas en doce días. Lo que estaba al lado ya estará subido a Tontogram junto a la pizza que me he comido. ¿La he comido en Auschwitz? ¿Auschwitz era una fábrica de pizzas? ¿Dónde quedaba eso? Habrá que buscar en la colección de fotos del Smartphone antes de que se pierdan.

El “Show de Truman” fue una extraordinaria anticipación del metaverso. Cuando Christof, el productor ejecutivo que se dedica a televisar la vida de Truman desde su nacimiento”, le dice “No hay más verdad en el mundo real que la que existe en tu propio mundo artificial”, sabe muy bien lo que está diciendo. En efecto, no existe el “mundo real”, no ha existido nunca, puesto que al hablar hemos perdido toda conexión con la realidad natural. Cada uno vive en su propio mundo ficcional del que hasta ahora éramos los únicos responsables. Disponemos de la fantasía inconsciente, el escenario en el que somos tanto actores como directores.

Las nuevas tecnologías nos han dado la posibilidad de que sean otros quienes asuman una parte sustancial del guion, una parte que a esos otros les genera inconmensurables ingresos en el mercado.

El neo-turista, como sucede con Truman al principio del Show, no sabe que su viaje ha estado programado desde el comienzo, que no podrá ver ni sentir nada que no haya sido previamente planeado por el tráfico de datos, algoritmos y aplicaciones. No sabe que el viaje ya ha tenido lugar en el ciberespacio, y convierte su máquina de fotos del smartphone en una ametralladora. Apunta y dispara a cualquier cosa. Si acaso algo puede conmover su viaje es una contingencia, algo que convierta la planificación de la pantalla en un acontecimiento traumático.

Por ejemplo, perder el móvil