Allá en Trenque Lauquen, el Jota integraba esa rara cofradía joven que, en plena pampa húmeda y con el corset de la dictadura, se las arreglaba para compartir deformidades como King Crimson, Peter Hammill, Van Der Graaf Generator, Gong. De ese caldo cultural, de aquellas noches en el viejo y querido boliche Montoto, salieron cosas como Igoagrio primero y La Sobrecarga después, y la invitación a un histórico show de Sumo en Trenque. De ese caldo se generaron inquietudes intelectuales como las que a Jota lo llevaron a dedicarse al periodismo, primero en Deportes y finalmente en la música. Y allí brilló.
Porque el Jota tuvo que cumplir el trámite de venirse a Capital para dedicarse a lo suyo, y entonces no fue Jota sino Javier Andrade, que trajinó el querido ámbito de la redacción al viejo estilo en La Razón, y fue uno de los puntales de la primera 13/20, y luego encaró toda una aventura profesional con Pan y Circo hasta llegar a Página/12: en estas páginas publicó infinidad de notas, y fue responsable del Suplemento NO, hasta que la cadena MTV Latino advirtió su calidad profesional y su conocimiento de la música en general y la escena latinoamericana en particular y se lo llevó para conducir Semana Rock. Una rareza entonces y ahora, un noticiero semanal dedicado exclusivamente a la actualidad de un movimiento que era pura potencia entonces y lo sigue siendo ahora, cuando MTV es un encadenado de realities que nada tiene que ver con aquellos tiempos.
Pero eso es un rápido y sucinto recuento profesional, apenas para comprender por qué es noticia la partida de Javier, este jueves 5 en Los Angeles, después de pelear hasta el fin contra un cáncer de mierda. Sabrá disculpar el público lector tanto personalismo, pero Javi, el Jota, Andrade, era mi amigo, colega generosísimo que me enseñó unas cuantas cosas en aquella 13/20, compañero de más redacciones y socio en correrías de toda clase aquí y en países donde nos llevaron cuestiones de laburo y más de una vez nos miramos con la incredulidad de sueños cumplidos, del placer compartido de ejercer esta profesión y obtener más, mucho más de lo esperado. Y entonces esto no es una necrológica, es un intento de sacudirse una tristeza que no tiene límites.
Javier fue un gran periodista, con una oreja siempre atenta, culto, lúcido entrevistador capaz de lidiar con personajes fáciles o difíciles. Aquí se ganó el respeto de Charly, de Soda, de Spinetta, de Divididos, de los Redondos, de todos los personajes relevantes de nuestra escena que lo consideraban un interlocutor válido y capaz de generar un diálogo enriquecedor. Porque nunca dejaba de ser el Jota, tan apasionado por la música y los mecanismos de la creación como en su cuarto adolescente de Trenque, curioso y afable. En la oficina de Manhattan donde funcionaba la División Noticias de Ivano Leoncavallo, Javier seguía siendo el Jota, incapaz de creerse superado o superior a nadie por haber accedido a ese lugar de exposición. Lo único que le preocupaba era hacer un buen trabajo, estar a la altura. Ser mejor periodista cada semana, cada día.
Lo hizo.
Semana Rock no solo se dio lujos como acompañar a Soda en la grabación de Sueño Stereo o entrevistar largamente a Spinetta cuando hizo su Unplugged; también se metió en la selva de Chiapas para reflejar sin prejuicios ni miradas tendenciosas lo que estaba pasando con los zapatistas, un gesto casi increíble para una cadena estadounidense en el que también tuvo mucho que ver otra gran pérdida de este año, la mexicana Lynn Fainchtein. Con el apoyo incondicional de Leoncavallo, Javier pudo darle espesor real a qué significa la cultura latina y lo llevó a pantallas de todo el continente.
Pero en cada visita, en cada asado compartido de nuevo en Trenque, en cada noche de birras en Buenos Aires, seguía siendo el mismo Jota, aunque dos días antes hubiera estado entrevistando a Madonna o los Beastie Boys. Transparente y frontal, agradecido a la vida y la profesión, capaz de demostrar que seguía cerca nuestro aunque pasaran los años y los kilómetros. Javier Andrade partió de aquí rumbo a un enorme desafío profesional en 1995. El Jota no se fue nunca.
Cómo no sentir un baldazo frío después de las esperanzas y los ánimos que él mismo nos daba, un dolor apenas atemperado por tantas imágenes de hermosa vida compartida. Cómo no empezar a extrañarlo todo, hasta las amables chicanas de este gallina y ese bostero riquelmista irreductible. Entre el ruido de las Olivetti y viejos teclados de computadora, redacciones llenas de humo, incontables shows del estadio o teatro más coqueto al boliche más runfla, rutas y caminos y veredas transitadas (y vueltas del perro con el amado Beto), entre tanta tristeza por este final de semana horrible, queda la mínima satisfacción de haberlo sentido amigo, hermano de la vida y la profesión. No haberse contenido por ridículas nociones de "hombría" y decirnos cuánto nos queríamos. Y entonces refugiarse en el pequeño calorcito que nos da llevar por siempre una jota en el corazón.