Under the wide and starry sky

Dig the grave and let me lie…

R. L. Stevenson

Roberto Estévez llegó a la ciudad desde un pequeño pueblo del interior. Había estado en algunos días de su niñez con su padre y recordó la fascinación que había sentido durante los pocos días en que pudo recorrerla. Pensó que a sus años, merecía gozar la variedad que ofrece una ciudad junto al río y que tal vez le sirviera de inspiración para escribir algún relato. Roberto estaba jubilado. Había ejercido la docencia en su pueblo y después en el extranjero, más precisamente en Londres, donde enseñó nostálgicamente español y transmitió con mucha aceptación de parte del alumnado, la lectura del Quijote, de Quevedo, de Unamuno y muchos otros… A cualquier parte que iba, llevaba, por un hábito de la adolescencia, un libro que ya se había convertido en una suerte de fetiche para calmar la ansiedad de cualquier espera. En realidad, hacía menos de un mes que había llegado del exterior a su pueblo y comprendió rápidamente que ya no podía vivir en él. Compró una casa pequeña al final de Avenida del Rosario que le permitía la vista de los parques, del río y de las islas vecinas y retomó la costumbre de salir a caminar para disfrutar la diversidad que ofrecen los transeúntes y acaso un encuentro fortuito que le permitiese reinsertarse en el contexto del presente. El azar pareció jugar de su lado puesto que al cabo de unos días, en un bar de la zona donde solía desayunar, logró conectarse con un grupo de hombres de su edad, que solían juntarse para jugar al truco. Roberto había olvidado la estrategia necesaria para sumarse al juego, pero eso no impidió que pudiera sentarse a observar cómo jugaban y entre partidas entablar una conversación agradable. Lo que no tardó en observar es que los jugadores rotaban y algunos no volvían. El que siempre estaba, presidiendo la mesa y no perdía ninguna ocasión de jugar era un tal Javier Gerardo Teufelsdrockh que determinaba quién jugaba y quién no. A Roberto le parecía un soberano estúpido, sino fuese que un estúpido también puede ser siniestro. El lector se preguntará, ¿por qué seguía frecuentando esa reunión si él ni siquiera jugaba? Porque íntimamente sentía la cercanía de la soledad y en esas reuniones encontró un hombre con el que logró identificarse rápidamente y tomó la costumbre de encontrarse para intercambiar algunos temas mientras paseaban por la costa. 

Oscar era inteligente, lacónico y muy cauteloso, incluso parecía un poco paranoico. Cuando caminaban, giraba su rostro frecuentemente hacia los alrededores. En una oportunidad, Roberto le preguntó esbozando una sonrisa, qué lo inquietaba y respondió: Nunca se sabe… y de hecho, en esa oportunidad llegaron hasta el Saladillo cuyas aguas parecían estancadas por la cuantiosa cantidad de basura que arrojaban. No había avanzado mucho cuando Roberto distinguió lo que parecía un cuerpo semi sumergido entre la basura y se advertía un orificio y un rastro de sangre,  Roberto exclamó: hay un muerto. Y después de un momento de silencioso estupor agregó: Avisemos a la policía. Oscar lo detuvo. Salgamos de aquí y ni se te ocurra ir a la seccional.

Los hechos graves parecen detener por momentos el paso del tiempo suficiente para pensar que la vida real es vida en el mundo y es histórica, digamos de la facticidad a la historicidad, es decir en situación. Y luego agregó, si te calmas te explicaré. El cuerpo que vimos es el del viejo Clemente. Antes de ayer fue el último al que le tocó el as de espada. Los que viste jugando pertenecen al club de los suicidas, que comanda Teufelsdrockh. Clemente no tenía dinero para sus medicamentos y apenas si comía una vez por día. Hace unas semanas, uno de sus nietos murió de inanición, su hijo no tiene trabajo y hace unas changas ocasionalmente, cuando se presenta la oportunidad. Se unió al club porque quería morir y hasta para morirse hace falta dinero. La cuota del club es la única que es baja y la pagamos para que alguien, el último al que le tocó el as de basto, se encarga de la tarea. Roberto no podía creer lo que escuchaba. De repente, se percató de algo y titubeó al preguntar: Pero, vos, Oscar, que hacés ahí… Cómo tolerás eso…

Vos estuviste mucho tiempo afuera, respondió Oscar. Aquí sólo hay desesperanza máxime para los de nuestra edad. Yo ya no tengo tiempo ni ganas de rebelarme, mis hijos se han marchado para sobrevivir, estoy solo y todos los días me cuesta levantarme y enfrentar la realidad en la que me encuentro. Mi mujer murió hace nueve años, por suerte, antes de ver todo lo que ocurre. La idea de unirme al club me la dio un hombre que me dijo elegimos el suicidio, por eso se toleran los disparates que se dicen y aceptamos la involución más impensada. Fue como si esa declaración me recordase que en algún momento iba a morir y quizá de la peor manera, por suerte elegí el modo. Que otro lo haga por mí, ya que soy un hombre cobarde.

Roberto sintió que no estaba habilitado para contradecirlo, él había acumulado bastante dinero en el exterior y su jubilación era de afuera. Oscar volvió a advertirle que no fuese a ninguna comisaría, porque estaban aliadas con el poder de turno y una excelente relación con Teufelsdrockh. Se despidieron y quedaron en encontrarse el sábado. Sin saber qué hacer porque lo amedrentaba la perplejidad, decidió ir al bar y observar la partida que estaban jugando y como al pasar preguntó por Clemente. ¿Clemente? preguntó Teufelsdrockh. ¿Quién es? Los otros jugadores lo miraron como interrogándolo. ¿No era una de las personas que jugaron en la última partida? agregó turbado, Roberto. Parece que Roberto quiere ver un fantasma, dijo Teufelsdrockh apoyado por la risa unánime de los jugadores que festejaban sus banales boutades. Tomás que era muy creyente aclaró: No se rían. Un Fantasma es un espíritu que toma una forma corporal y aparece entre los hombres, durante un tiempo… Y en algunos perros, aclaró Teufelsdrockh con suma gravedad. Nadie lo contradijo.

 

Roberto salió del bar aturdido y vacilante. No sabía si regresar a su casa y decidió en una caminata extensa llegar hasta el centro. Necesitaba mezclarse con la gente que recorría las peatonales, las galerías, hundirse en los rumores del ambiente, pero por una suerte de alucinación imprevista creyó ver algunos rostros de los que jugaban la partida. Pensó: ¿Estoy enloqueciendo o estoy soñando? En un kiosco compró un matutino y se sentó en un bar, al lado de la ventana, para leerlo mientras tomaba un café. En sus páginas, leyó: A la contaminación del Saladillo se le agregó el cadáver de un hombre que murió de un paro cardíaco. 

No quiso leer más. Giró el rostro, como Oscar, hacia el cristal de la ventana que interpoló un reflejo fantasmal de su rostro, atravesado por el pasar de los transeúntes que parecían avanzar hacia ninguna parte.