Desde París
La alianza entre Estados Unidos y Arabia Saudita basada en el aislamiento de Irán ya hizo otra víctima:el Líbano. El amateurismo de la política exterior del presidente norteamericano Donald Trump le dio alas al poder saudí para convertirse en la espada de vanguardia contra Teherán y empezar por mover los ya frágiles cimientos de el Líbano. El presidente francés, Emmanuel Macron, anunció que había “invitado” a Francia al renunciante Primer Ministro libanés y su familia, Saad Hariri. Más que una invitación se asemeja a un intento por salvar al dirigente libanés, quien se encontraba en la capital de Arabia saudita prácticamente “secuestrado” según las acusaciones de varios dirigentes libaneses. Hariri protagonizó en Riad uno de los episodios más rocambolescos de la política internacional: viajó a Riad y desde allí, el pasado 4 de noviembre, anunció su demisión y luego ya nunca más volvió a su país. El jefe de Estado Libanés, Michel Aoun, rechazó la renuncia del jefe del Ejecutivo y dirigió sus dardos contra los saudíes, a quienes responsabilizó por lo que calificó el “secuestro” de Hariri.
Beirut es el teatro elegido por Washington y Riad para desplegar su confrontación delirante con Irán y rebatir su influencia regional, la cual ya tiene un conflicto diplomático abierto por Riad contra Qatar, a quien acusa de cercanía con Irán y de apoyar a los Hermanos Musulmanes en Egipto, y otro armado:Yemen. Allí, desde 2015, las tropas saudíes lideran una coalición sunita que combate la rebelión de los hutíes (chiítas que controlan la capital, Saana, y el Norte) respaldada por Teherán. La intervención saudí es un calvario para la población: en un comunicado común, la OMS, la Unicefy el PAM, interpelaron a Arabia Saudita para que permita el ingreso de ayuda humanitaria a Yemen “para responder a lo que se ha convertido en la peor catástrofe humanitaria del mundo”. Riad ha impuesto un bloqueo aéreo, marítimo y terrestre en Yemen y por ello los tres organismos multilaterales advierten de que, en caso contrario, “miles de víctimas inocentes, entre ellas muchos niños, van a morir”. Desde que en enero de 2015 se plasmó el ascenso del príncipe heredero Mohamed Bin Salmán, el hijo predilecto del Rey rey Salmán, el llamado Reino del desierto no ha cesado de contaminar el juego en Medio Oriente con la meta de frenar la preponderancia iraní en Irak, en Siria, en Yemen, en Bahréin o en el Líbano. Con Trump en la Casa Blanca y su también cruzada contra Irán (ha desmontado el acuerdo con Irán pactado en 2015 por el ex presidente Barack Obama y las demás potencias, Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania), el monarca saudí tiene las manos libres. A este respecto, Fatiha Dazi-Héni, investigadora en el Instituto de investigaciones estratégicas de la Escuela Militar (Irsem) comenta:”Arabia saudita no puede soportar que un actor persa como Irán desempeñe un papel en el Medio Oriente Arabe. Los intereses de Trump y, tácitamente, de Israel, convergen para trabar a Irán. El pleno retorno de Teherán en la economía mundial molesta también a Arabia Saudita (petróleo barato)”.
La movida libanesa tiene que ver también con Teherán. Los saudíes juzgan que Hariri es demasiado “complaciente” con el Hezbolá, grupo armado que nació contra la invasión israelí del Líbano, ligado a Irán y desde hace mucho tiempo una de las espinas dorsales de las coaliciones gubernamentales en el Líbano. En el país del cedro los puestos de responsabilidad política se reparten según un orden confesional: la jefatura del gobierno es para un sunita, la presidencia recae en un maronita y la presidencia del Parlamento en un chiíta. Hariri, los anteriores o quien lo remplace no puede formar una coalición de gobierno sin la participación plena del Hezbolá, y ello va en contra de las pretensiones norteamericanas y saudíes. París intenta mediar en esta peligrosa disputa para que, según dijo el presidente Emmanuel Macron, exista un “Líbano fuerte, con su integridad territorial plena. Precisamente, necesitamos dirigentes libres para decidir y expresarse”. Resulta por demás evidente que el primer ministro libanés no estaba en Riad en condicione de libertad, de allí la “invitación” francesa. El texto que leyó cuando presentó su renuncia había sido escrito por otro: allí denunció la “injerencia” del Hezbollah y a Teherán por buscar “crear un Estado dentro del Estado”. El jefe del Hezbolá, Hassan Nasrallah, acusó a su vez a Arabia saudita de haber “obligado” a Hariri a renunciar. París observa activo y con mucho recelo las gesticulaciones de Donald Trump y los actos de su hoy brazo armado en la región, Arabia Saudita. El advenimiento del trumpismo cambió de lleno las orientaciones estratégicas y avivó la confrontación histórica entre el reino wahabita y el Irán persa. Riad festejó el fin de la era Obama, cuya prioridad regional consistió en llegar al acuerdo de 2015 sobre el programa nuclear iraní, incluso en desmérito del “pacto estratégico” entre Washington y Riad vigente desde hace más de 70 años (fue establecido en 1945 por el entonces presidente norteamericano Franklin Roosevelt y el rey saudí Abdelaziz Al Saoud) y replanteado y fortalecido a partir de la primera guerra de Irak (1991). Para los saudíes, Obama fue un traidor y una pesadilla. Trump, al contrario, es un aliado manipulable y una lotería ganadora para sus ambiciones en la región y su eterna disputa con Irán. Washington y Riad están ahora enfrascados en la peligrosa estrategia de dar vuelta los equilibrios de poder existentes en la región, en gran parte construidos con la segunda invasión de Irak en 2003, y ello, sin que les importe el costo humano o político. En mayo de 2017, ambos países sellaron su nueva alianza con el desplazamiento de Trump a Arabia Saudita, en lo que fue su primer viaje al extranjero. Los saudíes, hasta ahora, no se llevaron ninguna victoria consecuente en sus recurrentes intentos de doblegar a Irán. En Yemen, después de casi tres años de una guerra despiadada, no han podido con los hutíes. En Siria, se unieron a la pantomima de la “coalición internacional” que patrocinó la rebelión siria contra Bachar-Al Assad, pero el presidente sirio sigue en el poder. Con Qatar, rompieron sus relaciones diplomáticas y activaron una ofensiva internacional tejida de mentiras y manipulaciones. Sin embargo, perdieron porque no contaron con que los qataríes disponían de una reserva de apoyos más sólida de la prevista. Cambiaron la mira de sus fusiles y apuntan desde hace semanas hacia el Líbano, pero Francia está de por medio (el Líbano fue un protectorado francés luego de la Primera Guerra Mundial). Cualquier temblor en el Líbano es signo de enormes convulsiones. Irán les ha ganado en estos años las mejores porciones: la antigua elite persa tomó el control de Irak luego de la invasión norteamericana de 2003 a través de su mayoría chiíta: Teherán juega con todo su peso en Beirut por medio del Hezbollah, la organización chiíta ineludible en cualquier arreglo político: en Siria, cerraron filas detrás de la minoría alauita (franja del chiísmo) de Al-Assad. En este ajedrez regional entre sunitas y chiítas con Washington en la escena, Teherán acumuló más piezas. Bernard Guetta, especialista francés en relaciones internacionales, escribe: “la teocracia iraní operó ahora tantos avances en tierras árabes que nadie podrá sacarla de ahí por mucho tiempo”.