A sus novelas, artículos y contratapas, le tengo que añadir en mi lista de agradecimientos el nombre de Jan Kott, que encontré por primera vez en su excelente contratapa del sábado “Una normalidad repugnante”. Los duros interrogantes que plantea Sergio Olguín en este texto estremecedor motivaron estas líneas que podrían llamarse contrapunto, comentario, quizás diálogo.

La contratapa de Olguín está cruzada desde el título hasta la pregunta que cierra la nota –“¿Vamos a seguir fingiendo que esta realidad repugnante se puede seguir soportando?”– por una peculiar desilusión. La destrucción de la economía, el hambre, el avasallamiento de derechos humanos, sociales y civiles y de la más elemental decencia humana –atacar con gas pimienta a jubilados, dejar que se pudran alimentos imprescindibles para amplios sectores– le resultan indudablemente repugnantes, pero el indignante asco que atraviesa la nota es que en estos nueve meses de gobierno todo este escenario dantesco se haya normalizado, que se haya constituido en la nueva realidad que aceptamos con resignación.

Olguín apunta que detrás de esta aceptación hay una amplia complicidad social que abarca “al silencio de gran parte del sindicalismo”, “el apoyo desembozado de los grandes grupos mediáticos y empresariales” y “la mayoría de los políticos”. El peso que tienen esos factores en crear esta “repugnante normalidad” es indudable. Pero no excusa la “falta de reacción de una sociedad que parece resignada a que le quiten sus derechos”. Esta sociedad parió ese ejemplo mundial de resistencia que fueron las Madres de Plaza de Mayo cuando protestar no equivalía a un peligro de arresto o cárcel (circunstancias de por sí espantosas) sino a la tortura, desaparición, violación y vuelos de la muerte.

Esta “falta de reacción” me plantea un primer interrogante respecto al texto. ¿A quién le dirige Olguín la pregunta con que cierra la contratapa? ¿A toda la sociedad o a ese 44% que votó a Massa ? Uno supone que en primer lugar se dirige a ese 44%, pero imagino que también, casi como el mensaje en una botella de náufrago tirada al mar, busca alcanzar a una parte de esa mayoría que hoy está sufriendo diariamente las consecuencias de su decisión en las urnas.

Una segunda acotación o interrogante. ¿A qué se debe que la sociedad esté “fingiendo que esta realidad repugnante se puede seguir soportando”? En mi opinión, el aturdimiento y desamparo del 44% es que la segunda vuelta electoral puso patas para arriba las nociones más elementales que teníamos de sociedad y nacionalidad. Si en noviembre del año pasado Argentina no pudo hacer lo que vienen haciendo los franceses desde principios de siglo y que repitieron en el ballotage de julio de este año (unirse más allá del color político para evitar una victoria de la barbarie ultraderechista), ¿somos como nación algo más que un amontonamiento de individuos que conviven en un mismo espacio sin la unidad que pueden dar principios éticos hegemónicos e incuestionables?

Traducido a una experiencia que vivimos todos los argentinos. Entre esos cinco millones o más que salimos a las calles a desgañitarnos festejando la victoria en la copa del mundo, figuraba el 55,69% que votaría sin pensárselo dos veces a un energúmeno que hablaba de vender órganos, envaselinar niños y pasar motosierras, es decir, destruir todo de la manera más brutal y sádica posible. ¿Qué significa haberse abrazado y festejado con gente que luego apoyaría todo eso? ¿Qué identidad nacional compartimos?, ¿qué significa ser argentino más allá del lugar de nacimiento?

Sostengo como el Pereyra del italiano Antonio Tabucchi, que un elemento de nuestra identidad nacional es el fanatismo antiperonista, quizás el movimiento político más fuerte del país, central para que en noviembre no hubiera un voto común anti-fascista a la francesa. Porque desde ya que esto no comenzó el año pasado. En la elección de 2019 un 40% de los argentinos votó a Mauricio Macri olvidando, justificando o ignorando la tierra arrasada que dejaba y que incluía como elemento central la monstruosa deuda con el FMI, una soga que nos apretará el cuello por décadas. Una buena parte de ese porcentaje de votantes pertenece o desciende de la misma camada que no le importó, olvidó, justificó o ignoró los bombardeos de Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, los 30 mil desaparecidos, los desastres económico-sociales del neoliberalismo militar (la junta) y civil (el menemismo y el macrismo, el mileísmo). Se manejan con un lema simple: cualquier cosa menos el peronismo.

Es más que probable que ese fanatismo (que condonó en silencio y sigue encubriendo el intento de asesinato de Cristina) sea a grosso modo irreversible. Pero también es posible que en el resto del dichoso 55,69% haya un sector bastante amplio y transversal – desde las villas hasta la clase media empobrecida - que esté empezando a virar de rumbo, a dejar de esperar un milagro y contemplar la durísima, repugnante realidad, primer paso para cambiarla.

El texto de Olguín no descarta la política, pero a mi juicio, es una apelación ética. No en vano comienza hablando del polaco Jan Kott y su libro sobre la tragedia griega, “El manjar de los dioses”. Acá va el final de la primera cita que hace del libro. “La modernidad de la tragedia griega radica en la descripción de la crueldad del destino, la crueldad de la vida, la crueldad del mundo. Y consiste en negarse a aceptar este mundo, a quienes lo construyeron y a quienes lo gobiernan, a los dioses y a quienes tienen el poder”

Ese es el dilema que enfrenta la sociedad argentina hoy. La protesta de los jubilados es un ejemplo de lo que está en juego frente a la descarnada represión de las huestes de Patricia Bullrich: dejarse devorar por Conan mileístas o reivindicar la dignidad humana. Los tiempos actuales de la política son lentos y tienen el ritmo cambalachesco de un Titanic en el que todos se pelean con todos aunque los témpanos asesinos estén a la vista. Así las cosas, como sugiere Olguín a través de la cita de Kott, es la sociedad misma la que tiene que “negarse a aceptar” ese destino, la que debe liderar la resistencia con manifestaciones, cacerolazos, huelgas o desobediencia civil al uso nostro. Por el momento no hay otra: es el trágico imperativo de esta hora.