Una década no siempre dura diez años ni empieza en cero. Una cronología cultural podría trazar que, en Estados Unidos, los '70 comenzaron en agosto de 1969, justo después del asesinato de Sharon Tate en manos del clan Manson. Se había terminado una era. Los '90, en cambio, se vinieron abajo en septiembre de 2001 con el ataque terrorista a las Torres Gemelas. Pero empezaron tarde: la década anterior estuvo marcada por una ola de histeria masiva que duró, por lo menos, hasta 1995.
Como todos nosotros, los estadounidenses de la época necesitaban creer en una razón para la violencia, en alguien -o algo- que moviera los hilos desde otro plano. Y eligieron creer en sectas que mataban niños en rituales satánicos. El pánico colectivo derivó en acusaciones y juicios alimentados por la falta de evidencia sólida y la mano amarilla de los medios, donde las principales hipótesis recaían directamente sobre la influencia del Diablo en el accionar de asesinos y violadores. Los yanquis, siempre hábiles en brandear todo, nombraron a este signo de la época como Satanic Panic.
En esta década se ubica Longlegs, del director y escritor Osgood Perkins, una película igual de excéntrica y desconcertante que la época que retrata. Y, sin embargo, la trama está tan repleta de clichés que engaña: hay una agente del FBI que recién está arrancando, hay caso sin resolver de un asesino serial, hay muñecas tétricas, hay mensajes codificados, hay padres amorosos que matan a sus hijas, hay símbolos satánicos, hay monjas con escopetas.
Todo eso antes de llegar a Nicolas Cage en drag, con una peluca gris grasienta y la cara cubierta de maquillaje blanquísimo para ocultar una serie de cirugías plásticas que salieron pésimo. El actor se mueve entre lo perturbador y lo paródico en su interpretación de Longlegs, un psycho que de alguna manera persuade a padres de matar a sus familias y después suicidarse.
Para investigar el caso entra Lee Harker (Maika Monroe), la detective primeriza que tuvo un encuentro traumático con Longlegs cuando era chica y parece guardar una conexión psíquica con él. Lo mismo pasa con su madre, Ruth (Alicia Witt), cuya relación con Lee está condicionada por lo que no se dice: en sus diálogos reinan los silencios incómodos, como si todo el tiempo estuvieran ahogando una verdad que no son capaces de articular. De a poco, Lee se va empapando del modus operandi de Longlegs y, al mismo tiempo, recuperando pedazos reprimidos de su infancia, su vida familiar y su propia personalidad.
Ya se dijo que la película parece un compendio de muchas obras anteriores, más coherentes, como El Silencio de los Inocentes (1991) y Seven: pecados capitales (1995), pero lo cierto es que las típicas escenas de procedimientos policiales son un acto de gaslighting que tapa algo mucho más oscuro y polifacético, más cerca de la japonesa Cure (1997) o la italiana Profondo Rosso (1975).
En todas las comparaciones, Longlegs sale perdiendo, pero lo que muchos críticos no pudieron ver es la sensibilidad camp y las excentricidades que acercan a Longlegs más a un personaje de John Waters que a uno de David Fincher. ¿De qué otra forma se vestiría un freak criado en la tierra de la violencia y el sueño americano? ¿Qué otra cosa haría sino operarse para "estar lindo para el Diablo"? ¿Por qué no tendría un póster de T. Rex en su sótano mugriento? ¿Por qué no le copiaría la cara pálida al Bob Dylan de mitad de los '70?
Cuando le preguntaron qué lo había inspirado a elegir el aspecto de Longlegs, Osgood Perkins respondió corto y seco: Los Ángeles. La interpretación más obvia es pensar en Hollywood, pero la clave estética de la película viene del glam rock, escena cuya capital en los ochenta -un patio de juegos con drogas y música- fue Sunset Strip, en California. Las referencias están desde el primer plano, que contiene una cita del hit más grande de T. Rex, Bang A Gong (Get It On), de 1971: "You're slim and weak / You've got the teeth of the hydra upon you / You're dirty and sweet and you're my girl".
El espíritu glam rock, con el maquillaje blanco, la ropa andrógina, la celebración del exceso y las imágenes satánicas como parte de una forma provocadora de hacer música y vivir la vida, desde Lou Reed hasta KISS, es la llave al universo simbólico de Longlegs. Aunque es un personaje sin pasado pero de enorme espesor, imaginamos que el freak plástico de Nicolas Cage creció viendo a Gene Simmons escupir fuego por la boca y a Robert Smith pintarse la cara de blanco para sus shows al frente de The Cure y, como su muestra de su compromiso inamovible con el Diablo, decidió verse como ellos.
En otra entrevista, cuando le preguntaron qué lo había inspirado para escribir la película, Perkins respondió: la familia. El director, que forma parte de la dinastía de Hollywood, sabe de lo que habla: su padre fue Anthony Perkins, el actor que interpretó a Norman Bates en Psicosis (1960), probablemente la película que mayor impacto tuvo en la historia del cine de terror. Pero la fama no le duró demasiado. Perkins vivió como un gay enclosetado y con un diagnóstico positivo de VIH, que tuvo que ocultar para poder seguir trabajando en la industria -aunque se sabía- y no preocupar a sus hijos.
Durante los '80, en plena adolescencia, Perkins hijo convivió con dos verdades enterradas. Por un lado, vio cómo la industria no perdonó la sexualidad de su papá y desinfló su fama en tiempo real, de estrella fugaz de Hollywood a protagonista de películas de terror baratas. Por el otro, en su casa se sabía el secreto, pero no se le daba nombre. La responsable de mantener la sexualidad de Perkins por fuera de lo nombrable era su madre, la fotógrafa y actriz neoyorquina Berry Berenson.
"Todos lo sabían, incluso mi hermano y yo, pero nunca nos dieron palabras para expresarlo", contó Osgood Perkins en una entrevista reciente. "La idea de que ella pudiera inventar (no inventar, porque no es una mentira), pero fabricar una historia, un cuento" fue en buena medida otra inspiración para Longlegs. Perkins murió a los 60, en 1992, por complicaciones con el VIH. Berenson murió el 11 de septiembre de 2001: fue una de las pasajeras del vuelo 11 de American Airlines que chocó contra las Torres Gemelas.
Todo esto para decir que hay una profunda dimensión moral y psicológica en Longlegs, explorada sobre todo a partir del triángulo bizarro que configuran Lee, su mamá y el asesino. "No sos una niña porque se te permitió crecer. Es un mundo cruel, especialmente para las cosas chiquitas", le dice Ruth a su hija, como en código o en un trance, en una escena clave. "Me habré olvidado de todo lo que pude por el bien de las dos -le confiesa- pero nunca tiré tus cosas."
¿Qué fue lo que le permitió crecer a su hija? ¿De qué se tuvo que olvidar? ¿A qué dios -o a qué diablo- tuvo que recurrir para criarla? La inquietud se torna más peligrosa si, en vez de cuestionar a estos personajes, invertimos el ejercicio. ¿Qué estamos dispuestos a hacer por las personas que amamos y qué somos capaces de esconder para tolerarnos a nosotros mismos? La sensación permanente de claustrofobia, la noción de una oscuridad que acecha y ahoga está presente en cada plano de Longlegs. Pero no es un asesino y no es ningún diablo. Es una pregunta.