En el prólogo de A donde voy siempre es de noche, Mariana Enriquez cuenta la visita que hizo con Bernardo Esquinca a un cementerio en la capital mexicana. El lugar estaba cerrado y el prolífico escritor nacido en 1972, referente de la llamada weird fiction, morboso y supersticioso confeso, dejó de lado sus buenas maneras y voz apacible para ponerse a llamar a los gritos al cuidador del Panteón de San Fernando. Por allí había un perro descuartizado y unos chicos que fumaban y los miraban amenzantes. “Traté de ocultar mi aprensión y creo que lo hice bien, pero tuve miedo. No quería ver aparecer a ese cuidador fantasma, si es que existía. No quería escuchar la caída de la puerta de algún nicho”, repone la narradora en el texto que sirve de presentación de esta inminente compilación que la editorial Big Sur publicará en octubre.

Paradojicamente, hace dos semanas, el oriundo de Guadalajara pasó por Buenos Aires para presentar el libro en donde logra su cometido de abrir las puertas del inframundo. Básicamente, en relatos como “El Gran Mal”, “Los búhos no son lo que parecen” o “Sueña conmigo”, oficia de médium en un universo recargado de santería siniestra. Moscas, manicomios, muñecos y manuscritos malditos, y muerte –mucha muerte- emergen desde un lugar enrarecido y reconocible. Un detalle, los dieciocho relatos de esta publicación, fueron pensadas por el autor “como un desembarco” para el público local. “Siento que aquí hay una sintonía con mi trabajo”, acusa recibo el autor en charla con Página/12. A donde voy siempre es de noche, por otro lado, también puede ser leído como un volumen engordado de la obsesión de su creador por la ciudad de México. Es la urbe con su centro histórico apabullante y su circuito por fuera de la mirada turística con cuentos que Esquinca, tal como explica Enriquez, “disemina en sitios familiares a sus personajes insomnes y rotos”.

A donde voy siempre es de noche es una antología que resume su Trilogía del Terror: Los niños de paja; Mar Muerto y Demonia. “Es una obra casi para los coleccionistas”, seduce el narrador. Como bonus track cuenta con las ilustraciones del artista Mike Sandoval, dibujos que para el escritor “dan muy bien con los recovecos de mis relatos”. Como envite están sus inicios inclementes, secos y adictivos. “Sé que ellos vendrán esta noche”. “Hoy en día ya nadie cree en vampiros”. “Las manos pequeñas enterraron la aguja en el ojo”. “Aquella madrugada, en medio del olor a vómito y orina y de los rezos de sus compañeros, hubo un momento de calma en la cocina”. Como si Lovecraft se pusiera a leer un periódico sanguinolento en un barcito de Retiro, en los textos de Esquinca hay un profuso amor por eso que el denomina “la otra literatura”. Básicamente, el arte de cruzar la ficción con el sensacionalismo, la pseudociencia y los libros de segunda mano. “El canon actual las rechazaría, pero a la distancia todos esos textos de ocultismo y ufología, por nombrar algunos temas, uno los puede leer como ficción. Son volúmenes olvidados que me gusta desempolvar. Todo ello en mi narrativa puede afectar a los personajes”, defiende el escritor.

-¿Cómo fue el trabajo de selección en la antología?

-Lo dejé en manos de mis editores. Uno como autor de los cuentos no tiene la distancia para poder decir cuáles son los que más valen la pena. Mis editores me pasaron el índice, y lo que decidí fue mover el orden, por las cuestiones de ritmo y de estilo. Ese fue mi mayor aporte. Se editó primero en España, pero la idea original es que sirviera para presentar mi trabajo a los lectores argentinos.

-Empieza con “La vida secreta de los insectos” y ese hombre que anticipa el reencuentro con su esposa muerta “en extrañas circunstancias”…

-Fue adrede. Con toda la intención quería comenzar con ese cuento. Con el correr de los años siempre aparecen nuevos lectores que me lo comentan. Está al tope de mi Greatest Hits. Tiene algo al estilo Roberto Bolaño de una gran pregunta que tiene un impacto sobre el final. Es un cuento que me representa porque es de algo tan clásico como los fantasmas. Me gusta tomar esos arquetipos.

