--¿Qué hay detrás de la máscara de un lobo?

--Un hombre aburrido.

--Pero eso es empezar por el final --dijo el Anfitrión mientras descorchaba para nosotros una botella de vino. La etiqueta decía Lupus in fabula.

Es cierto. Esta historia comienza la noche del 30 de octubre de 1983 en un hotel de Madison, capital de Wisconsin, Estados Unidos. Jorge Luis Borges acaba de subir a su habitación.

Fue un largo día hasta terminar con el ciclo de charlas sobre literatura argentina. Después de los saludos protocolares y de una cena junto a notables académicos, se retiró a descansar. Al rato sonó el teléfono de su habitación. Una voz le dijo que, desde la mañana siguiente, es decir el 31 de octubre, comenzarían los festejos de Halloween con una fiesta de disfraces que se realizaría en el salón del hotel.

--No puede perdérsela --insistió la voz.

“Aunque le tengo mucho miedo a las máscaras, acepté, porque si no hubiera sido un aguafiestas. Entonces invertí dos dólares en una gran cabeza de lobo”.

Desde la habitación hasta el salón de eventos, Borges enfundado con su flamante máscara de lobo se dejó acompañar por dos mujeres: una con careta de perro y otra con careta de gato. Los tres caminaron lentamente por el largo pasillo. Detrás de los vidrios del hotel resplandecía el tibio sol de la tarde sobre la ciudad de los grandes lagos. De pronto, alguien los detuvo.

“Me dijeron al oído que había ganado el doctor Alfonsín. Entonces se me ocurrió, ya que tenía la máscara de lobo... Entré a la fiesta aullando y gritándoles a los esqueletos, a los fantasmas: ¡Homo homini lupus! Estaba en un ambiente fantástico; pero había sucedido algo mucho más fantástico en la patria, un milagro mayor”.

No debe haber nada menos divertido que andar diciendo “El hombre es un lobo para el hombre” en una fiesta de disfraces. Pero el que lo decía era Borges y estaba contento: el milagro no era peronista. Quizás por esa alegría inusual se le perdonó que durante horas hiciera uso y abuso de la vieja locución latina que retomó Hobbes para sus reflexiones sobre nuestra maldita naturaleza. Pero todo tiene un límite. Cuando empezaba la noche algún sensato se le acercó a la mesa y le sugirió al maestro que se retirara a dormir.

Borges regresó a Buenos Aires días más tarde. La máscara de lobo llegó al país en el fondo de una vieja valija.

Si bien el episodio se relató en varias ocasiones como ejemplo de una travesura (la foto que le tomaron a Borges durante la fiesta neoyorquina vuelve a aparecer cada tanto), lo que realmente nos importa es la máscara de goma. Y de tanto importarnos es que llegamos a la conclusión, pesquisa mediante, de que se trata de una de las tantas piezas creadas en los años 70s por el famoso Don Post Studios, la firma más famosa de Estados Unidos en invención de máscaras de látex y caucho tanto para Hollywood como para el mercado interno en épocas de Halloween. 

Donald Post, su fundador, es el creador del negocio, y entre muchas otras rarezas, el que popularizó la máscara de cabeza completa de Popeye y de los personajes de la Segunda Guerra Mundial: Hitler, Stalin y Mussolini. Muchas de sus máscaras fueron usadas para películas como la de Frankenstein para la Universal. Además, Post creó las cápsulas alienígenas para el film Los usurpadores de cuerpos de 1956 y trabajó en los efectos especiales con Ed Wood para la ya mítica Plan 9 From Outer Space. Bien. ¿Por qué Borges guardó semejante máscara?

Acaso como un trofeo de su atrevimiento, o como un testimonio de haber sido durante un par de horas ese “otro” que tanto ansiaba. Las máscaras tienen, entre otras propiedades, el poder de borrar u otorgar el pasado de quien la usa.

