Antes que nada, agradezco la invitación. Es un honor para mí estar aquí. Hace cuarenta y cinco años, en este mismo Centro Cultural, hubo otra Feria del Libro. En ella presenté mi primer poemario, editado artesanalmente en stencil por un amigo de mi abuelo. Yo tenía catorce años y una pollera larga al estilo gitano, cosida en una tela floreada de la fábrica Estexa. Cuarenta y cinco años después, quiero abrir esta Feria del Libro con un pasaje de una carta de Franz Kafka a Oskar Pollak, fechada en 1904:

“Creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos; libros que nos hagan sentir desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado que tenemos dentro”.

Querido Franz:

Soy tu fan. He leído todos tus libros. Pero creo que no, que no seríamos felices si no tuviéramos libros. Y no podríamos escribir si no tuviéramos libros que leer, porque escribimos con nuestra memoria de lecturas. Lo que se lee y se olvida, se reescribe. Leer es una forma de escribir, y escribir es una forma de leer. En ese sentido, los escritores nos parecemos a una inteligencia artificial. Pero, a diferencia de ella, nuestra memoria posee conciencia, cuerpo y afectos, y tenemos la capacidad de crear lo absurdo y lo nuevo. Sin tradición, sin lecturas, nuestros textos nacen muertos. Pero si leemos, escribiremos libros que nos harán felices al escribirlos, porque no estaremos solos ante la mítica página en blanco, sino en diálogo con otros. En Rosario tenemos una tradición de Ferias del Libro porque (digan lo que digan los estudiosos) tenemos una tradición literaria, anclada no solo en obras sino en librerías, bares y afectos. Querido Franz, está científicamente comprobado que comprar libros nos hace felices: segregamos dopamina al hacerlo. Y sí, leemos libros para que nos hagan felices y además nos despierten del aturdimiento de la nuda vida. Leer nos da una vida más digna, más habitable. Escribir nos permite poner la vida fuera del cuerpo para sanarnos y recomenzar, liberados.

Querido Franz, quiero creer que cuando ponés “suicidio” no lo decís literalmente. Un libro como tu novela El Castillo nos saca de este mundo con pasaje de vuelta, nos saca de este mundo en las horas de vigilia como lo haría un sueño mientras dormimos. El sueño y la muerte serena son hermanos; la escritura y la muerte tienen un mismo dios, Thoth. Querido Franz, una vez me dolió un libro como la muerte de un ser querido. Era “La muerte de Iván Illich”, de León Tolstoi. Al leerlo, sentí la agonía desde adentro, y viví para recordarla. Me hizo más humana de lo que era antes de abrirlo.

Querido Franz, recuerdo que un libro me llevó a la selva, al destierro bien lejos de toda civilización. Era El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Jamás olvidaré esa barca a medias hundida que va navegando por el río, esa barca agujereada de donde sacan el agua con baldes pero vuelve a llenarse y tienen que sacar agua todo el tiempo para que no se hunda. Esa barca era una alegoría de cómo sobrevive una humanidad alienada y explotada. Aquella barca hubiera podido ser un cuento tuyo, querido Franz.

Querido Franz, la gente te recuerda como autor de ficciones pesadillescas a las que llaman kafkianas. Ya han olvidado que como abogado protegías a los obreros, que como judío amabas el teatro en ídish, que como intelectual querías un arte por y para el pueblo, que como escritor estabas comprometido con los problemas de tu tiempo. Han olvidado que en un café de Múnich, en 1916, en plena Primera Guerra Mundial, leíste públicamente esa formidable alegoría antibélica, tu cuento “En la colonia penitenciaria”.

Querido Franz, te confieso que una vez me despertaron y me golpearon a la vez un montón de libros juntos. Había puesto mi biblioteca junto a la cama y se me cayó encima. Querido Franz, un libro puede golpear en el cráneo, sí; ¡y cómo! Preguntale a mi hermana, a quien una vez cuando éramos niñas inimputables le revoleé por la cabeza La incógnita del hombre de Alexis Carrel. Un ladrillo de quinientas páginas de celulosa prensada; lo que se dice, una obra contundente. Ella sobrevivió muchos años más. El libro también, pero quedó un poco descuajeringado. Querido Franz, dice en uno de sus poemas mi amiga Silvana Sayago que un piano es un árbol muerto que canta; yo digo que un libro es un montón de árboles muertos que hablan. Querido Franz, mis libros no muerden ni arañan que yo sepa, pero mi gato sí. Si me dijeras que vine a este mundo a echarme a leer al lado de un gato que ronronea, yo estaría completamente de acuerdo. Nos despiertan pero también, ¡qué arrullo más tierno el de dormirse leyendo un libro!

Un libro puede ser juzgado por la tapa. Y no debería ser así, pero puede ir preso junto con quien lo tiene. Cuenta el escritor rosarino Eugenio Previgliano en La chica, su excelente y premiada memoir sobre uno de los centros clandestinos de detención que la barbarie de la última dictadura perpetró en esta ciudad, que el terrorismo de Estado secuestraba ejemplares de La Cuba Electrolítica. Era un libro de física y nada tenía que ver con la isla comunista. Querido Franz, algo tristemente parecido pasó en tu región natal, Bohemia, que había dado nombre a la nocturnidad cultural. No lo sabés porque te moriste antes, pero durante dos décadas del siglo veinte tus libros en la Checoslovaquia soviética estuvieron prohibidos. Una generación de tus compatriotas se perdió de leerte, mientras el resto del mundo te admiraba. No llegaste a conocer esa hermosa y terrible novela de tu compatriota Bohumil Hrabal, Una soledad demasiado ruidosa. Trata de la tragedia totalitaria de la biblioclastia, la destrucción de libros. Acá en Rosario también se destruyeron libros, o se los enterró vivos. Hay cientos de bibliotecas desaparecidas. Querido Franz, si los libros no nos despertaran, ¿por qué los dictadores y los opresores de este mundo habrían de creer que necesitan prohibirlos, o incluso destruirlos?

