La escritora argentina Inés Garland acaba de publicar su último libro, Diario de una mudanza, una novela de formato fragmentario y lectura veloz: no se puede parar de leer, se quiere seguir para saber de qué nos hablará la protagonista en el siguiente ¿capítulo?, ¿fragmento?, ¿entrada? Los temas son múltiples: el lenguaje, la temperatura de las palabras, los niveles de lengua, las traducciones, las relaciones de pareja en las diferentes edades de la vida, el amor, la hija, la madre, el cuerpo, los mandatos; hasta de un viaje a Odesa.

Y hay un tema que atraviesa el libro y es la menopausia, un asunto vedado que ahora va apareciendo en algunos discursos públicos. La narradora se pregunta, investiga, reflexiona sobre qué le pasa a su cuerpo, qué le pasaba al cuerpo de su madre, de su abuela. En paralelo a la mudanza de identidad, hay una mudanza de un departamento a una casa. Las historias se cuentan por momentos con cierto humor o con hondura, siempre con la inteligencia de la autora.

Garland es, además, traductora del inglés y coordinadora de talleres de narrativa. Sus propias obras fueron traducidas a varios idiomas y es una autora multipremiada.

Desde hace algunos años, la menopausia empezó a estar presente en el discurso público a través de artículos, podcast, libros: ¿está dejando de ser un tabú?

--Yo creo que sigue siendo un tabú. Cuando empecé este libro, hace cinco años, no se hablaba como ahora pero de repente el tema explotó. Y como todas las cosas que salen tras muchos años de silencio, está con mucha potencia. Tengo la suerte de que el libro saliera ahora porque propone una conversación que en otro momento hubiera sido mucho más por debajo. Algo que hubiera sido medio vergonzante para alguien estar leyéndolo o decir: “Lean este libro sobre la menopausia”.

En el libro, la narradora dice: “Nadie me había hablado de la menopausia”. Es algo bastante habitual que no se hable del tema, que las mujeres no preguntemos hasta que nos sucede, ¿es así?

--Los ginecólogos varones saben poco, no asocian los síntomas. Por eso el libro dice que hay una cantidad de señales que la narradora no asocia entre sí, pero que son la menopausia. Son psíquicos, físicos, espirituales: el insomnio, la caída de pelo, la sequedad, tristeza, bajan los estrógenos, la pérdida de calcio puede traer problemas de dientes, la comida cae mal, muchísimos efectos. Cambia lo que regula que tu cuerpo ande como andaba. Y cuando decís, ¡ah, era!, se suma lo que tiene por debajo, que me parece que tiene que ver con envejecer y morir, en esta cultura donde eso es el tabú más grande de todos.

¿Y qué se puede hacer?

--Yo no doy muchas soluciones. Lo que sé es que no se le presta la suficiente atención. Y es muy terrible porque las mujeres somos las reinas del disimulo. Que no se me note, entonces, bótox. Y no es la solución porque el bótox no tiene estrógenos ni vitaminas ni nada (se ríe). Lo que se arregla es máscara.

Hace un tiempo, les propuse a mis amigas hablar de la menopausia pero una dijo: “de ese tema, no” y no hablamos.

--Mi madre no tuvo menopausia. Según ella, no le pasó nada. Hay mujeres a las que no les pasa todo lo que le pasa a la protagonista, el tema es poder hablar. Cuando estaba escribiendo el libro, mandé un mail a muchos contactos y me contestaron menos de diez mujeres. Ahora quieren hablar a full y algunas me cuentan que les han pasado cosas mucho peores, por ejemplo, mujeres casadas, que se les complica el sexo de una manera espantosa y no van a preguntar qué se puede hacer al respecto y la pasan pésimo y no hablan.

Si hay (o había) mujeres reticentes a hablar, ¿qué pasará con los varones?

--El otro día alguien que conozco me dijo: “Hablaron del libro en tal radio, pero yo no le presté atención porque eran temas de mujeres”. Gente joven, qué tristeza. Porque justamente, el libro dice: “Conversemos, cuenten ustedes lo que les pasa con esto”.

