Una de las características de las políticas neoliberales es promover la apropiación privada y explotación intensiva por el gran capital de los bienes naturales para su exportación y valorización en el mercado mundial; eso que se llama habitualmente el modelo extractivo exportador o, sucintamente, extractivismo. Así, cada una de las cuatro olas neoliberales que sufrió nuestro país trajo su cuota extractiva: la de la dictadura de Videla y Cía. con la liberalización y reprimarización económica; la del menemismo con las privatizaciones y las reformas legales pro-corporaciones; la del macrismo con la devaluación y la disminución de las retenciones y regulaciones; y ahora la del actual gobierno.
No es una casualidad que estos sectores del gran poder económico local y trasnacional (el agronegocio, las megamineras, las petroleras, etc.) hayan sido y sean hoy en Nuestra América uno de los principales sostenes de los gobiernos de extrema derecha y de facto que vienen a profundizar aún más el despojo y la destrucción socioambiental propios de la agenda neoliberal.
De este modo, bajo el gobierno de Milei se acentúa una ofensiva extractivista que golpea territorios y poblaciones bajo la expansión de la frontera agrícola y la deforestación, o con desplazamiento de pobladores y ataques y criminalización a las comunidades campesinas y de pueblos originarios, o con la autorización de nuevos emprendimientos extractivos. Hechos repetidos en estos meses en diferentes regiones de nuestro país. Y, claro está, acompañados las más de las veces con violencias estatales o paraestatales.
En ese camino se inscribe la sanción de la Ley Bases -con la declaración de la emergencia, la reforma del Estado, las privatizaciones y la reforma energética- y, en particular, uno de sus apartados principales, el Régimen de Incentivos para Grandes Inversiones, o RIGI. Abarcando 65 artículos en 12 capítulos, más de un cuarto de la extensión de la Ley Bases, el RIGI condensa una serie de descomunales privilegios y concesiones al gran capital que decida invertir como mínimo 200 millones de dólares en la industria forestal, turismo, infraestructura, minería, tecnología, siderurgia, energía, petróleo y gas.
A estos sectores el RIGI les otorga estabilidad fiscal, tributaria, cambiaria y jurídica por un período de 30 años; les permite exenciones de ganancias e IVA que reducen a insignificante su tributación; excluye a sus exportaciones de cualquier gravamen (retenciones) a partir del segundo o tercer año que es cuando fructifican estos proyectos y los habilita a importar máquinas e insumos sin pagar aranceles ni priorizar proveedores y empleo locales en detrimento de la industria y el trabajo argentinos; les asegura libre y completa disponibilidad de las divisas obtenidas por la exportación a partir del tercer año y desde el primero a las que ingresen para la inversión.
Es decir, desfinancia al Estado, bloquea toda política de redistribución de sus hiperganancias, golpea a los territorios y poblaciones locales por su impacto socioambiental y a las pequeñas y medianas industrias; mientras facilita el saqueo de nuestros bienes comunes naturales. Y, por si todo esto fuera poco, dispone que toda controversia se dirima en tribunales extranjeros, entre ellos el tristemente famoso CIADI; un verdadero nuevo estatuto legal del coloniaje, como ha sido señalado.
Las consecuencias de este régimen de promoción del extractivismo pueden estimarse con precisión a la luz de su pasado reciente que lejos de las falaces promesas de progreso y desarrollo solo dejó pobreza y destrucción ambiental en las provincias donde se realizó la extracción; y saqueo y crisis a nivel nacional. Su examen sería largo, pero quisiéramos, en esta ocasión, concentrarnos en cuatro cuestiones.
Como señalamos esta ofensiva extractivista no es nueva, y tampoco lo son sus concesiones legislativas. El RIGI se parece a la Ley N° 24.196 de Inversiones Mineras sancionada bajo el menemismo en 1993 que también aseguraba tres décadas de estabilidad fiscal, tributaria, arancelaria y cambiaria a ese sector. Ya se sabe cuánto el actual gobierno admira y se inspira en los 90 del menemato, en una reedición más farsesca, y también más trágica.
El RIGI amplia esos beneficios a otras muchas actividades. Pero no es la única novedad. La reforma constitucional del 94 otorgó a las provincias la potestad sobre los recursos del subsuelo acorde a los vientos descentralizadores que inflamaban al neoliberalismo de entonces. En contraposición, el RIGI se impone a las provincias e impide e inhabilita cualquier tributación y regulación que los gobiernos locales decidan. Un unitarismo del ajuste que se ha expresado en otros campos (y en la tensión con los ejecutivos provinciales) y que señala el mayor autoritarismo de la ola neoliberal actual.
Por otra parte, aquella descentralización de la soberanía sobre los bienes naturales no solo favoreció a las corporaciones y las élites provinciales sino que modeló también las resistencias. Desde la victoria de Esquel de 2003 que detuvo el proyecto megaminero, un sinnúmero de conflictos y movimientos se desplegaron por todo el país en confrontación con estos emprendimientos obteniendo conquistas. En esta dirección, entre 2007 y 2010 en nueve provincias se conquistaron legislaciones que regulaban o prohibían la minería contaminante y, a nivel nacional, se sancionaron la Ley de Bosques y la de glaciares.
La violación de estas legislaciones o su derogación posterior no opacan los logros de las resistencias que, posteriormente, se manifestaron como los “azos” contra el extractivismo en el Mendozazo (2019) y el Chubutazo (2022) ante los intentos de derogar las conquistas legislativas pasadas. El RIGI al imponer una ley nacional por sobre toda regulación provincial se yergue contra todos estos logros y contra los movimientos y poblaciones que vienen rechazando al extractivismo en el país.
Pero este adversario principal del RIGI y del extractivismo es nominado por el propio presidente y sus comunicadores como los “ambientalistas”. Hemos escuchado cuanto esta identidad de ecologistas radicales es sindicada como responsable de impedir el progreso, el desarrollo y el bienestar. Una campaña que construye su estigmatización y criminalización. Como todo en este neoliberalismo rancio se trata de un discurso antiguo. Construye una falaz oposición entre la resolución de las necesidades económicas y sociales y la afectación del ambiente, entre lo social y lo ambiental.
Falaz porque como sabemos las olas extractivistas pasadas, particularmente cuando se privó de toda política redistributiva, solo trajeron más miseria y deterioro ambiental. Allá están las cifras de la pobreza y la indigencia de las llamadas provincias mineras. Falaz también porque promueve una idea de los territorios como vacíos de poblaciones, economías, cultura y vida, como de pura naturaleza, y resignifica las resistencias asociándolas a un ambientalismo bobo.
Resuenan todavía las palabras de Patricia Bullrich y tantos dirigentes y casta afirmando que en Chubut, en la meseta patagónica, no vive nadie, solo hay guanacos. Allí están los vecinos, los maestros, los trabajadores de la salud y de otros sectores, los pueblos originarios, los campesinos, los pequeños y medianos productores y comerciantes, los científicos, los técnicos, dando vida a los “azos”.
Las injustificadas concesiones al gran capital que promueve el RIGI merecen una última reflexión. Se fundan en razones ideológicas; las de este anarcopitalismo que extrema la teoría del derrame y llega a considerar verdaderos héroes a los grandes empresarios, a los milmillonarios del neoliberalismo. Da cuenta también de otras razones más menudas, las urgencias prácticas de un plan de ajuste sin fin que requiere de modo apremiante el ingreso de divisas para evitar su colapso. Y no debemos olvidar que ese fue el final de las tres olas neoliberales anteriores.
[1] Profesor e investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, F.Soc., UBA.