Entre todos los argumentos para persuadir al público de ir al teatro, la nueva puesta de Anahí Berneri tiene para elegir. Por un lado, supone la vuelta a su rol como directora teatral a 13 años de su última obra (el musical infantil La hora de (no) dormir, de 2011). Por otro, propone la interpretación de los cuentos de Alejandra Kamiya, escritora argentina de padre japonés cuya obra despierta fascinación, entre otros motivos, por la extensión de sus títulos y el asombro que permanece al leerlos. Y las alternativas compiten en seducción con el elenco elegido para este espectáculo: Lo que se pierde se tiene para siempre (sí, el título es el cuarto argumento), que está los viernes a las 20 en Dumont 4040.

Lo que se pierde se tiene para siempre no es una adaptación tradicional, sino que toma escenas, conversaciones, frases y momentos de dos recopilaciones de los grandiosos cuentos de Kamiya: Los árboles caídos también son el bosque y El sol mueve la sombra de todas las cosas quietas (ambos publicados por Eterna Cadencia). Estos movimientos, al pensar las referencias, no son más que la consecuencia de la sólida identidad de su autora, que culmina en el trabajo de dramaturgia a de Javier Berdichesky y Andrés Gallina.

No es novedad, a Anahí Berneri la obsesiona describir las infinitas perspectivas del universo de las mujeres, y en particular de aquellas que devienen madres. En cine dirigió a una incomprendida Érica Rivas en Por tu culpa, a la mordaz Mercedes Morán en Elena sabe y también la tuvo a Sofía Gala Castiglione protagonizando uno de los mejores papeles de su carrera en Alanís. Tener este recuerdo presente implica entender el rango actoral que la actriz es capaz de conseguir. De aquella trabajadora sexual por la que se llevó la Concha de Plata a mejor actriz en San Sebastian, hoy pasamos a una niña, una hija, que a medida que crece ve su mundo transformarse y no de la manera en que hubiese imaginado. Una niña que crece con el tironeo de los adultos como sonido ambiente.

La historia parte de una ausencia, uno de los temas recurrentes en la escritura de Kamiya. Un fantasma que la autora coloca con una elegancia única: basta recordar relatos brillantes como Desayuno perfecto. No es necesario decirlo todo para impactar, pero con el correr de la obra sabremos que el hueco es más que profundo. Un hueco llamado adultez que va ingeniándoselas, encontrando atajos sobre los cuales poder avanzar. Lo irreversible trae la separación de los padres y cómo esos vínculos cambian de forma.

El padre (Enrique Amido) es ebanista, la madre (Marita Ballesteros) artesana a su modo, encargada de todas esas interminables tareas y cuidados del hogar, trabaja sin levantar la mirada hasta que el tiempo dicte que es ella quien necesita un cuidado. Es ahí cuando el círculo de la narración (y del equipo de actores) se cierra. Será el color de Camila Marino Alfonsín y su marca artística quien puntuará la dinámica del texto. Aquellos que la hayan visto en Alaska o Perritos de porcelana, ambas creaciones de la compañía Los Pipis, encontrarán su toque. Camila, o mejor dicho Teresa (el único personaje con nombre), se desplaza por todo el escenario con una luz colgante para diferenciar sus acotaciones, por momentos ligeras, por momentos de un remate perfecto. La luz de Camila es literal y metafórica.

El personaje de Castiglione es pequeño cuando sus padres deciden separarse y sigue siendo pequeño cuando, ante el barullo constante de su familia, consigue mudarse sola. Será una niña con vestuario de alguien aún más infantil pero decisiones de adulta la que lleve a preguntarse cuánto de biográfico hay de la actriz en estas decisiones artísticas. Lo lúdico se pone en acción en los sutiles movimientos coreográficos que ella y Camila practican en cierto momento, y se encontrarán en el desarrollo de la puesta en escena.

La historia es narrada a partir de una casa fragmentada (de nuevo, lo literal y lo metafórico). El espectador se para frente a un hogar que han dividido en tajadas, lo matemático se vuelve absurdo cuando el tiempo devela su ritmo propio: de repente hay dos casas pero una sola hija que se las ingenia para repartirse y descifrar cómo ser en esa otra rutina. Delivery de reclamos, cadete de carencias, contenedora de silencios cada vez más compactos y, cuando la sensibilidad lo permite, oyente de anécdotas de otra época donde la posibilidad de ser padres no era ni una idea.

La disolución de un matrimonio con hijos provoca una necesaria reconfiguración de roles donde muchos (el uso del género masculino no es aleatorio) decidirán con indiferencia haciendo que otras deban abrazar más de lo que permiten sus extremidades. En esa desorientación del principio, los hijos vuelven a conocer a sus padres desde otro lugar. Es esta empresa la que queda al descubierto: los reproches, el orgullo y una ausencia que a mayor tiempo transcurrido, más se materializa. ¿Cómo competir contra lo que no se conoce?

Una autonomía casi de nacimiento ayuda a explicar el talento de Sofía Gala Castiglione para meterse en la piel de quien sea. Meses atrás hipnotizaba desde una cama enorme en Qué de magnífico tiene ser yo?, de Liliana Viola, que se programó en el subsuelo del San Martín. Hoy de parada, lejos de ensombrecer, despierta con una lucidez tal que por momentos desdibuja al resto de los actores. Es como si se cargara las casas del relato a cuestas. Y estas casas no abundan en secretos pero pueden alegar varios cajones vacíos.

La madera con la que trabaja el padre se moldea con sus propios límites, tal vez esos mismos que agotan la capacidad de recuerdo de la madre. "Sentir es distraerse", golpea en la mandíbula él, metódico. La hija salta y escucha, reclama y atiende, hasta se anima a preguntar (en conversaciones "seguras y a tientas" como describe Kamiya en Arroz) mientras intenta descifrar ese nuevo mundo, entre el polvillo del taller paterno y los repasadores deteriorados de la cocina materna.

Vajilla que sobra y fechas que duelen. Una mascota para distraer y el tiempo como operador de las actividades cotidianas. Dividirse no es perder, es encontrar otra forma de asimilar nuestra historia. Durante las ocho cuadras que distancian sus refugios familiares, la hija se hará varias preguntas, escuchará a veces más de lo solicitado y comprenderá antes que muchos esa sentencia sobre los padres que nos mata la inocencia para siempre y se pronuncia cuando nos damos cuenta que por definición son personas antes que nada. "Qué equivocada es la vida de los padres", reflexiona la hija.


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