Hay artistas que tocan y son buenos. Hay otros que tocan y cantan, y son mejores. Están los que tocan, cantan y componen, y son muy buenos. Pero están los que, por sobre las peripecias de tocar, cantar o componer, llegan a ser cautivantes. Esos son los imprescindibles. Cécile McLorin Salvant, sin dudas, pertenece a esta última categoría. Más allá de la paráfrasis brechtiana, a la hora de exponer el jazz de estos tiempos, con  sus filtraciones y sus ecuaciones, McLorin Salvant es una artista diferente. Porque además de impulsar el goce que produce la música cuando se insinúa como categoría superior del pensamiento, su parábola creativa refleja una búsqueda sin soluciones, entre la tradición y las aperturas que permite una posvanguardia bien temperada. Uno de esos casos en los que el resultado es mucho más que la suma de las partes.

El sábado 7 y el domingo 8, a las 20 y a las 22.30, Cécile McLorin Salvant se presentará en Bebop Club, el reducto jazzero de Uriarte 1658. La cantante actuará por primera vez en Buenos Aires como parte de la nutrida cartelera internacional con la que la casa celebra sus diez años de actividad, que continuará con dos pianistas: Cyrus Chestnut, el 27 y 28 de septiembre, y Danilo Pérez, el 1 y 2 de octubre. 

En diálogo con Página/12, McLorin Salvant cuenta que traerá mucha música a la ciudad que conoció de niña, en un viaje familiar del que recuerda muy poco. Pero que nada de lo que traerá está preparado. O mejor, que todo, según su credo artístico, quedará librado a lo que dicte el momento. “¡Nuestro set es sustancialmente improvisado! Así que dependerá del feeling del día y, sobre todo, de la comunicación que logremos con el público”, anticipa la cantante y compositora –además de artista visual–. “Me entusiasma la idea de que en Buenos Aires cantaré en un club de jazz. Me gustan los espacios chicos, donde puedo ver de cerca al público. Eso ayuda mucho a crear un ambiente especial. En este tipo de espacios se logra mejor el ida y vuelta indispensable para hacer música como la hacemos nosotros”, asegura.

Con ella estarán Sullivan Fortner en piano, Yasushi Nakamura en contrabajo y Savannah Harris en batería. Un trío clásico de jazz, joven, capaz de acompañar a la cantante en sus proyecciones. “Me gustan estos músicos porque elaboran un sonido que va en mi misma dirección y sobre todo porque lo hacen con versatilidad, inteligencia y musicalidad. No pensamos la música en términos de género o de tradición”, dice McLorin Salvant. Fortner, reconocido como “Estrella ascendente” por la encuesta de críticos de la revista DownBeat de este año, es un pianista fuera de serie y el arquitecto sonoro de los últimos discos de la cantante. Su solidez técnica, la sutileza de su sonido y su imaginería armónica resultan sustanciales para acompañar las búsquedas y redondear el sonido de una cantante como McLorin Salvant. La sensibilidad rítmica y la destreza instrumental de Nakamura en contrabajo y Savannah Harris en batería, completan esa idea de una música abierta, capaz de ir más allá de la tradición sin separarse de ella.

Qué quiere decir jazz

Si bien su música resulta escurridiza a las definiciones, McLorin Salvant es una artista del jazz. Aunque a veces lo niegue. “Es que no se qué quiere decir ser una artista de jazz”, ironiza. Nació en Miami, de padre haitiano y madre francesa. En Florida pasó su infancia y ahí tuvo sus primeros contactos con la música. Estudió piano y canto lírico antes de establecerse en Francia, donde se graduó en derecho en la Universidad de Grenoble y transitó las aulas del conservatorio Darius Milhaud de Aix-en-Provence, en las carreras de Música Barroca y Jazz. De esa mezcla, macerada con paciencia, trabajo y talento, está hecha su música.

El reflejo más reciente de sus búsquedas está plasmado en Mélusine, un trabajo conceptual sobre el hada que se transforma en dragón en el ciclo de leyendas arturianas. McLorin Salvant canta en francés, un poco de inglés y las lenguas de sus padres: occitano y criollo haitiano. Hace temas propios y recrea piezas de trovadoras de distintas épocas, entre la medieval Almucs de Castelneau y la actual Véronique Sanson, además de temas más o menos tradicionales. Su recorrido discográfico comenzó en 2010, cuando con el Jean-François Bonnel Paris Quintet grabó Cécile, un disco autogestionado, con clásicos del jazz. Hacía poco que había ganado el Concurso Internacional de Jazz Thelonious Monk y su talento dejaba de ser un secreto, por lo que muchos se apuraron a anunciar que la heredera de esa tradición que trazaron entre otras Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan había –una vez más– llegado.

Pero no, en Woman Child (2013), sin romper del todo la esperanza, la cantante ya dejaba ver que detrás del swing incorruptible, el manejo de las densidades, los reflejos opacos de una voz plástica y cándida y la sonrisa triste que tienen las elegidas del blues cuando cantan, había algo más. For One to Love (2014),  y el doble Dreams and Daggers (2017), con los que ganó sucesivos Grammy a “Mejor álbum de jazz vocal”, confirmaron su presencia en fuga del jazz. Detrás de la cantante ya se asomaba la compositora en busca de otros horizontes expresivos.

