El presidente Javier Milei visitó recientemente la Unión Industrial Argentina para conmemorar el día de la industria. Ante un auditorio de grandes empresarios, afirmó que se acabaron las políticas específicas para la industria que, según el líder libertario, eran un robo al campo y a todos los argentinos.

En su lugar, prometió una futura estabilidad macroeconómica, reducción de costos financieros, burocráticos y laborales, que deberían ser suficientes para que la industria argentina compita a nivel global cuando implemente una próxima apertura comercial. El presidente no dudó en afirmar que muchos empresarios no sobrevivirán al proceso pero indicó, citando al economista Joseph Schumpeter, que serían parte de un proceso de “destrucción creativa”.

Si alguien imagina que esto provocó algún tipo de oposición por parte de los empresarios se equivoca. El discurso liberal fue aplaudido por los presentes. Recién unos días después, para apaciguar algunas internas empresariales, el titular de la UIA, un empresario ligado a la industria alimenticia, hizo una publicación de compromiso señalando que deberían darse una serie de condiciones antes de empujar al sector a competir con las importaciones.

La pasividad de la cámara empresarial no debe sorprender si se considera que ya Perón advertía sobre la inconsistencia de la UIA, explicando que no era argentina porque estaban las empresas extranjeras, no era industrial porque la integraban sectores cercanos al agro, y no era una unión porque estaban todos peleados.

Doble vara

Según Milei, las políticas de protección a la industria nacional, al encarecer su precio en relación a los bienes importados, es un costo para el campo y para todos los argentinos. Pero ese análisis asume que todos los factores productivos que hoy se emplean en la industria (tanto maquinarias, operarios, galpones, etc.), pueden ser absorbidos por los sectores con capacidad de competir a nivel internacional.

En caso contrario, se transformarían en fierros viejos, trabajadores desocupados y edificios abandonados, como sucedió durante la experiencia de la convertibilidad en los años noventa. Ante esa situación, la eficiencia de la apertura sólo sería cierta si las ganancias por baratura de lo importado superarán las pérdidas por la destrucción del entramado industrial, y aún así quedaría pendiente el debate de cómo se reparten los supuestos beneficios netos.

Es particular que el ensañamiento de Milei contra las políticas industriales no se repliquen al aplicar regímenes de promoción al gran capital invertido en sectores primarios, al que acaba de brindar una gran cantidad de beneficios impositivos y legales de los que no gozan los demás sectores y empresas, promulgando el RIGI.

Parece que la vara no es la misma para todos los sectores del capital, algo que deberían tener en cuenta los empresarios al aplaudir inconscientemente las políticas de reducción del costo argentino, del que forma también parte, su tasa de ganancia. También deberían considerar que el costo argentino es, al otro lado del mostrador, el ingreso de los argentinos.

Un salario reducido es menor consumo, una obra pública paralizada es menor actividad empresaria en la construcción, un producto importado a menor precio es, tal vez, una empresa menos que demanda alquileres, empleo e insumos.

La víbora que se devora a sí misma es un símbolo mitológico que acompañó a la humanidad a lo largo de los siglos. No les vendría mal, a nuestros empresarios industriales, reflexionar sobre su significado.