Nadie ha podido evitar conmocionarse esta semana con el comienzo del juicio en Francia a 51 hombres por haber agredido sexualmente y durante toda una década a Gisèle Pélicot, una mujer a la que su exesposo, Dominique Pélicot, drogó de forma sistemática mezclando somníferos con su comida y bebida hasta hacerla caer dormida, más cerca del coma que del sueño, para luego ofrecerla a otros hombres y grabar cómo la violaban sistemáticamente.

Un caso salvaje de violencia contra los cuerpos de las mujeres como nunca antes se ha visto públicamente en la sociedad francesa, quizá en ningún sitio. Una "barbarie", en palabras de la propia víctima, que ha retratado, de nuevo, la cara más cruel de la sociedad patriarcal; pero, sobre todo, de los hombres que participan de la brutalidad que genera, sin cuya complicidad nada de esto hubiera sido posible.

No hizo falta ningún desconocido. Fue su marido desde hacía 50 años quien organizó las violaciones en cadena y orquestó paso a paso el crimen perpetrado contra la integridad sexual y física de Gisèle Pélicot entre 2011 y 2020.

Ella, que no era consciente de que su cuerpo "inerte" había estado siendo víctima de todo tipo de agresiones, jamás hubiera imaginado que las caídas de cabello, de peso, los problemas ginecológicos o las pérdidas de memoria que padecía desde hace años tenían que ver con un hecho tan monstruoso, de no ser porque la Policía encontró −y de casualidad− un archivo con más de 20.000 videos y fotografías, muchos de ellos fechados y etiquetados, donde todo estaba filmado. Pero el trauma habla y se expresa también así, a través de la piel, por mucho que hayan tratado de enterrarlo.

Silencio, miedo, ocultamiento, vergüenza... son tan comunes que casi parecen la norma tras un hecho como este. Se habla entre amigas, como ha explicado tantas veces la escritora Cristina Fallarás: las mujeres se cuentan estas cosas, se acuerpan, se protegen. Sin embargo, Gisèle Pélicot ha querido cambiar los términos y que se la vea, se la escuche y se la sienta presente. Gisèle Pélicot ha decidido que se vea todo, que "no tiene nada que ocultar, ni nada de lo que avergonzarse". "Siempre hemos dicho que si no preservamos la identidad de las víctimas las revictimizamos. En esta ocasión, la propia víctima no lo ve así. Lo que demuestra que la revictimización consiste en imponer a la víctima las condiciones y las motivaciones para denunciar", ha señalado con agudeza Noelia Adánez, ensayista y jefa de Opinión de Público.

"Para mí el mal está hecho", ha expresado Gisèle Pélicot en su primera intervención ante el Tribunal de lo Criminal de Vaucluse, antes de añadir que ha renunciado a que todo se hiciera a puerta cerrada "en nombre de todas esas mujeres que tal vez nunca serán reconocidas como víctimas".

Una mujer que tomó la palabra

La complejidad del caso no puede entenderse sin considerar la cosificación extrema de las mujeres, "vistas como un objeto por parte de muchos hombres, que no ven ningún problema en presionarlas para doblegar su voluntad, aunque sea a costa de emborracharlas o, incluso, drogarlas. De hecho, el que fuera su marido promocionaba lo que hacía en diferentes plataformas y redes sociales, y ninguno de los hombres que tenían acceso a esa información denunció. Ni siquiera uno que ha explicado que rechazó participar de esas agresiones", tal y como ha advertido Amparo Díaz, abogada especialista en VioGén, en una conversación con Público.

La lista no es corta. En el transcurso de su investigación, la Policía identificó 92 actos de violaciones y encontró hasta 83 sospechosos. "Esos hombres me mancillaron, se aprovecharon de mí y ni uno solo se preguntó que había algo raro", ha lamentado la propia Gisèle Pélicot durante su intervención ante el tribunal.

La sensación de impunidad campa a sus anchas cuando se habla de violencias machistas, tan normalizadas. Ponerle freno depende de que como sociedad seamos o no capaces de "denunciar conductas de cosificación de cualquier ser humano" y de que "no que caiga siempre sobre las víctimas el hecho de iniciar estos procedimientos judiciales", insiste Amparo Díaz.

