Sarah Polley tardó varios meses en convencer a su vieja amiga Marry Harron para que dirigiera la adaptación de Alias Grace, una de las novelas más importantes de Margaret Atwood. Polley había leído novela cuando tenía apenas 17 años y ya era una superestrella de Disney. Le envió una carta a la escritora solicitándole los derechos y Atwood respondió que sí, se los daría, cuando cumpliera la mayoría de edad. Finalmente, a los 38 años, Polley obtuvo la financiación; ahora le faltaba convencer a la directora. El panorama era ideal y un poco idealista: una mujer que le pide a otra mujer filmar la novela de una tercera mujer; canadienses en los tres casos. Harron consideraba a Polley su discípula, una especie de querida prima menor. La había castineado para su primera película, y después de hacerse amigas, ayudó a Polley cuando decidió ponerse detrás de una cámara. “Mi infancia fue lo más parecido a vivir en un decorado de Disney World” dijo Sarah Polley recientemente a la revista Indie Wire. “Con una visión distorsionada del pasado y de la época victoriana. Me pareció que Mary (Harron) era la persona ideal para dirigir este proyecto. A ella no le iba a temblar el pulso para mostrar un costado más siniestro del pasado”.
Tenía razón: Mary Harron se ubicó en el panorama del cine independiente post Sundance con su ópera prima I Shot Andy Wharhol (1996), y años después llenó de sangre la cara de Christian Bale con un hacha y tela impermeable en la cronenbergiana adaptación de American Psycho de Bret Easton Ellis (para muchos críticos, su versión cinematográfica es superior a la novela). Harron, como muchos directores y directoras, en los últimos años estaba alejada del cine, y se ocupó de desarrollar una intensa carrera televisiva. Cuando Polley la llamó para contratarla, pensó que su vieja amiga la convocaba porque estaba embarazada, y hacerse cargo de una serie de seis capítulos, ambientaba en el siglo XIX, con un extenso abanico de personajes y una historia potente, de asesinatos, hipnosis, y demás intensidades dramáticas, no parecía nada fácil para una persona a punto de parir. Harron le sugirió que dirigiera ella la serie después de dar a luz, pero no hubo caso. Por insistencia, leyó el guión de 500 páginas, y se convenció: “Había muchas cosas que me resonaban. El problema de las mujeres en una determinada época histórica y su lucha social, la locura, real o potencial, y la ambigüedad acerca de quien está diciendo la verdad o no. Son temas que siempre me interesaron”.
“Cuando estás en el medio de una historia, no hay una historia sino confusión” comenzaba narrando la voz en off del documental Stories We Tell (2012) con el que Sarah Polley obtuvo una nominación al Oscar. Cómo abordar “la verdad” fue materia para su documental cuya tesis central apunta al modo en que construimos nuestras historias familiares para explicarnos el presente. Polley encuentra el mismo recurso en el núcleo de la novela de la Margaret Atwood. Alias Grace –que ya se puede ver por Netflix– reconstruye un famoso caso de Canadá ocurrido el 13 julio de 1843, que tuvo ecos no solo en la prensa canadiense sino también en Inglaterra y Estados Unidos. Grace Marks, de 16 años, fue acusada del asesinato de su empleador, Kinner McDermott, y condenada a cadena perpetua. Dieciséis años más tarde, un grupo de espiritualistas defendieron la inocencia de Grace, y contrataron a un “alienista” (esos psicólogos previos al boom del psicoanálisis) para que hipnotizara a Grace y develara el misterio de su inocencia, o su culpabilidad.
Atwood se valió de materiales históricos, diarios, noticias y diversas fuentes judiciales para reconstruir el caso y narrarlo desde el punto de vista del doctor Simon Jordan, especialista en enfermedades mentales, que penetra en la mente de Grace e intenta definir si se trata de una víctima o es culpable, si es una asesina serial o un caso de chivo expiatorio, si es una calculadora o está supuestamente loca como las mujeres que, por aquellos años, encerraban en los altillos. Más allá de las diferencias obvias hay demasiados puntos de comparación entre su reconstrucción imaginaria de la Historia en Alias Grace, y la otra novela de Atwood que se llevó a la pantalla chica, su distopía escrita durante el gobierno de Reagan, El cuento de la criada. Porque a medida que los capítulos avanzan, y el doctor Jordan se mete en la mente afiebrada de Grace, Atwood, hábilmente, y con un tono que oscila entre el infantilismo y la perversión, la inocencia y la ira calculada, construye un fresco social para retratar el modo en que las mujeres eran tratadas por la sociedad victoriana de Canadá del siglo XIX, inmersas en una clima de xenofobia, antiinmigración y antiabortismo; algo que Atwood llevaría al extremo hasta convertirlo en un sistema legal en su novela futurista.
“Ser una mujer en ese tiempo, o en cualquier tiempo, era un problema. Hay parte de tu personalidad y formas de reaccionar ante las cosas que están mal vistas y se espera que una las reprima” dijo Polley. “Entonces, ¿qué pasa con toda esa energía y esa ira? La idea de tener más de una identidad, el rostro que mostramos al mundo y el que guardamos adentro nuestro, me cautivó de la novela”. El rostro de Grace es el rostro angelical y casi artificial de Sarah Gadon (Cosmópolis, El hombre duplicado), manipulada por su empleador, hostigada por la iglesia y el sistema judicial (David Cronenberg hace el papel de un ¡reverendo!), y finalmente sometida a las reglas de la hipnosis y las aguas oscuras del espiritismo; sin cambiar nunca la expresión, sin mostrar emoción o ira alguna. Son los personajes alrededor de Grace, el analista, su compañera de trabajo (Rebecca Liddiart en el papel de Mary Whitney, la otra criada, está muy bien), los jueces y todos los actores sociales, los que van tejiendo una telaraña de prejuicios, envidias y odios cruzados. Sarah Polley, quien recientemente se sumó a las acusasiones contra Harvey Weinstein por abusos contando su historia, señaló la importancia que cobra la novela de Atwood y esta serie en el cambio de rumbo que tomó la lucha del feminismo en los últimos años (la novela de Atwood fue escrita en 1985): “Si vivimos en un mundo que no se interesa por hacerse preguntas y buscar respuestas a estas problemas, y lo que quiere es que estas respuestas se escondan y desaparezcan, ¿qué nos pasa por dentro? Esa es, para mi, la pregunta universal sobre ser mujer”.