Las derechas extremas tienen un largo rollo con la idea del judío, más con la idea que con el judío concreto, el que está respirando delante de uno. La construcción mítica del judío como el otro, el ajeno irreductible, está más que estudiada porque se desbocó en uno de los peores episodios de violencia de la historia, y el más racista, que fue el Holocausto. La larga historia de progroms, expulsiones, asesinatos individuales y en masa contra los judíos culmina en una locura protagonizada por gente con botas brillantes y uniformes diseñados por Hugo Boss. La derecha extrema quedó merecidamente pegada con el antisemitismo en su variante más absoluta y absurda.

Con lo que puede llamar la atención que personajes de abierta crueldad y probadas credenciales reaccionarias, como nuestro Javier Milei, o Donald Trump y Jair Bolsonaro, se muestren como seducidos por el judaísmo. Milei posa de casi converso, Trump y Bolsonaro asienten cuando sus partidarios llevan banderas israelíes a los actos, los tres mezcolansean tonos bíblicos en sus discursos y mencionan alguna variante de "las fuerzas del cielo". De hecho, si se quiere escuchar una defensa cerrada de la guerra en Gaza y un rechazo absoluto a criticar a Benjamín Netanyahu, basta sintonizar a Marine Le Pen o a la siniestra AfD alemana.

¿Qué está pasando? Que las derechas siempre buscan inventar un pasado glorioso y no les alcanza con la historia propia. La nueva moda es robarse la gloria de la Biblia, arroparse con el manto de los poderosos reyes Salomón y David, ser no judíos judíos, en la exacta expresión del brasileño Michel Gherman, profesor de sociología de la Universidad Federal de Río de Janeiro y autor del libro El judío no judío: el intento bolsonarista de colonizar el judaísmo.

Todo fascista tiene una Era Dorada perdida, donde su nación era rica y poderosa, pero fue traicionada. Los alemanes eran lo más hasta "la puñalada por la espalda" de comunistas, judíos y burgueses que les hizo perder la primera guerra mundial. Italia era la Roma Imperial, hasta que los bárbaros los arrasaron. España era un imperio global, hasta que los masones conspiraron... El húngaro Viktor Orbán, primer ministro y notorio reaccionario, vive hablando de la pérdida de la "cuenca de los Cárpatos" por la conspiración de sus vecinos con toda pasión, aunque sucedió hace un siglo. Los polacos, como bien sabe este diario, buscan encarcelar a quien recuerde su antisemitsmo. Y cada ex nacionalidad yugoeslava te recuerda la batalla perdida con los turcos -o los rusos- que los mochó en su grandeza.

Lo que tienen en común estas quejas es que afirman un pasado de gloria y poder. Milei dijo este jueves que Argentina tuvo el mayor pbi per cápita del mundo en ese pasado glorioso que tanto le gusta citar. Aunque exagera -hubo algún año en que estuvimos en el top ten, como mucho- por lo menos dejó de decir que fuimos la primera potencia mundial, un disparate. Trump va por el mismo camino con su MAGA, Make America Great Again, donde la palabra clave es el Again, "de nuevo". El ahora candidato habla de una época difusa donde el país era "respetado y temido", todo el mundo tenía un buen empleo, Doris Day cantaba afinado y las mujeres eran obedientes, como agrega su candidato a vice J.D. Vance. 

Pero se ve que estos mitos movilizadores no alcanzan, que hace falta algo más viejo y majestuoso, el León de Judá. El origen de esto es por supuesto cristiano y arranca con un curioso grupo inglés, los British Israelites, allá en los tiempos de gloria de la Reina Victoria. En 1840, John Wilson publicó Nuestro origen israelita, que retomaba algunas especulaciones del siglo 16 y concluía, sin el menor rigor, que los ingleses eran descendientes directos de las tribus perdidas de Israel. Toda la "evidencia" arqueológica y racial que presentaba Wilson era ridícula o inventada, pero a nadie le importó. El tema era que el Imperio Británico era la mayor potencia del mundo y en las islas ya estaban mareados por su poder. ¿Cómo explicar que un país tan pequeño dominara a tantos en tantas latitudes? Por mandato divino, por supuesto, porque Gran Bretaña era el verdadero Israel y el pacto era con ellos. Hasta convenía recordar que Inglaterra fue el primer país europeo en expulsar a los judíos verdaderos, en noviembre de 1290, ya que esto "purificaba" el stock genético anglosajón.

El angloisraelismo se propagó por todo el imperio y Estados Unidos, y sigue ahí, en pequeños grupos que ahora se difunden por internet. Una de sus tantas frutas es el movimiento de Identidad Cristiana, que afirma que Cristo era blanco y anglo, que el pacto divino es con esa "raza" y que lo que todos los demás llamamos judíos son impostores, seguramente árabes. 

Pero si rechazaban o rechazan a los judíos reales, físicos, como impostores, estos grupos no rechazan el judaísmo. De hecho, lo estudian cuidadosamente, comentarios rabínicos incluidos. También lo hacen los más firmes aliados de la derecha israelí, los fundamentalistas evangélicos de Estados Unidos y el mundo todo. Aquí el tema es el Apocalipsis, el libro final del Nuevo Testamento, que afirma que el Cristo volverá a la Tierra y gobernará por mil años luego de derrotar a las fuerzas del demonio. Para que esta batalla final se dispare, hay una condición sine qua non, que resurja Israel como  país independiente. La profecía, de paso, termina mal para los israelíes, que son destruidos en el Armaguedón final.

Nada de esto es estrictamente religioso, ya que lo que importa es crear un "ellos y nosotros" judeocristiano, a ver a quién dejamos afuera. El nivel de violencia que se propone es muy alto, como se ve en el reemplazo del Cordero de Dios por un león que ruge. Y también la idea del Estado como un estorbo en la relación del pueblo con un líder en contacto directo con la divinidad. Como explica Jason Stanley, experto en fascismo de la Universidad de Yale, lo que importa es el mito compartido de una era dorada que fue destruida por los estatistas, los progres, el feminismo y el globalismo. 

Este judaísmo inventado funciona como pilar de la idea fundamental de jerarquías patriarcales de estas derechas. Si el líder está en comunicación osmótica con la divinidad, debe ser obedecido. Si él es la cabeza del país, el hombre es la cabeza de la familia y también debe ser obedecido. Todo lo demás es una desviación a ser repudiada y si es posible eliminada. Lo que explica el fuerte bies antiaborto y hasta antidivorcio del actual gobierno argentino, y su desconcierto ante la agenda LGBTQ+. Y también la naturalidad con que cualquier judío que no se ajuste al mito -alguien que sea progresista o simplemente critique al gobierno- es atacado por los troll alquilados por el ejecutivo. Hasta los científicos, famosos ateos, caen en la bolada con gente que no entiende que la tecnología que usan con alegría viene primero de la ciencia.

La violencia es el subsuelo de la derecha extrema. Si uno critica el presente, como hacemos tantos, se propone cambiarlo y construir uno mejor. Pero la derecha no tiene utopía y sólo plantea con claridad lo que hay que destruir: el único futuro es la vuelta al pasado idealizado, y la vía es la destrucción de la modernidad. Por eso le cuesta tanto a Milei describir a dónde quiere llevarnos, más allá de vagas referencias a la Argentina de 1910. Se pone preciso sólo cuando describe a los enemigos, a lo que quiere demoler con su mano ungida.