Uno de los momentos más interesantes del documental Faye -estreno de la plataforma Max- parte de una célebre fotografía de Faye Dunaway, tomada por el fotógrafo británico Terry O'Neill la mañana del 29 de marzo de 1977, luego de la noche de los Oscars. Se había consagrado como la mejor actriz de esa temporada gracias a su interpretación de una despiadada productora de televisión en Poder que mata (1976), de Sidney Lumet. Una mujer implacable, sin escrúpulos, con ojos encendidos de ambición. Y esa aura desafiante que definía a su creación cinematográfica se filtraba en la imagen definitiva de su triunfo: sentada en una reposera junto a la pileta del Hotel Beverly Hills, el Oscar sobre la mesa junto a los restos del desayuno, los diarios con titulares sobre la premiación dispersos en el suelo. La cabeza de Faye Dunaway apenas ladeada sobre su mano y una bata de seda que cubría su cuerpo completaban la expresión confiada, firme en el centro de ese Hollywood que recién había conquistado.
Faye Dunaway fue la mejor representante de un nuevo estilo de interpretación que nació con la consolidación del Nuevo Hollywood. De hecho, su primera aparición importante fue en una película pionera como Bonnie & Clyde (1967), aquella que junto a El graduado (también de 1967) abrieron las puertas a las generaciones jóvenes que conquistaron la industria, a la madurez de la influencia europea, a temáticas candentes como la violencia ciudadana, la paranoia institucional o la corrupción internalizada. Las elecciones interpretativas de Dunaway consagraron esa línea: después de ser Bonnie y renunciar a una femineidad sumisa en virtud de una sexualidad frontal y un desparpajo sin perdones, llegaron hitos del neo noir como El caso Thomas Crown (1968) o Barrio chino (1974), exponentes del cine de la vigilancia como Los tres días del cóndor (1975), exploraciones de un sistema de medios sin escrúpulos como Poder que mata. Faye brindó su rostro franco a esas mujeres, artífices de su propia suerte en mundos masculinos, desafiantes de los roles establecidos, hacedoras de una tradición propia.
La fotografía de Terry O'Neill (quien luego se convirtió en su marido) aparece una y otra vez en la película del francés Laurent Bouzereau, quien enlaza la voz presente de su estrella con fragmentos de sus películas, entrevistas a sus colegas y admiradores (a su amiga Sharon Stone), suspicacias de quienes siempre la observaron a distancia, bajo una luz de alerta. Porque ese es uno de los aspectos clave del documental, aquel que trasciende el intento de resolver la verdadera condición de estrella de su personaje e intenta dilucidar cuáles fueron sus sombras, aquellas percibidas bajo un adjetivo recurrente: "complicada". Faye Dunaway era complicada, severa en sus exigencias, difícil de tratar. Las anécdotas se acumulan: con Roman Polanski y un pelo rebelde en el rodaje de Barrio chino, con maquilladores y vestuaristas que objetan sus manías con la ropa o el peinado, y hasta con Bette Davis, quien en un reportaje con Johnny Carson la señala como la persona con la que nunca volvería a trabajar (lo habían hecho en la película para televisión La desaparición de Aimée, en 1976).
Bouzereau se muestra confiado para explorar qué hizo de Faye Dunaway una actriz controvertida, atada a un tiempo como fueron los años 70, envuelta en el rigor de un arte profesional pero también propensa a los caprichos de una diva despótica, menos preocupada en agradar que en hacer bien su trabajo. A sus 83 años, la propia Faye Dunaway intenta dilucidar quién fue en la pantalla y qué queda de ese personaje. Dorothy Faye es la niña de infancia sureña, signada por la crianza nómade debido a los traslados militares de su padre, a la introspección juvenil, el alcoholismo heredado. Un poco lo que fue Norma Jean para Marilyn Monroe. Y Faye Dunaway es su nombre definitivo, su última creación. La del amor imposible con Marcello Mastroianni, las tapas de las revistas, la vida glamorosa entre Londres y Los Ángeles. Ambas habitaron en el mismo cuerpo, una dualidad que se afirma en la bipolaridad descubierta tardíamente como impulso subterráneo de sus desplantes en el set, de sus cambios de humor, de la euforia a la depresión con la que lidió desde siempre.
En el final de su adolescencia, sus ambiciones actorales la llevaron a Nueva York en plena ebullición del Actor's Studio para convertirse en alumna ejemplar de Elia Kazan. Pero a diferencia de la generación primera, Marlon Brando, James Dean o Eva Marie Saint, enraizados en los estertores del clasicismo, Faye Dunaway desembarcó directamente en una nueva era. Bonnie & Clyde significó ese nuevo escalón para un cine todavía desorientado por los sacudones nuevaoleros y las exigencias de la modernidad estética. Quizás por ello tuvo más en común con actrices como Bernadette Lafont, Julie Christie o Hanna Schygulla que con sus contemporáneas como Jane Fonda o Natalie Wood, todavía proclives a los candores del "american way of life". De hecho, Faye fue también un ícono de la moda para la época, con los atuendos de Bonnie Parker reinventados al estilo de los 60, o el gusto por la alta costura de su detective Vicki Anderson en la erótica El caso Thomas Crown junto a Steve McQueen. Un rostro anguloso, con insistente firmeza en sus propósitos, esquivo a la feminidad vulnerable y conformista.
Ese aspecto fue también el que condenó a Faye Dunaway a un derrotero errático en los 80, cuando la industria buscaba reinventar el star system femenino. Después de ese Oscar pavoneado en el Hotel Beverly Hills, llegaron algunos cambios en Hollywood: la despedida del riesgo tras los excesos de la generación del Nuevo Hollywood, el reinado del cine adolescente tras el éxito de La guerra de las galaxias y las sagas juveniles, una industria más corporativa ante el crepúsculo de los cines europeos. En ese contexto, Dunaway se aventuró a interpretar una versión esperpéntica de Joan Crawford en Mamita querida (1981), rozando un grotesco cultual que no todos compartieron. Sacudiendo algo de su fanatismo, Bouzereau elige poner en discusión esas elecciones, preguntarse qué las motivó, si esa fama menguante hizo que el culto cinéfilo fuera un sustituto necesario para seguir vigente.
Otra vez la imagen de Faye Dunaway bajo la lente de Terry O'Neill parece despedirnos. Recordarnos una aventura extraña para una industria a menudo esquiva a revisar sus tradiciones, como el agradecimiento de los premios, la euforia de los ganadores, el exhibicionismo del poder. La imagen de Faye destila ese soterrado escepticismo que percibió en el mismo tiempo de su ascenso, en la cima de su popularidad. Una desconfianza que le dio lucidez y permanencia, aun con los sinsabores de su irrenunciable complejidad.