La sociedad con Sullivan Fortner, que había comenzado en Dreams And Daggers, se pone a prueba con The Window (2018), un disco piano y voz –y alguna delicada pincelada de órgano– que pone a la intérprete al frente en la encrucijada de sus raíces al viento, con un repertorio de standars que en su voz y en su gesto suenan distinto y más temas propios. El formidable Ghost Song (2022) afirma el más allá de una artista madura y audaz. Entre el gregoriano, Kate Bush, Kurt Weill y Bertold Brecht y El mago de Oz, además de temas propios en los que se encuentran y retumban mundos aparentemente inconciliables, se desarrolla una personalidad única y potente. 

Universos sonoros

“No se bien qué hice en cada disco. Simplemente seguí mi intuición y traté de no censurarme”, explica McLorin Salvant. “Para mí, mezclar es natural, porque no crecí escuchando sólo jazz. Como te decía recién, no estoy segura de qué es el jazz, dónde comienza y dónde termina. Con el tiempo estoy aprendiendo a aceptar lo fluidos que son estos límites y aprovechar esas porosidades para por ahí filtrar lo distinto”, continua Cécile, que de chica quería ser cantante de ópera. “O de comedias musicales. Todo lo que escuchaba me gustaba y así me la pasé escuchando músicas de las más variadas, sin demasiado método, más bien dejando que me atraviesen para de alguna manera sentirlas propias”, asegura.

“Estos días, por ejemplo, vengo escuchando a Camaron de la Isla, Judee Sill y Doja Cat”, insiste McLorin Salvant. Un cantaor, una cantautora y una rapera son algunos de los planetas de un universo sonoro que girando sobre las propias raíces cambia continuamente. “No estoy segura de cómo lo que escuché funciona sobre mi música. Como tampoco estoy segura de cómo mis raíces culturales influyen en mi concepto de música”, reflexiona. “Me resulta muy difícil decirlo, porque siento que recién estoy en el comienzo de un proceso. El tiempo no me ha dado todavía una perspectiva, estoy demasiado cerca de eso y no puedo tener un plano completo. Sólo puedo mirar las particularidades de mis propios antepasados, y eso me fascina y al mismo tiempo me da un poco de vértigo”.

Ciudadana

Si la identidad es una búsqueda fundamental para la cantante, también lo es para la ciudadana. “Por supuesto que acompaño las demandas de la sociedad sobre temas como la igualdad de género, la identidad sexual y el racismo. Tengo curiosidad por saber cómo son las cosas, cómo han sido y hacia dónde van. A menudo me siento agobiada e incluso frustrada”, confiesa. “Pero soy artista y de alguna manera canalizo miedos, preguntas, fascinaciones y deseos a través de mi música, en mis interpretaciones, en mis elecciones”, asegura McLorin Salvant, que en 2020 confluyó con la pianista Renee Rosnes, la clarinetista Anat Cohen, la saxofonista Melissa Aldana y la trompetista Ingrid Jensen, entre otras, en Artemis, un supergrupo de jazz que es mucho más que una reivindicación feminista. “Nació como un concierto que acordamos hacer y con el tiempo fue evolucionando. No había principios feministas, al menos de mi parte, aunque no puedo hablar por las otras integrantes. De todas maneras, reivindicar la igualdad, en el jazz como en todo lo demás, no es radicalismo caprichoso, ¡es lo mínimo que podemos hacer!”, se entusiasma la cantante.

McLorin Salvant asegura que no le gustan los premios. Pero entre el concurso Thelonious Monk en 2010, los tres Grammy, la beca MacArthur que se acreditó en 2020, el más reciente Doris Duke Artist Award y la última Encuesta Anual de Críticos de DownBeat, por ejemplo, ganó muchos. “No te voy a negar que me emociono, y me siento muy feliz y reconocida si gano un premio. Pero no son mi objetivo. Un premio trae consigo también el peligro de sentir cierta presión y hasta una especie de avaricia”, asegura. “Pero sobre todo alimenta la idea de que hay una jerarquía y una competencia, de que sólo hay uno que es mejor y si perdés podés volverte un poco loca. Así que es mejor no pensar en ellos en absoluto y recordarse a una misma que antes de eso está la música y el arte, el proceso, siempre. Recordarse que todo esto es estudio y disciplina”, señala.

 

A los 35 años, McLorin Salvant es la perla negra del jazz global, niña mimada de la crítica y delicia de un público que la reclama en los festivales más importantes del mundo. Pero ella, dice, trata de vivir el momento con la sensación de que todo podría suceder. Como en el jazz, eso que, asegura, no puede explicar. “¡En serio! ¡La verdad es que no sé qué es el jazz! En todo caso, más que una idea tengo una sensación de qué podría ser el jazz. Pero no estoy preparada para expresarla con palabras”.