¿Creés que es casual que las mujeres tengamos tan poca información?

--No sólo que no es casual, sino que tiene que ver con el sometimiento de las mujeres. Está ligado a siglos de sometimiento: no preguntamos porque hay una resignación, es como “mi cuerpo como mujer siempre tiene temas”. Los cuerpos de los hombres también tienen temas, un poquito menos me parece.

Si bien Diario de una mudanza es un texto de ficción, ¿te dio miedo quedar asociada a un tema históricamente vedado?

--Sí. Y tuve muchas dudas. En el libro quedó totalmente como que soy yo porque inclusive hay una parte donde dice: “Vagina Garland”. Ni siquiera traté de disimular ese asunto. Muchos de los disparadores tuvieron que ver con mi vida y no quise inventar un nombre. Pero fue una larga discusión con mi editora y mi agente. Me decían: “No te expongas a que ella vaya caminando con un frasquito que dice "Vagina Garland”. Pero hay algo ahí que a mí me interesó hacer. Pero te lo digo ahora y sigo con dudas de si era necesario. Lo que pasa es que no me salió de otra forma.

¿Puede haber sido liberador al mismo tiempo?

--En un momento en que estaba con muchas dudas con el texto, me escribió Alejandra Zina, de la revista "La forma breve", para pedirme una colaboración sobre la menopausia. Le dije que hacía cuatro años que estaba con ese tema, pero que no le estaba encontrando la vuelta y que además me daba mucho miedo la exposición. Ella me alentó a que le mandara un texto, lo leyó y me dijo: “Me encanta”. Y la respuesta fue tan positiva: en la presentación de la revista, varias mujeres del público se acercaron a decirme: “Gracias por haber puesto esto en palabras”. Y ahí me dije: “Vamos, exponente, qué te importa, si es algo que no me pasa solo a mí”. No me importa exponerme si es algo que converse con alguien. Y me escriben mucho y me dicen: “Hablás de mí”. Y no solo por las cosas de la menopausia. Ahora estoy contenta de haberme expuesto.

Hay otra parte de la novela que me gustó muchísimo, en la que la narradora está muy enojada. ¿Qué te pasa con ese sentimiento?

--El libro tiene en el fondo una furia; que es un sentimiento necesario y también muy reprimido. Yo lo he tenido totalmente reprimido por mujer y por educación católica. El mandato era siempre ofrecer la otra mejilla. ¿Qué? (Lo dice alargando la “e” y riéndose)

¿Cómo era el mandato de no enojarte en tu infancia?

--Tuve una niñera torturadora. A los cinco años me quise escapar de casa, porque no daba más del maltrato, pero ella me agarró, me encerró en un baño con unas cajitas y me dijo: “Si te movés, van a salir los bichos y te van a comer". Capaz me dejó dos minutos, para mí fue una vida. Terror, terror, terror. Sólo de grande pude darme cuenta de que dentro de esa cajita no había bichos. Por eso escribí el cuento "La penitencia" y ahí puse a dos hermanas, así una rescata a las más chiquita y le avisa que ahí no hay bichos. Imagínate si después te enojas fácil (risas). Pero no te podías enojar, no podías tener pataletas de chiquita. En mi entorno, eso no estaba nada bien visto. Nunca. Yo creo que me empecé a enojar ahora. Y a poder poner algunos límites.

¿Cómo elegiste el título Diario de una mudanza?

--Hubo muchos cuestionamientos al respecto. Porque no tienen el formato clásico de un diario. Pero siempre se llamó así y yo insistí mucho porque me gustaba. Después, lo estuve tratando de traducir con un amigo norteamericano y salió A diary of dislocation y me encantó también. En castellano no se usa dislocación, que significa: no tener un lugar. Y me gustó un diario de no tener lugar, de mudarte y no tener un lugar en la sociedad como mujer grande y no tener un lugar donde vivir, porque por momentos ella no lo tiene y la necesidad de tener tu madriguera y tener tu madriguera en tu cuerpo también, que sea tu refugio tu cuerpo, no tu enemigo. Es adonde yo quiero ir.