Una vez el pintor Alberto Cedrón publicó en los clasificados de los diarios argentinos el siguiente anuncio: “Vendo máscara antigua sin pasado”. Y esperó junto al teléfono. De pronto el aparato empezó a sonar, una y 20 veces más. A los interesados (coleccionistas muchos de ellos) no les importaba saber el precio, tampoco el material del objeto ni su estado, querían saber a quién había pertenecido. “Como dice el aviso no tiene pasado”, respondía serenamente Cedrón y los interesados cortaban molestos. ¿Cuál era el juego?: comprobar que el tiempo también es un lobo que se alimenta de nuestras pocas certezas.

Las máscaras tienen, entre otras propiedades, el poder de borrar u otorgar el pasado de quien la usa.

Un día de noviembre de aquel 1983, Epifanía Uveda, la mentada Fanny, atendió el teléfono. Era el joven Claudio Pérez Míguez que pedía cita para ver al maestro ya que había conseguido en una exposición ganadera un bastón que Borges seguro apreciaría. La relación de amistad entre Borges y Míguez había comenzado en épocas de la guerra de Malvinas cuando, el entonces estudiante de la Escuela Media Nº 1 de Don Bosco (Quilmes), solicitó entrevistarlo para un trabajo escolar. Míguez, de 15 años, llamó por teléfono a la casa de Borges y, para su sorpresa, la voz del escritor le respondió: “Lo espero mañana después de las 10 en Charcas y Maipú”. Borges se divirtió con el estudiante a tal punto que aceptó visitar la escuela de Quilmes, cenar con la humilde familia del joven, y hasta dar una conferencia para el alumnado. Al finalizar una de esas charlas, el tumulto fue tal que no aguantaron las tarimas improvisadas que se habían montado como escenario y casi se desbarrancan docentes, la bandera nacional y el mismísimo conferenciante. Pero Borges estaba contento.


Míguez encontró a Borges solo, en silencio. Hacía horas que estaba en la oscuridad y esa oscuridad se agrandaba en su propia sombra, como si lo hubieran olvidado. Recibió el bastón y habló de su reciente viaje a Estados Unidos y, claro, hizo mención a la máscara. Le pidió a Fanny que la buscara en la vieja valija. Mientras esperaban, Borges relató lo que escuchó en aquella fiesta. Detrás de las máscaras, los hombres se atreven a decir muchas cosas: escuchó mensajes de amor y propuestas de venganzas, comentarios sin rigor sobre la retirada de Borg y el ascenso de McEnroe. Incluso alguien le explicaba a otro cómo solucionar la inflación en los países latinoamericanos.

Míguez encontró a Borges solo, en silencio. Hacía horas que estaba en la oscuridad y esa oscuridad se agrandaba en su propia sombra, como si lo hubieran olvidado.

Cuando llegó la máscara, Borges se convirtió otra vez en hombre lobo. Pero ya no dijo “¡Homo homini lupus!” sino “¡Qué olor a goma tiene esto!”. Se dejó sacar fotos, y permitió que su amigo se probara la Cruz de Alfonso X El Sabio que meses antes había recibido del gobierno español.

Estos hechos pueden leerse con mayor rigor en el libro Recuerdo de Borges que tiene como tapa la foto de Borges con careta de hombre lobo. Hay que admitir que uno lo pasa bien leyendo estos libros, de la misma manera que lo hizo con otros similares como, por ejemplo, Apuntes de familia de Miguel de Torre Borges, donde se describe a un joven Borges que inventaba versitos picantes cuando jugaba al truco y tenía que cantar flor. Es decir, existe una bibliografía lateral, marginal, bizarra que, más allá de las intenciones de protagonismo o no de sus autores, dan cuenta de una literatura que no puede ocultarse. Después de tantos ensayos y estudios, de tanta obra clarificada y anotada, asomarse al boceto de un hombre que a veces se aburría como se aburren los lobos cuando la temporada de nieve se extiende demasiado, es una experiencia notable. Además, y después de todo: ¿por qué habría que excluirlo del sentimiento general del rebaño?


Nota: Según Míguez, la máscara debería formar parte de los objetos de Borges que custodió María Kodama hasta su fallecimiento. Sin embargo, otras voces, menos amables, respondieron ante la consulta: ¿a quién le interesa el destino de una máscara de apenas dos dólares?