La estrategia de la acusación se tiene que enmarcar desde el entendimiento de lo que implica la cultura de la violación y los estereotipos que esta produce. "Más allá de la lectura que se ha hecho de que el miedo cambie de bando, desde la sociedad feminista se lleva años pidiendo que las víctimas se sientan seguras, que dejen de ser juzgadas", recuerda la psicóloga sanitaria Laura Izquierdo, experta en trauma, género e igualdad.

Y ese es justamente el mito que se ha propuesto romper Gisèle Pélicot, dejando atrás la culpa y desafiando los parámetros que la propia justicia patriarcal marca. "Lo más importante es que se respeten sus decisiones. Eso empodera y valida, y salimos de la maternalización que se hace con las víctimas desde el 'yo decido por ti, que sé lo que es mejor para ti', un argumentario que las deslegitima", añade Izquierdo.

Pero el de la víctima acallada no es único estereotipo que este caso ha puesto en cuestión. También el perfil de los agresores se ha dejado en evidencia. Los encausados, que tienen entre 26 y 74 años, son personas muy diversas, "hijos sanos del patriarcado", dirían las feministas: desde entrañables y buenos abuelos o atentos padres, hasta bomberos e informáticos. En definitiva, "gente normal" que "suele tener en común la falta de respeto hacia las mujeres como sujeto de derechos. Hombres que, de entrada, no las tratan mal; pero que, cuando se encuentran en un espacio de intimidad, no las reconocen como ciudadanas corrientes", denuncia Amparo Díaz.

Hablando de modelos y perfiles, tampoco sorprende que su exmarido, ese que maquinó todo, no solo la violentara a ella o a su hija, de quien tenía fotos desnuda; sino que la incorporación de su ADN en los ficheros judiciales ha servido para relacionarlo e inculparlo por un asesinato de una mujer de 23 años en diciembre de 1991 y por una tentativa de violación de otra de 19 años en mayo de 1999.

Es más, los agresores "suelen ser personas cercanas, con magnitudes y comportamientos no puntuales. Estas agresiones se enmarcan desde el poder, el control y la dominación. Un síntoma más de la anulación de la agencia de las mujeres a las que ni siquiera hace falta escuchar", afirma Laura Izquierdo.

Analizada desde el punto de vista de la experta, resulta entonces una actitud perfectamente coherente la de los detenidos, muchos de los cuales han alegado para defenderse cosas como que habían recibido el permiso del marido o que creían que cumplían las fantasías de una pareja libertina −no declaran en vano, son conscientes de que el sistema penal francés solo condena por agresión a aquellos que eran conscientes en el acto de estar cometiendo tal abuso−.

El consentimiento como piedra angular

¿Cómo es posible que ellos dieran por hecho que esta mujer que estaba callada y con apariencia de inconciencia hubiera consentido? Lo más "probable", intuye Amparo Díaz, es que "estos señores tuvieran poco interés en su consentimiento, solo quieren disponer del acceso".

La sentencia que pueda salir del que va a ser el juicio sobre la violación más grande de la historia de Francia pondrá sobre la mesa una infinitud de debates que el movimiento feminista lleva discutiendo décadas. Uno de ellos, el consentimiento como piedra angular de las relaciones sexuales. El Código Penal francés establece, al día de hoy, la violación como "todo acto de penetración sexual, de la naturaleza que sea, o todo acto buco-genital cometido (...) mediante violencia, coacción, amenaza o sorpresa", una definición que no incorpora el consentimiento de la víctima.

Aunque han existido varios intentos de modificar esa redacción para decir explícitamente que el sexo sin consentimiento es violación o que no puede existir consentimiento si la agresión sexual se comete abusando de un estado que impide el juicio del otro −si se encuentra, por ejemplo, bajo sumisión química−, las francesas todavía no han logrado que se reconozca por ley. Puede que este caso inicie un camino de no retorno en este sentido.