Las historias de boxeadores suelen trazar la parábola del ascenso y la caída de un hombre que, en definitiva, vuelve al punto de partida, al barro primigenio de la lucha por la vida, la anticipada derrota a manos del destino. En el medio, mujeres, noches locas y amigos del campeón, y el sutil pero férreo avance de la decadencia hasta ser reemplazado por alguien más joven, más ambicioso y pegador. Las historias de boxeadores –de London a Hemingway, de Kordon a Castillo– suelen ser amargas, nítidas, punzantes. Las historias de boxeadores reales –Gatica, Bonavena, Monzón– tienen esas mismas características que pueden parecernos muy literarias pero son también destellos y fulgores –oscuros, certeros– de la vida misma. El boxeo tiene el mérito de plantear una situación límite al desnudo. Ganar o morir arriba de un ring. Difícil resistirse a semejante trance.
No es que el joven narrador –y aprendiz de boxeador– de la última novela de Antonio Dal Masetto sea una total excepción a la regla, pero tiene algunos rasgos que pronto saltarán a la vista del lector con algunos rounds encima. A pesar de que llegará a dominar técnicamente el oficio, no quiere ser boxeador. Cuando el manager Ramírez lo aborda en la puerta de su humilde casa en el pueblo donde vive con su madre enferma (su padre ya murió al caerse de un andamio) no manifiesta ningún interés por el boxeo. Es más: rechaza la violencia. Poco tiempo antes vio una pelea callejera, vio sangre y no le gustó nada. Otra noche, cuando salió a cazar furtivamente, presenció cómo unos tipos reventaban a otro y dejaban tirada una pierna ortopédica de la víctima, que el muchacho recogerá y atará a un banco de la plaza del pueblo para que todos sepan que el hombre que supuestamente vendió sus campos y se fue a Australia de raje, en realidad está muerto y despojado de todo. Pero nadie se hace cargo. Entonces, a este narrador no le gusta el box, ni las peleas, ni la violencia que sordamente tiñe a cada persona del pueblo, incluidos los chicos de la escuela. Siente que su puño derecho, frente a determinadas situaciones de injusticia, se cierra y comienza a vibrar. “Sentía que mi brazo derecho se había independizado del resto del cuerpo. Vibraba cada vez más. En cualquier momento actuaría por su cuenta y dispararía una gran trompada. Esa señal se repetía a menudo. Siempre que algo me indignaba. Mi puño derecho se convirtió en la medida de la rabia y la frustración”.
Cuando el manager le propone convertir esa pegada contenida en un temible cross, el narrador se decidirá simplemente por la promesa de ganar dinero y poder ayudar a su madre, y también con la secreta esperanza de, un día, abandonar finalmente ese pueblo que le resulta opresivo.
Dal Masetto terminó de escribir La última pelea en octubre de 2015 y murió muy poco después. Esta edición póstuma quedó a cargo de Guillermo Saccomanno quien también publicó recientemente una memoir llamada Antonio. Allí recuerda que Dal Masetto le hacía llegar La última pelea capítulo por capítulo, sometiéndolo a una lectura de folletín. Es un folletín tan poco evidente como atrapante. El tono despojado, la manera anodina como el narrador ve pasar los incidentes del pueblo, los problemas cotidianos de la madre, del propio muchacho que va de la escuela a la obra en construcción y de ahí al gimnasio, no dejan entrever que pronto el lector se verá atrapado en una trama que detrás de su morosidad empieza a cobrar una especie de segunda velocidad disimulada. Un día el narrador se queda huérfano por completo. Y casi sin quererlo, está en camino de convertirse en un profesional del boxeo. Y le roban una pelea que lo afirma en su convicción de que ese mundo de hombres violento es además corrupto. El tiempo se acelera. Decide vender el terreno con la casa familiar e irse a probar suerte a Buenos Aires. Ya no volverá a ser un boxeador arriba del ring. Pero vueltas de la vida, un día se sumará a un circo y un día el circo lo llevará de vuelta a su pueblo donde las cuentas siguen pendientes. El aire del final de la novela es absolutamente noir, una marca que en Dal Masetto suele aparecer sin mayor énfasis.
Es entonces, más que la parábola del boxeador, la del hijo pródigo la que está en juego en esta breve e interesante La última pelea. Tan a tierra como en casi todos sus libros, los personajes de Dal Masetto cumplen aquí un intento por escapar al círculo del destino pero lo hacen con una resignación que no deja de llamar la atención del narrador sobre sí mismo. Empieza a comprobar que la constante de su vida, aun tan joven, es la huida. Pero este impulso hacia la fuga tiene su contrapartida en la determinación –que va horadando lentamente el alma del narrador hasta instalarse firmemente en ella– de plantar batalla y, sobre todo, conquistar un territorio que le ha sido esquivo.
Veladamente autobiográfica pero todo el tiempo ensimismada en enhebrar una ficción poderosa detrás de su aparente sobriedad y austeridad, La última pelea traza un posible final para una de las obras narrativas más notables y homogéneas que podemos seguir leyendo. Dueña de una sabiduría despojada, casi zen, La última pelea es literalmente el fruto de esa última pelea entre la literatura y la vida, ganada por puntos –nunca por knock out– por una de las dos, a elección del lector.