Antes de que el auge de las redes sociales cambiara de una vez y para siempre el concepto de intimidad, las cartas, los diarios y los papeles privados fueron una obsesión para los humanos que guardaban secretos, pasiones o deseos eróticos socialmente inconfesables. Existía el permanente temor de que alguien pudiera descubrirlos o acceder a ellos y quedar literalmente desnudos. El terror llegaba a traspasar las puertas de la muerte para las celebridades, porque para ellos existía el riesgo de que incluso algún biógrafo o periodista indiscreto del futuro se valiera de bajas artimañas para hurgar en la intimidad de sus dioses. Entonces, los arcanos tan celosamente guardados podían finalmente salir a la luz pública.

El más célebre de los escritores norteamericanos y el maestro de la literatura anglosajona de fines del siglo XIX y principios del XX, Henry James (1843-1916), estaba particularmente aterrorizado con el tema. De hecho, solía quemar la mayor parte de su correspondencia y dedicó dos obras a ese tópico: “Los papeles de Aspern” (1888) y “Lo mejor de todo” (1899). En efecto, en sendos relatos, biógrafos insidiosos intentan apropiarse de la correspondencia privada -y por ende escarcear en la intimidad- de prestigiosos escritores fallecidos. De esa manera, como en tantas ocasiones, James convirtió su horror personal en belleza literaria.

En este sentido, sin dudas, la reciente publicación -por primera vez en castellano- en la editorial Elba de las cartas que Henry James envío a un joven escultor estadounidense llamado Hendrik Christian Andersen (1872-1940) hubieran sido, para James, la encarnación de una de sus peores pesadillas.

El escritor y el escultor

Han corrido ríos de tinta con la intención de indagar acerca de la sexualidad de James. La renuencia de Henry a pronunciarse respecto del affaire de Oscar Wilde e incluso su posición alternativa de fascinación y repugnancia frente a la homosexualidad pública del escritor irlandés bien puede ser una manifestación de la frecuente homofobia internalizada de algunos gays frente al “amor que no osa decir su nombre”. No es ajena tampoco a esta posición el horror que debía tener James al escarnio público y a una condena a cárcel trabajos forzados como la que sufrió Wilde.

Sin embargo, varios de los textos literarios de James pueden leerse en clave homoerótica. Quizás el más explícito sea “El discípulo” (1890) donde un profesor imparte clases privadas a un muchacho raro, delicado y enfermizo llamado Morgan. La familia no le paga, pero el preceptor se queda al lado de Morgan porque lo ama al punto de que parece dispuesto a vivir para siempre con el púber. A su vez, en “The Middle Years” (1893) se nos presenta una relación lírica entre un escritor maduro y un joven médico. Y en una de sus obras más tempranas, “Roderick Hudson” (1875) se narra la amistad entre un mecenas y un joven y atractivo escultor.

Ésta última, de hecho, su primera novela, fue increíblemente premonitoria respecto de la vida real del escritor. Siempre celoso de su vida privada y sin conocerse ninguna relación amorosa en toda su existencia -salvo su amistad íntima con Constance Fenimore Woolfson-, en la última década del siglo XIX, ya avanzados los cincuenta años, Henry James comenzó a entablar relaciones amistosas intensas con muchachos apuestos a quienes doblaba en edad: Morton Fullerton de quien escribió que era "tierna y mágicamente táctil" o Jocelyn Perce, a quien describió como “nimbado de rosa y oro” y que le sirvió de inspiración para Merton, el personaje principal masculino de la novela “Las alas de la paloma” (1902).

De todas esas relaciones, de las que de desconoce su verdadero alcance y naturaleza-, la más profunda es la que mantuvo con el escultor estadounidense Hendrik Andersen. Según dejan advertir algunos testimonios, por su “magnífica estatura”, cabellos rubios y espléndido físico suspiraba James.

Testimonios como éstos solo pueden encontrarse en las cartas que James envío a Andersen entre 1899 y 1915 y que acaba de publicar Editorial Elba bajo el sugestivo título “Amado muchacho” (epíteto que remite a una de las tantas maneras en que James solía encabezar las cartas a su querido amigo: específicamente la del 19 de marzo de 1902). Si bien las cartas no dan cuenta de una sexualidad consumada entre el  anciano y el efebo, el afecto que expresa James por Andersen es de una intensidad tal que solo puede leerse en términos de enamoramiento y de erotismo. Andersen parece representar para el viejo James el ideal de belleza y juventud, pero también cierto ideal concupiscente.

La correspondencia da cuenta de que la escritura privada de James no sólo se encuentra en las antípodas del código lingüístico victoriano imperante particularmente represivo en todo en lo que oliera a sensualidad, sino también de la escritura pública de James o de su propia personalidad poco proclive a manifestar sus sentimientos en términos físicos. Así puede leerse: “Siento, mi querido muchacho, mi brazo en torno de ti, así siento la pulsación, por así decir, de tu futuro excelso” (20/3/1900) o "Querido queridísimo muchacho, al que abrazo más tiernamente de lo que soy capaz de expresar" (28/02/1902).  

El lector encontrará varios textos en las cuales James expresa su deseo de estrechar a Andersen con todo su corazón (“te estrecho fuerte y te mantengo estrechado largamente”, 31/05/1906), de abrazarlo, de aferrarse con las manos y con todo el cuerpo a la piel del escultor. Deseos que parecen llegar al cenit en esquelas tales como la del 9 de febrero de 1902 en donde el escritor expresa a Andersen su necesidad de “tenerte antes o después, y hacer algo por ti, y rodearte con mis brazos y hacer que te apoyes en mí como un hermano y un amante, y tenerte para siempre, lentamente confortado…

Lo que resulta curioso en la correspondencia -cuya publicación, repetimos, hubiera sin dudas desdeñado James- es la manera en que la escultura aparece como metáfora de deseos prohibidos, como la posibilidad de expresar sin ambages la fascinación por los cuerpos masculinos bellos y de materializar los deseos voluptuosos entre varones. También hay frases un tanto crípticas como aquella del 18 de octubre de 1906 en donde James le reprocha a Andersen no hacer nada que le proporcione un dinero que le permita soliviantarse: "¿cómo vas a poder, con toda esa miríada de penes y traseros y otros encantos privados, realizarte económicamente en América?"  

En este sentido, no parece un dato menor que solo contamos con una versión de la historia: las cartas que Andersen remitiera a James fueron oportunamente quemadas por el maestro de la literatura.

Un dato a resaltar es que James no se deja llevar por su pasión a la hora de valorar el arte de Andersen (al que critica por poco sutil, magnificente, pretencioso y ampuloso). En ese sentido, su sentido de la perfección artística prima sobre sus sentimientos personales. Una vez más, James superpone el arte a la vida.

Cuando se conocieron en 1897, Andersen tenía veintisiete años y James rondaba los sesenta. Si bien mantuvieron solamente alrededor de media docena de encuentros -en intervalos muy espaciados y los últimos merced a los insistentes ruegos del escritor-, entre 1897 y 1907 (año del último encuentro en Roma), James siguió escribiendo a Andersen durante el resto de su vida. Todavía en 1913, cuando James tenía setenta años y había pasado más de un lustro sin verlo, albergaba aun la esperanza de volver a abrazar a su amado muchacho. Para quien con “Otra vuelta de tuerca” (1898) había fundado la literatura moderna de fantasmas, quizás Andersen fue su último y más persistente fantasma.

Henry James “Amado muchacho”, Editorial Elba, Barcelona, 2023