-Hay horror cósmico, hay locura, y otros arquetipos del género de terror, pero siempre cruzado por el contexto de la ciudad de México. ¿Cómo dio con esa mixtura?

-Yo soy de la provincia, bueno Guadalajara es una ciudad grande, pero nada te prepara para la ciudad de México. Cuando llegué allí hace 21 años fue como un shock, de vivirla y empezar a apropiársela. De a poco me metí en sus intestinos, en ese lugar tan peculiar que es el centro histórico con sus callejones y algunos lugares antipáticos. Y ahí están las capas de la historia, las leyendas, con todos sus personajes. Ahí me apareció esta idea de ligar todo eso, lo urbano y humano, con la literatura que me gusta que es la de lo sobrenatural. Fue bastante orgánico. Yo siento que la ciudad me pide que cuente sus historias. Manejo los tópicos del terror, pero mi sello es el de que ocurren en una geografía muy específica, que no podría ocurrir en ninguna parte del mundo. Es decir, allí puedes tocar las pirámides y eso no es muy común que digamos. Fue un encuentro fortuito de esa arquitectura con mis obsesiones. Hay algunos que ocurren en otros escenarios, unos pocos, la mayoría ocurre en ese territorio interpretado y reinterpretado desde lo fantástico.

- En “La otra noche de Tlatelolco”, además, eso se palpa desde lo sensorial…

- La plaza donde transcurre el relato es la ciudad espejo de Tenochtitlan. El último bastión del imperio mexica. Es muy peculiar porque allí hay vestigios históricos, tienes una iglesia colonial construida con piedras arqueológicas y un edificio de complejos multifamiliar, un bloque de cementos donde habitan cientos de personas. Tienes estas tres capas -lo prehispánico, lo colonial y lo moderno- y en su plaza ocurrió la masacre del ’68 con los estudiantes. Está muy cargado de energías y sensaciones. Reinterpreto eso con un apocalipsis zombie. Los mexicas y los aztecas creían que la sangre podía renovar la vida, por eso lo de los sacrificios, todo para que Huitzilopochtli venciera a la luna. Aquí la sangre de los estudiantes masacrados claman venganza de los soldados que los asesinaron. Bueno en esas capas entro con mi mente desvariada (risas).

-En tus cuentos también aparece una idea muy especial de la literatura que juega a conciencia con lo popular y con los modos periodísticos del sensacionalismo policial…

-A mi me interesa el artefacto narrativo, quiero contar los clisés del terror, como puedes entrarles y darles la vuelta. “Sueña conmigo” es un ejemplo de ello. Es un coleccionista de muñecas embrujadas, pero a la vez hay pequeños cuentos de cada una de estas criaturas. Son relatos dentro de relatos. Es un juego literario que me gusta mucho. También he ejercido periodismo, hice Deportes, Cultura, Espectáculos, pero nunca la nota roja. Las crónicas policiales. Y me hubiera encantado. Como ciudadano, lector, escritor y morboso que soy. Los periódicos de nota roja tienen esto que son muy gráficos y viscerales en imagen y con títulos que causan risa. Es algo muy potente. Así  lidiamos con la violencia de nuestra sociedad los mexicanos. Tenemos un modo de resguardarnos de lo horrible, porque esos hechos siempre le estarían sucediendo a alguien más. Es algo extraño y muy profundo. Son miedos que se van filtrando como los insectos a los que les temo muchísimo.

-Decís que casi no tenés contacto con redes sociales y es paradójico porque allí se está gestando mucho de lo que es “la otra literatura”. ¿No crees que la nota roja de hoy en día es la deep web?