Querido Franz, yo creo que quienes escribimos libros, quienes editan libros, quienes venden libros o quienes los traducimos, como también quienes enseñan a leerlos, somos productores de alimentos esenciales. Fabricamos cada día, para quienes nos lean, el pan del sentido, la embriaguez suprema de la dicha del pensar, sin lo cual la existencia nos resulta intolerablemente brutal. Querido Franz, como tantos artistas y escritores de mi ciudad, de antes y de ahora, yo creo que ese alimento tiene que ser accesible para todos y todas y todes. Que si una voluntad política de alfabetizar y educar llegara hasta el último rincón de cada barrio, acompañando las iniciativas de los centros culturales independientes, se ejercerá el derecho a la cultura que asiste a cada ciudadano y ciudadana, además del derecho a la salud y a vivir libres de la violencia del hambre. ¡Cuánto más felices y sabios seríamos si antes que darse un saque o destapar una lata, la gente abriera un libro! Si las librerías y si las bibliotecas públicas fueran nuestro búnker y nuestra ranchada, ¡cuántos menos policías y gendarmes tendríamos! Quienes hacemos libros, y quienes enseñan a leerlos, somos contrabandistas de significados, traficantes de historias, pushers de conjuros, dealers de utopías. Querido Franz, yo creo que no existe droga más pura que la literatura y la poesía. No hay cristal más azul que la palabra.

Querido Franz, te escribo desde una ciudad mucho más joven que tu Praga. En pocas generaciones hemos hecho casi tanto como ustedes desde la Edad Media: hemos construido civilización. No nos han aplastado ni las dictaduras, ni los explotadores que nos quieren solo como fuerza de trabajo. Te hubiera encantado conocer a mis profesores y compañeros de la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Rosario: Rubén Naranjo, Rubén Porta, Jorge Molina, artistas que llevaron o que aún llevan, como Jorge, la educación por el arte a las infancias más humildes. O a mi abuelo Erminio Blotta, un joven peón ferroviario que les leía en voz alta a sus compañeros analfabetos; lo pusieron los patrones a cuidar el horno y quedó casi ciego, pero fue un escultor premiado, gestor cultural independiente e historiador del arte local. Ay, si hubieras conocido a mi abuela paterna, Elvira Fontá, bioquímica y docente, feminista, poeta a sus 17 años, saludada en una postal de Elías Castelnuovo por un poema suyo publicado que dedicaré el resto de mi vida útil a encontrar... Y poco más quedó, porque es mucho lo que, como dice Fito, “se incendia y se va”. Recién ahora estamos aprendiendo a cuidar los archivos y los legados, a entender que la obra de una vida no puede ni debe terminar en un contenedor.

Querido Franz, te escribo desde una ciudad llena de ecos de noches, bares y conversaciones; una ciudad de bibliotecas públicas que debieran ser refugios y existir preservadas y nutridas como tales, para que quien no pueda pagar el precio de un libro tenga siempre a mano el alimento del sentido. Querido Franz, te escribo desde una ciudad donde florecen los museos, donde la Universidad y las escuelas y los institutos terciarios resisten, donde la Provincia y la Municipalidad producen y preservan y difunden cultura, donde decenas de centros culturales independientes laburan, aunque muchos de ellos se desangren mes a mes pagando un alquiler o la cuenta de la luz y del gas. Te escribo desde una ciudad de muralistas, historietistas, cineastas, malabaristas, acróbatas, bailarinas y bailarines; una ciudad de poetas y artistas, de actores y actrices, de traductores, cuentistas y novelistas, de trappers y rappers y hip hoppers y performers; una ciudad de dibujantes y fotógrafos, de arquitectos y urbanistas, de músicos y músicas y productores musicales y mecenas, de docentes de todo los niveles y trabajadores de la cultura de todas las disciplinas; una ciudad de gestores culturales tanto estatales como independientes o privados. Una ciudad de editores y periodistas, de diarios y de revistas, de medios electrónicos y audiovisuales, de animadores y documentalistas; una ciudad de ufólogos y grafiteros, de libreros y de bibliotecarias, de museólogos y curadores, de historiadores y de investigadores de la literatura y del arte. Todos lo dejan todo cada día por la alegría de compartir lo que tienen para expresar, o de aprender lo que les depare la curiosidad, o de transmitir lo que tienen para enseñar. Pero se sienten solos, querido Franz. Y a veces se sienten despreciados y tristes. Pero no están solos, querido Franz.

Están todos acá, hoy, ahora, juntos, escuchándome leerte esta carta. Están juntos, querido Franz. Son parte de algo inmenso. ¿Lo saben? ¿Los ves? ¿Los despierto? ¿Los despierto, con mi voz, de su falso y triste sueño de soledad? Son parte de algo inmenso, querido Franz, son todos ellos juntos un hermoso gigante. Somos nosotros todos juntos algo hermoso, algo inmenso, algo precioso y que está tan vivo, tan vivo, querido Franz. Tan vivo que “los carceleros de la humanidad” jamás podrán derrotarnos. Como dijo un poeta, o una poeta, en esta ciudad: “Cantamos a la orilla de la muerte, bebemos el vino del amor que da la vida a borbotones”. Como dice Melina Torres que digo yo: Venceremos, querido Franz, venceremos. Toda la música está de nuestro lado.

Un fuerte abrazo,

Beatriz Vignoli

 

Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, Rosario, 5 de septiembre de 2024