No se necesita recurrir a una bibliografía especializada porque cualquier buscador en internet te lo resuelve. Hasta las aplicaciones de inteligencia artificial te lo responden al toque. Javier Milei tildó de “viejos meados” a ciertos economistas que lo criticaron, pretendiendo con ello descalificarlos por fracasados. Aquello pareció ser el ápice de su brutalismo político ya que, por extensión, la ancianidad toda resultaba un sinónimo de fracaso. Sin embargo, esa condena presidencial sería superada por una más reciente: cagar a palos a los viejos meados y, trascartón, vetar la ley del paupérrimo aumento jubilatorio.

Es de esperar que el presidente bata su propio récord y que nuevas brutalidades sean perpetradas en aras de consolidar el modelo neocolonial que encabeza. Lo que es inadmisible es que una porción considerable de la dirigencia opositora -política y sindical- no vea un límite impasable en la represión a las y los jubilados que se manifestaron en la calle.

Para que se entienda bien: no se trata de declaraciones que, por cierto, abundaron; de lo que se trata es que mientras los jubilados ponen el cuerpo frente a los palos y los gases policiales, esa porción de la dirigencia opositora los mira por televisión.

Es cierto, muchos de esos dirigentes alegan el imperio de una correlación de fuerzas desfavorable que impide la movilización masiva y muchos otros lo dicen al revés: como la sociedad está desmovilizada no se puede cambiar la dichosa correlación de fuerzas. La correlación de fuerzas sirve para todo, para no hacer lo que se debería y para hacer lo que no se debe.

Si algo les faltaba a quienes malviven la vida a cambio de un salario -siempre mínimo en comparación con la riqueza que crean tras la venta de su fuerza de trabajo- es precisamente esto: que aquellos que dicen representarlos no estén junto a ellos en el momento en el que les apalean y les gasean la esperanza de una vejez digna. “El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Pero estos últimos no están donde tendrían que estar; los palos y los gases los reciben los representados que se ven obligados a deliberar, esto es, a pensar, debatir y actuar colectivamente cuando comprenden que nadie asume la representación de su desesperanza ante la promesa incumplida de la política. También aquí hay una ruptura del pacto democrático, que le sucede a la del intento de magnicidio de la exvicepresidenta Cristina Fernández.

Esa porción de la actual dirigencia opositora a la que aquí se alude, ni se mosquea; no llamó a la movilización popular cuando el aprendiz de sicario y sus mandantes fallaron con el magnicidio y persiste en esa actitud cuando los jubilados son hambreados y reprimidos. La otra cara del brutalismo neocolonial la constituyen estos opositores de morondanga porque ambos rostros, aunque con gramáticas distintas, expresan lo mismo: hay que adaptarse a los vientos que soplan o, de lo contrario, la ligás. Para uno sos un blanco móvil, para los otros sos un idiota útil que le hace el caldo gordo a la represión.

La indignación de los jubilados, su puesta en acto en el espacio público, viene a cuestionar la distancia indolente que separa a ciertos representantes de sus representados. En las cámaras legislativas, en las reuniones partidarias, en los sindicatos y en toda instancia donde las ciudadanas y los ciudadanos delegan su protagonismo en terceros, esta insurgencia pacífica de los jubilados pone al rojo vivo el sentido último de la representación cuando el pacto democrático es demolido golpe tras golpe. La memoria histórica, tantas veces fragilizada por atajos y traiciones, se convierte en un arma arrojadiza en manos de esos dignos viejos que no han trepidado en enfrentar a la policía brava del neocolonialismo en marcha.

Vilipendiados, despreciados hasta la humillación, esos hombres y mujeres que trabajaron toda la vida, han apelado a una reserva aún intocada entre los de su clase: la determinación de resistir cuando ya nada queda por perder. Su sentido de la vergüenza y de la dignidad fue inmortalizado en esas imágenes y escenas televisivas que los mostraron tan altivos como inermes frente al salvajismo represivo del gobierno.

Sin proponérselo, estos jubilados que cierta jerigonza tecnocrática insiste en denominar “trabajadores pasivos”, comienzan a constituirse en la referencia obligada para darle a la acción política un sentido que supo ser distintivo de todo el pueblo en las horas que debió afrontar las peores embestidas dictatoriales de la clase dominante. De allí que, en las condiciones actuales, la reconstrucción de los lazos de solidaridad, de identidad y de pertenencia, así como los modos en que dichos lazos se anudan para representar un colectivo, un pueblo, una nación en lucha, no pueden pasar por alto este ejemplo indómito de sus mayores.

Volver a creer que la política es la única herramienta para producir los cambios en la sociedad supone, en primer lugar, admitir que la acción que protagonizan “los viejos meados” es también la única que puede conducir a modificar la famosa correlación de fuerzas. No hay, no puede haber política alternativa por fuera de ese desempeño ejemplar.

Pero, además, la resistencia de los jubilados también viene a redibujar el futuro por el cual luchar. Una Argentina convertida en republiqueta, bajo un manto ficcional de democracia, pero ostensiblemente sometida por la voracidad de los grandes grupos económicos locales y extranjeros, carente de cualquier capacidad soberana, expoliada en sus recursos naturales, condenada de por vida al endeudamiento externo y con niveles cada más crecientes de pobreza, indigencia y marginalidad social, jamás podría ser el modelo de país y de sociedad que protegiera a sus ancianos.

Aunque algunos les cueste creerlo, estar junto a “los viejos meados” es estar del lado joven de la política.