-En efecto, ha ido desapareciendo el cronista de nota roja, en México tuvo su década dorada en los ’50. Había escritores y fotógrafos como Enrique Metinides que hoy son leyendas. Ya no hay plumas con músculo que lo relaten. Los soportes van cambiando, las tecnologías, pero la necesidad de lo macabro y la tragedia no se extingue. Es natural que la nota roja brinque allí. Es muy curioso todo lo de las creepy pasta. Son fenómenos que hablan de cómo nos urge lo inexplicable y el miedo.

-Sos parte de una revalorización del género de terror en América Latina. ¿A qué aduces el fenómeno?

-Es muy interesante y es cierto, yo diría que lo más destacable es que esté encabezado por escritoras como Mariana Enriquez, Agustina Bazterrica, Samanta Schweblin, Mónica Ojeda, Liliana Colanzi o Liliana Blum. Y no solo de terror, es la literatura más interesante que se está haciendo ahora en nuestro continente. La lista es grande por fortuna. No es nuevo, viene ocurriendo, pero por suerte está interesando cada vez más esta literatura. En todo México y todo el Cono Sur nos interesa narrar el horror y muchas veces ese horror tiene que pasar por el tamiz de lo sobrenatural para soportar las crueldades del tejido social que vivimos, sea pobreza o violencia. Las cosas que perdimos en el fuego de Enriquez es una de las mejores metáforas políticas que se han escrito sobre lo que padecen las mujeres violentadas. Allí hay algo muy poderoso.

-Además de hablar en tu presentación y escribir el prólogo, ¿Enriquez te devolvió el favor y te llevó a visitar algún cementerio en Buenos Aires?

-Sí, claro. Hice una visita guiada espectacular a Recoleta. Fue un día nublado, frío, espantoso, atmósfera ideal para ir a un cementerio (risas). Lo que viví fue alucinante y hermosamente macabro. Lo que no tenía idea es la cantidad de tumbas paganas, solo Mariana puede descubrirlas. Son pirámides y tienen símbolos extraños. Esas personas que se atrevieron a ir a contramano de su época deben haber tenido una vida muy singular. Ahí hay un relato a contar. O la de la Rufina Cambaceres que no sabes si está entrando o saliendo de su sepulcro. Lo mismo para esas bóvedas que parecen haber quedado abiertas y ves las escaleras. Es muy sombrío y está ahí expectante. Te permite asomar al misterio. Nadie querría bajar allí, aunque tengas la tentación de hacerlo.

-¿A cuál de todos los personajes de tus historias le querrías dar un abrazo, y a cuál no querrías volver a visitar nunca más?

-Es la misma: la protagonista de “Demonia”. Está basado en un hecho real que viví de muy joven. En la escuela jesuita nos llevaron a una casa muy antigua para hacer unos retiros espirituales en Jalisco. Fue en la preparatoria antes de ingresar a la universidad. Y hubo una compañera que estuvo poseída por algún demonio, se comportó de manera muy extraña, con una fuerza desmedida. No había Internet ni nada parecido por entonces, así que lo único que nos quedó fue rezar. Fue un episodio aterrador. Al día siguiente ella no recordaba nada de lo que había sucedido. Fuimos decenas de testigos de ese hecho. El relato es como un ensayo, intenta entender desde la psiquiatría, el teatro y la religión eso que no parece tener explicación. Sucede en una de esas típicas reuniones de exalumnos donde se despierta aquello que habían olvidado. Todos están atormentados y reviven estos traumas. A ellos les daría un apapacho porque intentan comprender cómo es posible que el infierno esté presente en la tierra. Y por lo mismo no querría volver a esos escenarios. Lo escribí con todas las luces de casa prendidas mientras estaba sumergido en una oscuridad interna. Una vez que lo terminé reseteé mi cabeza.

-¿En qué lugar de tu biblioteca colocarías A donde voy siempre es de noche?

-Sé que no es exclusivo para los amantes del terror, es para aquellos que les gusten las ediciones especiales, bien cuidadas, amplias. El círculo que se cierra es cuando tu libro llega a una librería de anticuarios, y estaría muy bien que eso sucediera.